Raúl Castro junto a Manuel Marrero y generales de las FAR.
Tal parece que hubiera una competencia por llevarse el mayor número de burlas y cuestionamientos en el ciberespacio a partir de las barrabasadas expuestas en algunas de las plataformas mediáticas bajo la tutela del partido.
El internet ha roto, para siempre, el blindaje del discurso oficial. Atrás quedó la época en que los representantes del oficialismo exponían a mansalva sus bulos. Ahora parafraseando el conocido texto del poeta Nicolás Guillén, “tienen lo que tenían que tener”.
El monopolio informativo del poder es historia. La crítica a sus habituales desaciertos por parte de internautas de dentro y fuera de Cuba, una realidad cimentada sobre la oportunidad y el deseo de expresarse, al margen de la censura, abierta y solapada, que aún constituye la base para la consolidación de las unanimidades en torno al sistema doctrinal establecido.
Lo cierto es que la legitimidad del socialismo es cuestionada una y otra vez desde las redes sociales, más allá de los esfuerzos por ponerle freno a través de astronómicas multas, confiscación del teléfono y amenazas de terminar en la cárcel.
En referencia a la petición del primer ministro de que personas naturales accedan a donar dinero a las arcas gubernamentales para paliar la escasez de alimentos, hay que tomarla como una broma. Es el colmo de la insensatez. La evidencia del irrespeto, largamente practicado, contra una población que ha tenido que sobrevivir a merced del racionamiento, el trabajo indigno, los bajos salarios, las precarias condiciones habitacionales y un miedo atroz a manifestar cualquier signo de descontento.
En la alocución salta a la vista la mentalidad esclavista que prevalece en las máximas estructuras del poder. Son los capataces exigiéndole a la dotación más sacrificios para conservar las mismas reglas de un juego que suelen llamar socialismo, concebido, según sus fundadores y herederos “para el pueblo y por el pueblo”.
Sencillamente, la desvergüenza toca fondo en un momento que se recrudecen los golpes de la supervivencia, debido al brutal impacto del coronavirus en una economía que viene jadeando desde hace mucho tiempo debido, en primer lugar, a los corsés del centralismo.
En vez de predicar con el ejemplo, el alto funcionario opta por exprimir los exhaustos bolsillos del proletariado nacional.
Su sueldo y prebendas son intocables. También la vida que se gasta su familia en aviones privados y lugares exóticos del primer mundo.
El segundo caso, no es menos patético. Decir, con la naturalidad de un niño, que la estancia en las tristemente célebres Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), fue una aventura pasajera, y en cierta manera, divertida, como aquellas Escuelas en el campo, donde eran enviados los alumnos de secundaria, durante 45 días, a realizar labores agrícolas, es de un impenitente cinismo.
Con esta alusión, Mariela Castro se anota otro punto en el muro de la infamia.
Para derrumbar ese mito que intenta construir, encima del dolor de miles de personas que pasaron por esa prueba, solo por ser homosexuales, practicar alguna religión o tener criterios discrepantes con el dogma que se imponía fervorosamente en la segunda mitad de la década del 60 de la pasada centuria, basta repasar el testimonio del renombrado cantautor, Pablo Milanés, quien fue huésped de esos infiernos, en un documental filmado en Cuba en 2017 por el realizador Juan Pin Vilar.
Sus palabras hacen añicos, los intentos de la hija de Raúl Castro de minimizar una de las experiencias más terribles en el contexto de una revolución que naufragó en sus propias contradicciones.
La UMAP, fueron campos de concentración, como afirma Milanés con la humildad y aplomo que lo caracterizan.
A la espera de una nueva ronda de embustes y pifias desde las encumbradas zonas del poder central y sus áreas adyacentes, no estaría de más recordarles que los esclavos tienen internet, lo cual quiere decir que se acabó la impunidad desinformativa.
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