Por Claudia González Marrero.
En una época poshegemónica, transideológica y populista, el debate sobre los conceptos de democracia, ciudadanía, autoritarismos y totalitarismos es un tema que ha devenido insuficiente para pasar del lenguaje antipolítico a un lenguaje flexible y receptivo. La ansiedad por una diferenciación express, que conjugue elementos de identidad política con los que sentirse cómodos, parece ser suficiente.
Cuanto más presionado está el sujeto para definirse/diferenciarse, más binarios son los códigos a los que recurre, deslegitimando a su paso cualquier alternativa meridiana. Las “certezas” maniqueas conducen el debate en la sociedad, en la cultura y en la academia, a una arena irregular.
Desde la academia europea, el debate sobre el totalitarismo es uno de estos asuntos taken for granted. Cuando menos, el rechazo a procederes “de derecha” legitima un pendular hacia la utopía y la mistificación del sistema “de izquierda”, aderezado por esa “singularidad” tropical erotizada de lo revolucionario de la que Cuba es paradigma. En esta relación, la crítica aguda será rápidamente despejada -mojito mediante y vista frontal del Hotel Nacional- por la justificación del “complejo de David”, del pueblo bloqueado, del Imperio al acecho.
Entonces, llega a ocurrir que intelectuales centrados en la tradición totalitaria hacen alergia a ciertas circunstancias de la premonición arendtiana.
Enzo Traverso, por ejemplo, se toma incluso el tremendísimo riesgo de aclarar, en el primer párrafo de su largo estudio El totalitarismo: una historia a debate (2016), que Cuba puede poseer muchas categorías -represiva, autoritaria, antidemocrática-, pero -horror de horrores- “nada comparable con el sistema concentracionario del estalinismo ruso o el maoísmo chino”.
Una vez esclarecido que “el fantasma totalitario” solo habita estas etiquetas distantes y que por ello es agitado como propaganda política por sectores reaccionarios, el autor procede a inventariar la estatización de la sociedad civil en la comodidad de la lectura moderna de la Historia.
Es esta posición una de las más coquetas a la hora de mantener lo instituyente como feria artesanal. No reclamo la imposición del término a unas cinco categorías de liquidación de lo político -unificación de poderes, movilización de masas, etcétera-, pero desconfío del grave prejuicio que invoca, y que justifica, las tergiversaciones del vínculo del derecho y del monopolio estatal sobre el pluralismo por causas de “mayor prioridad”. Ahí está presente, siempre el esquema maniqueo.
La insistencia de autores como Traverso en despejar el totalitarismo de la terminología política de la Guerra Fría, hace que caiga en la misma provocación, solo que del otro lado del espectro político. Todavía más arriesgado: mantiene el cerco inescrutable para una negociación de la herencia totalitaria de manera diferente, desde ámbitos como la memoria, las mentalidades, los imaginarios y el diálogo diverso con lo político.
Con síntesis y tratados de similar matiz, han desfilado Žižek, Shtromas, Baehr, Rabinbach, entre otros, que hacen pensar conceptos coadyuvantes de la teoría política contemporánea como teoremas teológicos secularizados: “cuidadito con meterse ahí”.
Sin embargo, tanto el proyecto público de la Nación como Revolución, como la relación del individuo con esta, representan un entramado complejo y no contestable desde un análisis prescriptivo de instituciones clásicas, confinado de antemano a una interpretación rígida de la teoría política y encapsulado en el reproche de discursos políticos que recurren a su uso como demonización del contrario.
Recluidos en la conveniencia de esta polarización, continuamos remendando la dicotomía inicial y todos los dispositivos encapsulados en ella: una suerte de reproducción discursiva del vacío. Mientras Cuba es un “estudio de caso” como película fotográfica: siempre en negativo.
Abordar términos duros o blandos para etiquetar el sistema en la Isla, tanto de la entropía tropical como de los intelectuales heterodoxos e “incómodos” del exilio -esos que el Estado denunciante desterritorializa y despoja de civismo e identidad-, plagados de afectos políticos: emociones que se convierten con justeza en regímenes de atención compartida, más eficaces para crear un consenso interno que una mirada desprejuiciada. ¿Síndromes totalitarios?
