miércoles, 13 de noviembre de 2019

Los “amarillos” y el punto de embarque.

Por Laura Rodríguez Fuentes.

Debajo de una caseta sin paredes y techada con zinc el señor que se encarga de parar los carros mastica de vez en cuando un cabo de tabaco, lo moja con la saliva, lo observa con devoción como si fuese un pedazo de chocolate. Desde su asiento improvisado parece absorto en otra dimensión. Se limita a echar alguna ojeda a la carretera y a su tabaco, su trozo de tabaco marca Reloba que prende de tiempo en tiempo, para darle dos bocanadas e inundar el lugar de un humo denso y ambarino.

Alrededor del “amarillo”, el que debe detener los carros, en la misma caseta calurosa, se acumulan cinco, seis, diez viajeros, los primeros en la lista de espera para abordar algún vehículo que los acerque al sitio al que se dirigen ese mediodía. El “amarillo”, el fumador de tabaco, apenas se distingue entre la gente que lo rodea porque no viste uniforme alguno como funcionario de transporte. Su único privilegio, el que lo identifica de los demás, es el trono desvencijado donde descansa y el pedazo de papel en el que anota las chapas de los infractores.

La carretera que lleva hacia el litoral norte de Santa Clara, donde está enclavado este punto de recogida, es uno de los periplos más solicitados por la población de la provincia, en gran parte, por la afluencia de trabajadores hacia el sector turístico de Los Cayos, en el municipio de Caibarién. En el último mes, el personal de servicio y los músicos que conforman la plantilla de los hoteles en la cayería han tenido que viajar apretados en un solo ómnibus o bien permanecer durante varias noches en estos resorts a causa de la falta de combustible para trasladarlos a diario.

Hace cerca de dos meses, Díaz Canel anunció varias medidas para paliar la crisis de combustible en Cuba, entre ellas, las paradas obligatorias de todos los vehículos estatales en puntos de recogida y lugares donde usualmente se aglomera la población para acceder a las rutas de ómnibus. Deisy Quintana, sin embargo, ha corrido en vano para cuanto carro se detiene frente a la caseta. “Todos dicen que van para la universidad, ninguno te quiere llevar”, protesta. “Llevo aquí desde las diez de la mañana. Las guaguas pasan repletas y las máquinas te quieren cobrar 35 pesos”.

Deisy carga con un saco pesado de contenido dudoso. Tiene 58 años, una cadera operada, y cada vez que algún ómnibus se detiene cerca de la terminal se echa la mercancía al hombro y se lanza a correr como si le fuese la vida en el trayecto. Regresa, no obstante, al contén de la caseta, junto al señor del tabaco, que apenas se inmuta ante la desesperación ajena. Desde la polvorienta carretera se limita a vociferar el destino de los choferes, que mienten sin piedad, que anuncian destinos cercanos y de nombres inverosímiles como “la planta de asfalto”, “inseminación” o “la pollera”.

La espera en el punto de embarque a la una de la tarde comienza a tocar los nervios de los pasajeros. Uno de los más callados reclama al “amarillo” la razón de que algunos carros estatales no se detengan en el lugar. “Los jefes no paran, mijo”, le espeta otra mujer hacinada en la caseta ante la hosquedad del hombre que prefiere masticar su tabaco. La gente se encoge de hombros, blasfema: “por eso en este país no se puede trabajar”, dice Ricardo Martínez y se deja grabar. “Yo vivo en Vega Alta y me quitaron el tren que me traía y me llevaba todos los días. Me tengo que ir temprano, yo se lo dije a mi jefe, si no le cuadra, que me lleve en su carro, que son más de treinta kilómetros todos los días”.

Dentro del punto de recogida el baño está clausurado con un candado. No hay agua potable y en el merendero de la unidad solo ofertan pomos de sirope. En un establecimiento particular aledaño venden frituras de yuca y guarapo de caña a dos pesos. De vez en cuando algún chofer se detiene a merendar allí, a más de cinco metros de la parada, para evadir la carga de pasajeros. Permanecer en un punto de recogida en Cuba simboliza una lucha continuada contra el hambre, la desidia y la micción.

Llegada la hora de almuerzo, el “amarillo” recoge sus pocas pertenencias y se aleja sin que haya llegado su relevo. Poco tiempo antes, una rastra cargada de naranjas le da asilo a quienes conservan cierta elasticidad juvenil para trepar por las ruedas del vehículo y caer entre los sacos de frutas. El chofer pide que no se las magullen, que se acomoden como puedan y no se aguanten de la baranda, que lo multan por peligrosidad.

A las dos de la tarde, una señora le sugiere a su vecina de cotilleos que se vayan para la curva, que van a llegar de noche a Remedios, que es mejor resolver por sus propios medios y se enfatiza el escote de la blusa. En una explanada polvorienta, la gente comienza a “pedir botella” al sol, sin agua, sin alimento alguno por más de cuatro horas. Otros prefieren permanecer en el punto. “Los carros y las guaguas paran en la curvita pero le tienes que dar algo de dinero a los choferes, no es porque sean tan solidarios”, explica un muchacho que se presenta como Damián Peña. “Yo viajo todos los días y me conozco la técnica. Las mismas yutong, si paran en el punto, nada más pueden cobrarte un peso, por eso cargan más adelante, para cobrar más. El punto de embarque tiene el nombre bien puesto, siempre estás embarcado”.
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