La habitual pasma informativa de los fines de semana fue quebrada este domingo, 10 de noviembre, con una noticia-bomba: tras aceptar los resultados de la auditoría de la Organización de Estados Americanos (OEA) -solicitada por el propio mandatario para la revisión de los comicios del 20 de octubre- y de anunciar que se convocaría a nuevas elecciones, Evo Morales acaba de renunciar a la Presidencia de Bolivia.
Solo mediaron horas entre la convocatoria a nuevas elecciones, y la renuncia del mandatario. Semejante decisión, sin embargo, no fue resultado de una súbita epifanía ni tampoco un mandato de la Pachamama, sino el epílogo de un proceso que inició a partir de la desafortunada decisión del propio señor Morales de presentarse como candidato para un cuarto mandato, en rampante desprecio a la voluntad popular que lo había desautorizado a ello en el plebiscito del 21 de febrero de 2016.
Inconforme con el revés sufrido entonces, Evo Morales consiguió la gracia del Tribunal Constitucional -abiertamente partidario suyo- que le dispensó la posibilidad de presentarte a elecciones por cuarta vez. Igualmente se aseguró de que el Tribunal Supremo Electoral (TSE) estuviera conformado por funcionarios que le fueran leales.
Pese a ello, los resultados de los comicios fueron alterados por el propio TSE para otorgar una estrecha y controversial “victoria” a Morales, abriendo así la puerta a la crisis política que durante tres semanas ha estado sacudiendo a Bolivia, con enfrentamientos violentos entre los partidarios de la oposición y los del Presidente. Crisis que se hubiera mantenido indefinidamente, con consecuencias impredecibles. Los días venideros demostrarán si la actuación del comandante de las Fuerzas Armadas, general Williams Kaliman -quien amablemente y sin apuntarle con un arma sugirió al mandatario que renunciara-, logra cortar la espiral de violencia de estas semanas y evitar males mayores al país.
Junto a Morales renunció su vicepresidente, Álvaro García Linera. Ambos denunciaron la consumación de “un golpe cívico, político y policial”, pero lo cierto es que ni el ejército ni la policía nacional hicieron uso de la fuerza contra el Presidente. Si en verdad estuviéramos presenciando un golpe de estado habría que reconocer que -pese a que se han reportado al menos tres muertes y miles de heridos en las confrontaciones entre los manifestantes partidarios de uno u otro bando- ha sido el menos violento que se haya producido jamás en este Hemisferio.
Mirando los hechos desde una lógica ética y política, hubiera sido un contrasentido que el mismo candidato que resultó favorecido mediante fraude pudiera presentarse a una nueva elección. El fraude en sí mismo es un delito grave que descalifica a Morales en la carrera por la Presidencia, de manera que en el propio mandatario se resumen a la vez la causa de la crisis y la consecuencia de su desmedida ambición por el poder político, aunque ahora la izquierda continental más rabiosa -con La Habana a la cabeza- clamen contra “el golpe de Estado de la derecha antiboliviana, urdido desde Washington”.
Y esto nos lleva directamente al rotundo ridículo de la cúpula gobernante insular. Apenas dos días atrás el noticiero de televisión del monopolio de prensa oficial rebosaba de júbilo y proclamaba dos “resonantes victorias”: la de la “Resolución contra el Bloqueo”, presentada (otra vez) ante la Asamblea General de la ONU, y “el aplastante triunfo de Evo en las elecciones de Bolivia”. Los sagaces analistas políticos apenas podían contener saltitos de emoción en medio del triunfalismo más absoluto.
Para mayor bufonada, la renuncia de Morales se produce apenas un día después que el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, en franca injerencia en los asuntos del país andino, hiciera pública una Declaración Oficial donde denunció “enérgicamente el golpe de Estado en marcha contra el Presidente legítimo de Bolivia” orquestado por la derecha boliviana “con el apoyo y conducción de los EE.UU. y de oligarquías regionales” y llamaba “a todos los sectores involucrados a detener esta peligrosa maniobra, que constituye una amenaza para la estabilidad de Bolivia y de toda la región”.
“La histórica victoria de Evo, contra las maniobras de la derecha interna y regional, el Imperialismo y una intensa guerra mediática, es también un triunfo de toda la Patria Grande”, proclamaba el panfleto. Y encomiaba al mandatario boliviano que “en una demostración más de ecuanimidad y estatura política, convocó a las fuerzas políticas a una mesa de diálogo por la paz de Bolivia, llamó a los organizadores de las protestas violentas a una profunda reflexión e instó al pueblo a movilizarse para defender la democracia”.
Menudo papelazo para la “causa común” de la revolución que después de tanta alharaca el otrora aguerrido indígena se raje como una cañabrava. Sin dudas, el Palacio de la Revolución hubiera preferido mil veces que Evo se inmolara heroicamente, al estilo Salvador Allende. Al menos así se hubiera podido contar con un nuevo mártir -indígena y de origen humilde, por añadidura- cuyo espectro pudiera ser oportunamente agitado contra el enemigo imperialista.
¡Qué mezquindad tan grande, Evo, no sacrificarte por la gloria continental del castrismo y su epidemia sarampionosa de izquierdas radicales y no dejarte quemar en la hoguera de los ideales progre, tan apasionadamente defendidos por la alta burguesía gobernante cubana desde sus cómodas mansiones de El Laguito! ¡Qué decepción, Evo… esperábamos más de ti!
Sin embargo, el saldo más inmediato de los últimos acontecimientos en Bolivia es la moraleja que deberían aprehender los políticos de esta región. La derrota de Evo Morales se produce a contrapelo de los avances sucedidos en el país durante su mandato. Ciertamente Bolivia ostenta un notable crecimiento económico y puede exhibir notables logros sociales en materia de salud y educación, en especial para los sectores más humildes.
Pero así como el líder cocalero es responsable de esos avances, lo es también de la crisis política que provocó al presentarse a las elecciones de octubre último, y en cierta medida lo será también de los rumbos que tome el país en el futuro mediato. Es el costo de quienes imponen un gobierno personal y pretenden apropiarse del poder político ad infinitum. Porque las masas pueden ser fieles y entusiastas, pero también suelen ser veleidosas. En este sentido la experiencia de Bolivia puede ser una muy útil lección tanto para gobernantes como para gobernados. Tomemos nota.
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