La noción de una esfera pública consensuada y simplificada donde los ciudadanos y las instituciones se ven obligados a situarse a favor o en contra de un “proceso común”, tanto desde La Habana como desde Miami, es una de las condiciones preclaras del totalitarismo: inhibe el desarrollo político del individuo a través de la disputa de contradicciones concretas, que no por compartidas llegan a ser completamente justas.[1]
Los órdenes maniqueos traducidos en el núcleo político son absolutos, un todo orgánico y esencial: los que desde La Habana se desgarran las vestiduras clamando salvaguarda para ecuatorianos y chilenos, nada mencionan sobre las manifestaciones frustradas en Cuba; los que viven atormentados por Caracas y La Habana, admiten que Pinochet fue lo mejor que le pasó a Chile.
De igual manera, para el populismo de izquierda en Venezuela, el intervencionismo, el militarismo y el imperialismo se restan en la confrontación contra los Estados Unidos. Sin embargo, cuando se debe hacer una relación similar con los regímenes aliados, la valoración se opone, y Cuba, Rusia y China son vistas como “el último bastión para la paz y la soberanía del pueblo”.
Por cierto, para Arendt no existe mayor mutilación a la libertad que el concepto de soberanía: su libro Sobre la revolución está en parte forjado en la relevancia de esta distinción. Para Arendt, allí donde se enuncia la soberanía conviven códigos nacionalistas que deben ser manejados primero por una autoridad política suprema. La “voluntad general” así formulada resulta incompatible con la libertad de opinión; no confundir “opinión pública”, regida por patrones maniqueos, con opiniones en plural.
No hay, para Arendt, mayor peligro totalitario que este “orden de cosas”, el mismo que se ha usado para “blanquear” el concepto hasta convertirlo en una proclama extrema de deshumanización.
Para hablar en términos totalitarios, sin embargo, no tenemos que partir necesariamente del atentado contra la humanidad toda; es suficiente remitirse a la dinámica pública cotidiana donde el totalitarismo puede habitar, ya no asfixiando lo político a golpe de represión, sino interviniéndolo al extremo de dominar toda articulación, discusión e intercambio en la esfera pública.
El legado de una revolución, en este sentido, no puede residir en la sustitución de un tipo de gobierno por otro de soberanía popular, sino en la política de no soberanía, en las disputas generadas fuera de esa camisa de fuerza, en la presencia de innumerables perspectivas y acciones sin un denominador común que las condicione. En cambio, hoy día la proclama general se ubica entre las grandes narrativas del bien y el mal, regímenes sangrientos y regímenes pasados por cloro, amargos y dulces, buenos o malos, malos o peores y, en última instancia, entre “ellos” y “nosotros”.
Dentro de Cuba, la profundización de este último estereotipo, en la sociedad y en la academia, ha servido a la estigmatización del imaginario social cubano sobre temas generales, poniendo en juego la pertinencia de unos derechos sobre otros, y de paso, violentando los de terceros.
Durante la reciente discusión del proyecto constitucional, por ejemplo, quedaron burladas por partida doble las garantías de género y las demandas medioambientales, entre otras exigencias legislativas. Primero, el propio sistema despejó de manera “orgánica” muchos de sus debates, confiando en los presupuestos machistas y apáticos[2] que aún conviven en la sociedad; y segundo, dando un plumazo al debate vinculante al excluir por default temas “contrarios a la moral socialista”.
Sin embargo, esas mismas agendas fueron criticadas “desde abajo”, por no ubicarse en el vértice mismo de los derechos de representación política: no se pueden exigir derechos porque no se puede dialogar con una dictadura. Como si toda causa generara de inmediato sus actores políticos necesarios para tal cosa.
En esta ubicación de contrarios, varios reclamaron en redes sociales la anulación del derecho al aborto que el feminismo de Estado adelantó desde 1965; también se interpusieron obstáculos para el matrimonio igualitario, esgrimiendo razones como la libertad religiosa o alineaciones con la cosmovisión del espectro político de la derecha populista.
Estamos, entonces, en un terreno de no reconciliación, donde argumentos alternativos tienden a considerarse “de medias tintas”, y su crítica continúa su reproducción en “cadenas equivalentes” -según Laclau en On populist reason- posicionadas en esta dualidad que hemos aprendido a repetir en términos de nación (soberanía-dependencia), ideología (izquierda-derecha), economía (socialismo-capitalismo), moralidad (solidaridad-egoísmo) y globalidad (sur-norte), hasta el punto en que toda práctica pluralista se neutraliza y termina por hacerle el juego a tendencias políticas autoritarias de ambos lados del espectro.
