Por Juan Orlando Pérez.
Joe Biden ganó. Decenas de miles de personas salieron el sábado a las calles de las grandes ciudades norteamericanas, Los Ángeles, Filadelfia, Washington, Miami, a celebrar la victoria demócrata y la derrota de Donald Trump, sólo unos minutos después de que CNN y la AP confirmaran que la ventaja de Biden en Pensilvania era irreversible. En el Elíseo, Emmanuel Macron descorchó una botella de Krug Clos d’Ambonnay 1998 y se la bebió de un tirón, como si fuera una vulgar cerveza americana y él un camionero de Wyoming. Justin Trudeau dio un salto de felicidad. Angela Merkel, más prudentemente, sólo se permitió una leve sonrisa cuando un ayudante le dio la noticia. Vladimir Putin se encogió de hombros. «¿Qué se le va a hacer?», musitó. «Son cuatro años nada más. Tanto lío por cuatro años». El Presidente de Rusia se asomó a la ventana de su dacha. «Cuatro años pasan volando», dijo para sí, melancólicamente. Dentro de cuatro años, Putin va a tener 72, y está aterrado. En La Habana, Miguel Díaz-Canel, encerrado en su despacho, elevó una oración de llorosa gratitud al cielo. Nadie lo sabe, no se lo ha dicho ni a su mujer, pero el Presidente de Cuba ha comenzado a creer en Dios y en sus milagros.
Biden ha ganado, y será el próximo presidente de Estados Unidos, a menos que Trump logre algo que parece ahora mismo imposible, que la Corte Suprema invalide cientos de miles de votos en Pensilvania, que el recuento de Georgia revierta la ventaja aparente de su rival en ese estado, que aparezcan miles de votos republicanos, aún sin contar, en Arizona y Nevada. Eso es lo que Trump le ha hecho creer a sus seguidores que podría pasar, que las cortes invaliden el resultado de las elecciones, que detengan el supuesto fraude cometido por los demócratas. Flamígeros trumpistas de Michigan, Texas y Florida, entrevistados por los periodistas de CNN o The New York Times, repiten la leyenda de las presuntas irregularidades en el conteo, y declaran estar convencidos de que Trump ganaría si se contaran «todos los votos legales» y se eliminaran todos los falsos de Biden. Tantas veces ha logrado Trump escabullirse de escándalos que hubieran acabado con cualquier otro político, que lo mismo sus seguidores como sus enemigos han terminado por creer que es bastante más listo de lo que es. Trump, en realidad, es un imbécil, «a fucking moron», al decir de su primer secretario de Estado, Rex Tillerson, «dumb as shit», de acuerdo con quien fue su principal asesor económico, Gary Cohn, con la inteligencia «de un niño en sexto grado», según el ex secretario de Defensa Jim Matis. Sus habilidades políticas son limitadísimas, comprende poco la maquinaria del gobierno y de las leyes, y sólo dispone de un único recurso que no tiene nadie más, y que lo ha hecho salir adelante en cada encrucijada de su vida pública, no siente vergüenza, no tiene ni una pizca de honor, no hay límites para su descaro, puede mentir y hacer trampa sin ruborizarse, incluso puede llegar a creerse sus propias mentiras. Pero en este caso, Trump no se está mintiendo a sí mismo, sino a los demás, a sus crédulos seguidores, él sabe que perdió, sabe contar. El mundo no ha visto un peor perdedor desde Napoleón.
Los números son claros, Biden ganó. Pero la victoria de Biden, justa y necesaria como es, por muy felices que haga a millones de personas alrededor del mundo que no se atrevían a imaginar las terribles consecuencias de una nueva victoria de Trump, es anacrónica, no se corresponde con el carácter y el tono de nuestra época. Biden, un político que fue electo al Senado de los Estados Unidos por primera vez en 1972, el mismo año en que Richard Nixon fue reelecto presidente, es un remanente del siglo XX, la reliquia de un estilo de política que la rabiosa polarización ideológica actual hace parecer ingenuo, infantil, arcaico. Barack Obama lo hizo vicepresidente precisamente por eso, un símbolo de normalidad y conciliación al lado del primer presidente afroamericano, el hombre que pronunció una oración en el funeral del senador Strom Thurmond, el más tenaz segregacionista del Congreso, sirviendo de número dos al hijo de un negro de Kenia con una blanca de Hawái. El 20 de enero, Biden entrará a la Casa Blanca prometiendo civilidad, concordia, unidad nacional, ser el presidente de todos los norteamericanos, pero no está ni remotamente preparado, no tiene los recursos intelectuales ni el capital político para apaciguar a los furiosos contendientes de una virtual guerra civil que no se está librando en los campos de batalla de Virginia o las Carolinas, sino en el Congreso, en las cortes de justicia, en la televisión y la radio, en las redes mal llamadas sociales, y en las calles de Charlottesville, Milwaukee, Oakland, y Kenosha. A Biden se lo van a comer vivo Mitch McConnell y el Senado republicano, Alexandria Ocasio-Cortez y su Squad, Ted Cruz y Elizabeth Warren, los rufianes de la alt right y los comandos de antifa, los oscurantistas de QAnon que creen en la existencia de una red secreta de liberales pedófilos que sacrifican niños en ritos satánicos, y los activistas de Black Lives Matter que demandan la abolición de la policía, los seis jueces conservadores de la Corte Suprema, que podrían liquidar Obamacare, el derecho al aborto y el matrimonio gay, y Justice Democrats y otros conciliábulos sanderistas, que demandarán la implementación sin condiciones del Green New Deal y de Medicare for All, y desplegarán candidatos radicales contra los congresistas demócratas supuestamente moderados