La sensación de estar cometiendo un error al permanecer en Cuba y no emigrar invade a buena parte de los cubanos.
“La conclusión es que hay que irse”, grita un joven después de mucho discutir con sus amigos sobre la “situación en Cuba”. Es el tema que más se debate en cualquier lugar de la isla y es raro encontrar a alguien que opine diferente, aunque los medios de prensa oficialistas se empeñen en divulgar mensajes que distorsionan los verdaderos sentimientos de la gente.
La apertura reciente de nuevas tiendas donde se discrimina al cubano que no tiene dólares y con las cuales se consolida la idea de que la cubana es una economía “diseñada” para que cada familia se vea obligada a tener, crear y depender de un emisor de remesas, se une a otra serie de “estrategias” en que la moraleja final es muy simple: hay que irse de Cuba para retornar convertidos “en personas”.
Quien no lo haga, simplemente tiene complicada la existencia o irremediablemente deberá convertirse en parte de ese complejísimo engranaje de corrupción que penetra todas las capas de la sociedad cubana y del cual no se libra nadie, ni siquiera aquellos “no cubanos” o “no residentes” que están de paso aunque sea por breve tiempo.
Cuando pisamos el “territorio nacional” terminamos por caer en la trampa. Si no, que nos respondan con sinceridad tanto el empresario extranjero que se ha ido como el que se ha quedado, así como el cubano retornado que ha decidido invertir y se ha visto enredado en una maraña infinita de trámites y obstáculos.
La corrupción se ha convertido en un “mal necesario” y cuando el gobierno “llama a combatirla” en cierto sentido se está colocando él mismo la pistola en la sien, en tanto buena parte del “funcionariado” que parasita ese viejo y podrido tronco del poder depende de que, directa o indirectamente, las cosas marchen cada día peor. A río revuelto…
Ese bendito “bloqueo” justifica muy bien los muchos viajes al exterior, el portar el efectivo en sus maletas, el incumplir las cuotas de producción y enmascarar la incompetencia, entre otras muchísimas estratagemas.
Cuando llegue el momento, huir o quedarse en el exterior. Si no ellos, al menos sus hijos y nietos, siguiendo una especie de proyecto de vida consciente o inconsciente, cuya realización definitiva depende de emigrar, de escapar, aunque posteriormente integren ese ejército de fingidores que vienen y van porque el socialismo es perfecto cuando se le experimenta desde un hotel cinco estrellas en Cayo Coco o Varadero, cuando la experiencia apenas perdura lo que unas cortas vacaciones y, sobre todo, se tiene la seguridad de una casa, un auto, una tarjeta de crédito y un contrato de trabajo en las “entrañas del monstruo”.
Quedarse a vivir en Cuba es un error. Si existiera un manual de usuario para que este artefacto llamado socialismo nos funcione correctamente, imagino que la primera regla o recomendación sería algo así como “marcharse primero del país antes de echar a andar el equipo”, o esta otra: “asegúrese de conectarlo a una buena entrada de divisas”.
El hecho es que sin esa credencial que se llama “dólares frescos transferidos desde una cuenta en el exterior”, la vida se torna bien complicada en tanto la moneda nacional (donde ahora incluiríamos a un pobrecito CUC que va en picada) nos coloca en desventaja total frente a esos “gusanos” del ayer que hoy retornan convertidos en bellas mariposas con alas verdes, en tono “Reserva Federal”.
“Si yo hubiera sabido eso no les hubiera gritado nada. Es más, ni hubiera ido a ninguna marcha. Hubiera brincado el muro y ya. Ahora tendrían que recibirme como todo un señor”, más o menos es lo que comentó un anciano del barrio habanero donde vivo, mientras se lamentaba por haber participado en las marchas frente a la Embajada del Perú, allá por los años 80, cuando al gobierno le dio por calificar de escoria, lumpen y gusanos, a esos que hoy tienen la “honrosa misión” del salvar al socialismo, pero desde la “Yuma”, inyectando dólares en las cuentas familiares.
Triste paradoja esa la del socialismo a la cubana. Quedarse a vivir en el país donde nacimos conlleva el castigo de ser convertidos en ciudadanos de tercera categoría.
He leído por ahí sobre alguien a quien le fue prohibido entrar a una de esas tiendas en dólares porque no poseía una tarjeta de banco. Ni siquiera podía asomarse a mirar. Esa parte del “socialismo” no le correspondía.
Basta con saber que el chofer de un taxi, incluso un bicitaxi, gana más que un cirujano o un abogado, mucho más que un profesor universitario para comprender que todo es un grandísimo disparate.
Y terminemos de una vez con esa nebulosa de calcular las “pérdidas ocasionadas por el bloqueo de los Estados Unidos” cuando nadie publica sobre los daños del “bloqueo interno”, traducido en obstáculos al emprendimiento personal, en medidas absurdas contra la iniciativa privada, competencia desleal incentivada por el gobierno para favorecer a las empresas estatales, aun cuando se demuestra una y otra vez que son un verdadero agujero negro. Hay algo muy raro en tanta terquedad.
¿Cuánto dinero pierde al año un cuentapropista que no puede importar los insumos de su negocio directamente? ¿A cuánto ascienden las perdidas por no tener acceso a un verdadero mercado mayorista? ¿Por qué no se les permite participar de igual a igual en la economía? Y aunque parezcan desligadas del tema, valen también otras preguntas sobre ¿por qué la mayor aspiración de muchas niñas y niños en la isla es crecer y casarse con un extranjero o, en el mejor de los casos, ser médico no para sanar a las personas sino para comercializar sus servicios en el extranjero?
Cualquiera de las preguntas anteriores que elijamos para debatir terminará irremediablemente en esa dolorosa conclusión que define la generalidad de lo que hoy conversamos en Cuba, incluso cuando el tema es la pelota, el fútbol, el estado del tiempo o la estéril visita de los reyes de España. Todo menos de política. Tales discusiones suelen ser en extremo peligrosas y la gente ya tiene suficientes problemas que enfrentar con eso del desabastecimiento, la crisis del transporte, los bajos salarios y los apagones. Hay que marcharse. No queda más por hacer.
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