¿Por qué se persigna la academia europea con el tremendo proyecto de mitología étnica germánica, pero suspira con ternura ante la experiencia caribeña del “hombre nuevo” que, ni tan continental ni imperial, supo construir un campo de valores ciudadanos Estado-centrista, exportar un paradigma ideológico ajeno a la experiencia nacional, y reinventar su propia tradición con un efecto dominante en el cuerpo social?
Y, llegados al monumento socialista: ¿por qué los que lo sobrevivieron, y lo saben experimento fallido, ignoran en sus ámbitos emigrados similares lecturas de condicionamientos biológicos y sociales de la existencia, a la hora de lidiar, por ejemplo, con los movimientos de refugiados?
El orden maniqueo, aunque transideológico, no puede descontextualizarse. Sus principios son también un recurso para el debate biopolítico cuando posicionan Weltanschaaungen “correctos” versus “incorrectos” en términos de derechos civiles.
Al hablar sobre transición política en Cuba, estos juicios resultan preocupantes, en tanto sus representaciones llegan a desvirtuar la capacidad operativa de una esfera pública por construir. Habituados como estamos a una retórica de dicotomías políticas dentro de la supuesta construcción del socialismo, en favor de la cual se ha llegado a fragmentar constructos sociales como la familia y a anular una sociedad civil oxigenada: ¿cómo sacudirnos esa reproducción estéril para producir costumbres, hábitos y prácticas fuera de estos patrones?
El análisis de la transición de la sociedad cubana no puede conjugarse únicamente desde la disolución de representaciones y prácticas en la relación imaginario instituyente-instituido o política-sociedad. La extensión del tiempo sociopolítico de un proceso que abarca ya seis décadas y más de tres generaciones de cubanos, ha institucionalizado saberes y naturalizado conductas, asegurando una “marca genética” que no tiene mucho que ver con nomenclaturas rígidas, pero sí con expresiones que atraviesan imaginario, mentalidad y representaciones sociales.
En un contexto donde manifestaciones ciudadanas diversas cuestionan el establishment a diestra y siniestra del espectro político latinoamericano, no parece existir mayor señal de anulación de la comunicación y la acción política que un cuerpo social tan inconforme e impotente a la vez, que se ha ganado el injusto calificativo de apático y conformista.
Habrá que desprenderse del prejuicio maniqueo contra el totalitarismo para comenzar a entender la asimilación normativa y transgeneracional presente en Cuba, donde el cuerpo social sigue referenciando, aunque de manera negociada, muchos de los indicadores que han permeado y sistematizado las creencias colectivas bajo el concepto abstracto de Revolución. Aun cuando la ideología no remita ya a dispositivos de sentido, sigue siendo efectiva como constricción: ninguna realidad nueva, hecho social o comportamiento, escapa a la lógica política en la que los cubanos siguen debiendo posicionarse para poder esbozar sus derechos.
La cautela ante el totalitarismo permite afirmar, en el mayor de los casos, que los errores son pasados: 1965, Quinquenio Gris, UMAP; todo en el mismo saco, debidamente cubierto. Pero ello determina hacerse la vista gorda con síntomas más enquistados, para mantener la juerga mística. Cuando otras sociedades no se proponen una aspiración política de dimensiones nacionales, sino que participan en sus ámbitos de interés más inmediatos desde la crítica de la diferencia, en Cuba el sujeto político es arropado en las virtudes de la militancia y en la observancia pasiva del activismo de Estado, despojando particularidades y subjetividades que pudieran reforzar lo individual en lo grupal.
Es precisamente esta maquinaria tan bien engranada, que no remite únicamente a una lectura economicista o política extrema del totalitarismo, la que consagra la dominación light.
Salvándonos del puente maniqueo, no podemos pensar entonces en la cuestión totalitaria únicamente como concentracionista, explotadora y represiva. La mayoría de los síntomas totalitarios en Cuba no ocurren de manera explícitamente correctiva, sino mediante la instrumentación de prácticas asimilativas que dominan a más de tres generaciones de cada núcleo familiar, determinando la permeabilidad de sus reclamos en coordinación -o al menos en una cautela de no ruptura- con los estamentos oficiales.
La lógica del sistema en la Isla articula los presupuestos maniqueos ya no como síndrome de una metodología clásica del totalitarismo, sino como reproducción de un espacio estéril de discusión pública en términos plurales y contrastados.
El reemplazo sistemático del habla y el actuar por el mantenimiento reproductivista del mundo artificial en que se habita -insiste Arendt en The Human Condition-, es un argumento “contra lo esencial de la política” y responde a “la abolición del dominio público”. Su consecuencia inevitable es desterrar a los ciudadanos de la polis para que sus líderes puedan esculpirla ininterrumpidamente.