en 2022 y 2024. Desde la Oficina Oval, Biden podrá escuchar el estruendo de las batallas en Twitter y Facebook entre clanes de derecha, de izquierda, y los que tienen por única ideología la maldad, la ignorancia, la estupidez, o todas ellas a la vez. No hay, por supuesto, equivalencia moral entre estas fuerzas, como no la había en 1861 entre esclavistas y abolicionistas, y por eso, no habrá unidad ni conciliación durante la presidencia de Biden, no es posible un armisticio entre esos rivales, el resultado de esta elección presidencial indica con firmeza una paridad que no se romperá decisivamente hasta que uno de los contendientes gane con contundencia no sólo en su lado del país y en un puñado de swing states como Michigan o Florida, sino también en territorio rival, los republicanos en New Jersey, los demócratas en Arkansas, algo todavía inimaginable. Esta guerra de secesión está todavía muy lejos de llegar a su Gettysburg. Para los que creen que la elección fue fraudulenta, Biden será siempre un presidente ilegítimo, y cada día que Trump se rehúse a admitir su derrota, más hondamente socavará entre los votantes republicanos la autoridad del presidente electo. Para los que creen que Bernie Sanders debería haber sido el candidato demócrata, y que el «ala corporativa» del partido, financiada por Wall Street, bloqueó su paso a la nominación y a la Casa Blanca, Biden no es más que un presidente de compromiso, de transición, el instrumento para derrotar a Trump pero no para gobernar, van a rebelarse inmediatamente contra un probable gabinete de mayoría centrista y van a comenzar a prepararse para la inevitable batalla por la sucesión en 2024, si el presidente decide retirarse después de sólo un período de gobierno. Para entonces, lo más probable es que Biden quiera salir huyendo de vuelta a Delaware, maldiciendo la hora en que se le ocurrió salir de su retiro para ser presidente, y a Obama por no haberle advertido que no lo hiciera.
Entonces, quizás Trump regrese. No sería descabellado pensar que Trump quiera competir de nuevo por la presidencia dentro de cuatro años, a él nada le da pena. Podría ganar, saldría como favorito, él, o su clon, contra cualquiera que obtenga la nominación demócrata. La economía, después del final de la pandemia, tardará en recuperarse, y Biden será culpado de ello. Incluso iniciativas moderadas para controlar el cambio climático, limitar la posesión de armas de asalto, o desmontar la férrea estructura institucional y cultural del racismo, que no tendrían ninguna posibilidad de convertirse en ley mientras los republicanos controlen el Senado, previsiblemente causarían, sólo con ser propuestas y debatidas, una rebelión conservadora semejante al Tea Party que se alzó contra Barack Obama, le arrebató el Congreso y anuló su agenda doméstica durante seis años. Trump, se rumora, quiere crear su propia estación de televisión, de línea más dura, si eso fuera posible, que la de Fox News. Allí, a la vez dueño, editor y estrella, Trump lanzaría su campaña para reconquistar la presidencia, o lanzaría la de uno de sus hijos. Y quizás ganaría, porque Trump, no Biden, representa genialmente nuestra época, esta brillante Edad de los Idiotas en la que cada fucking moron del mundo, armado con un teléfono móvil, disemina su estupidez, su rencor, su malicia y su analfabetismo con impudicia y, peor, impunidad. Es Trump, no Biden, quien comprende instintivamente la cobardía, el egoísmo, la crueldad de la gente, su credulidad, su frivolidad, la tenacidad de su ignorancia, su destreza para odiar. Dígase esto, piénsese en ello, recuérdese siempre que 71 millones de norteamericanos votaron en noviembre de 2020 por Donald Trump, una coalición que incluye desde el Klu Klux Klan, QAnon y una densa red de grupos neonazis hasta las joviales abuelitas cubanas de Miami que salieron a la calle el martes a celebrar la victoria de Trump en Florida con la rumbita de los Tres de La Habana. No todos votaron por las mismas razones, muchos son personas presuntamente decentes que no le harían daño a nadie, es decir, no matarían a un negro o a un homosexual con sus propias manos, y si tienen que darle unas monedas a un mendigo se las dan, pero Trump los unió con su maligna energía, su vanidad, su grotesca vulgaridad, y su simplísima visión del mundo, presentada en el vocabulario y la lógica de un niño de sexto grado, la apoteosis del individualismo y el tribalismo, del triunfo personal a costa del interés colectivo, una nueva moralidad que legitima, en vez de disimular, los excesos de la avaricia, la eficacia de la mentira, y la posibilidad de la violencia. Trump es el presidente que esa gente se merece, y quizás, el que nos merecemos todos, el profeta del nuevo oscurantismo, el gran mago de un bosque medieval, lleno de monstruos y supersticiones, en el que se han perdido ya, para nunca más salir, millones de personas, en Estados Unidos y en todas las democracias occidentales. Sí, Biden ganó, pero también el trumpismo, que, en realidad, se beneficia más sobreviviendo la derrota electoral, y llevándose consigo la letal energía de esos 71 millones, que lo que se hubiera beneficiado de conservar la Casa Blanca con un presidente cada vez más errático e ineficiente y una administración disfuncional, caótica, impopular. Esta derrota normaliza al trumpismo, lo cura, lo salva de Trump, lo dispara hacia el futuro. «Cuatro años, cuatro años nada más», susurra Putin, mirando la lluvia caer en Moscú.
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