En la censura al uso y experimentación del término totalitarismo habita ese maniqueísmo del que alerta también Pierre Bourdieu en Distinction: A Social Critique of the Judgement of Taste: como network de opuestos, matriz de lugares comunes que yace en la distinción social y que resulta tan manida e intercambiable como el fetichismo estadista. “Cuba 100% libre de analfabetismo”, “El bloqueo genocida más largo y cruel que haya conocido la historia de la humanidad”, máquina de acólitos en serie.
La ocupación por parte del Estado de toda plataforma proclive a ejercer como esfera de competencia, debate y análisis de las narraciones oficiales, anula a priori no solo la conformación de un espacio público coherente, sino el mero planteo de su necesidad. ¿Qué gestión le queda por acometer a la ciudadanía en una sociedad donde la política ya está escrita y sus reclamos archivados?
En Philosophy and Politics, Arendt advierte del peligro de reproducir esta dinámica cuando es un deseo humano totalmente comprensible identificarse dentro de un mundo resignado a las relaciones gobernante/gobernado. La impredictibilidad del escenario político genera ansiedad, mientras que optar por un liderazgo paternalista que combine benevolencia, poderío y sabiduría absoluta -en el sentido omnisciente-, allana los temores del hombre moderno.
¿Cómo despojarnos entonces de este síndrome sin repensar y cuestionar las condiciones totalitarias implícitas en su existencia? ¿De qué estigma partir para empezar a deconstruir este hábitat político torcido? ¿Hacia cuál paradigma virarnos cuando se habla de transición sin caer en la misma reproducción de maniqueísmos vacíos?
Me parece urgente reparar esta visión con una impronta transdisciplinar que flexibilice el término y despeje sus prejuicios desde otros ámbitos como el arte, la literatura, la sociología y la antropología. Algunos ensayos han insertado el debate de los vínculos sociedad-Estado en Cuba desde una mirada totalitaria tangencial a sus monolitos comunes.
Carlos A. Aguilera, por ejemplo, en La utopía vacía. Intelectuales y Estado en Cuba (2009) compila textos de críticos, investigadores y escritores cubanos en torno a la verdad política total como condición de la existencia; traza un “mapa duro” de la maquinaria ideológica interna y cuestiona la “luna de miel” de aquellos que, a la sombra de la primavera europea, frecuentan la metanarrativa de la Revolución cubana.
Más recientemente, Henry Eric Hernández ha desarrollado un ejercicio similar de revisita al totalitarismo en El fin del Gran Relato (2019). Esta nueva compilación alerta sobre las convenientes restricciones al uso del término, así como las peregrinaciones hacia la utopía como fachada, exponiendo de paso los afectos políticos maniqueos que sustentan, amasan como producto y comercializan la fetichización del socialismo tropical.
Desde sus respectivos ámbitos, ambas colecciones realizan una taxonomía a los credos contemporáneos, proponen fracturar la teología explicativa de la Revolución cubana, apropiarse de los tabúes que la soportan y repensar la sociedad y la política en la Isla desde estética y contenido, discurso cultural, dinámicas de mercado e incluso biología.
La sociedad cubana necesita potenciar una circulación de ideas -desprejuiciada y ajena a maniqueísmos- que rompa con la espiral de silencio que ha practicado una intelectualidad autocensurada e impedida de cuestionarse, sin disimulos y simulaciones, su devenir, su espacio y su razón de existir.
Necesita, además, generar zonas de reunión y reconciliación con las articulaciones discursivas que alimenta la diáspora, sin el escepticismo que inocula el sistema para mantener su fragmentación.
Todo escrutinio y exploración de monolitos e ideogramas, empezando por desprendernos de la desconfianza hacia términos como “totalitarismo”, nos asisten en sacudir un debate arcaico donde radica la legitimación del sistema. Tomemos el riesgo de repensarlo.
Notas:
[1] Canovan: “Arendt, Rousseau, and human plurality in politics”, en Journal of Politics, 45(2), pp. 286-302, 1983.
[2] Un llamado pertinente hace Pedro Marqués de Armas en Ciencia y poder en Cuba cuando admite la complejidad del entramado cubano, donde vínculos históricos entre el cuerpo y la ley han modificado las instancias de la subjetividad en relación a temas como el racismo, la homofobia, la salud mental, entre otros que dominan hasta hoy la biopolítica como lógica de separación y categorización.
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