Por Carlos Lechuga.
Cubanos.
Subo por J y 25, buscando 27. En un portal hay dos o tres viejos sucios con tipo de desamparados. Quizá borrachos. Están vendiendo unas cositas. Unas mierditas. Tres ruedas de patines, cuatro libros sucios, dos cables de USB, una fosforera, unos alfileres. Todo hecho mierda.
El comportamiento normal me llevaría a mirar con el rabillo del ojo y seguir de largo. Pero no. Hoy, como si estuviera poseído, me detengo y miro todo. Repaso cada cosa varias veces. A mi alrededor hay par de viejas, una madre y un hijo, unos jovencitos. Cada quien en la misma. Mirando. Como si fuéramos un coro parado delante de algo muy importante.
Son tres mierdas. Pero ahí estamos. Me pongo a pensar por qué estoy ahí parado. Me doy cuenta de que la cosa está tan mala. Que toda esa caquita es una novedad. Toda esa basura es mucho más de lo que se puede encontrar en cualquier tienda estatal. Las tiendas en CUC ya casi ni existen o solo tienen bebidas alcohólicas y agua. Las nuevas tiendas en dólares de verdad son prohibitivas para la gran mayoría.
Lo único que queda es comprar a sobreprecio en el mercado negro. Pagar muy caro un jabón. Pagar extremadamente caro un champú que es casi un milagro. No hay nada, o simplemente no está a la mano de la gente.
El librero no está. Se me olvida que hoy no venía.
Bajo por la misma calle J y ahí sigue la gente, el coro, con la mirada perdida. Como esperando una orden, una información de «arriba», con la esperanza de que un dios bondadoso le diga al oído: «Sí, amor, las ruedas de patines te las puedes comer».
Camino y una mujer de unos 35 años me mira con desespero. Su mirada por encima del tapabocas denota ansiedad. Quiere algo. Lo que sea. Comida. Sexo. Un ciclón devastador. Lo que sea. Pero quiere algo. Para quitarse la picazón. Para quitarse la sensación de vacío.
Apuro el paso. En el parque del Quijote hay varios vendedores. Hay gente esperando el transporte público. Hay gente alrededor del baño ese que parece que se presta para tallas raras. Siento una peste. Peste a muerto. Ayer mi amiga Laritza me había contado que había vuelto a ir al cine, al teatro, después de toda esta mierda que había pasado y que había un tufo a descomposición. Todo está muerto, me había recalcado.
En 19 hay una muchacha sola, sentada. Esperando una llamada o esperando a alguien. También quiere algo. Todo el mundo quiere algo. Me imagino que si abren los aeropuertos ahora, y regalan los pasajes, en el país quedarán unas 200 personas. No más. Quizá menos.
La tipa que vende la malta a sobreprecio no tiene. La carretilla lo único que tiene es aguacates maduros muy maduros. Casi podridos. La gente cruza del policlínico (que está a full) a la farmacia y salen de la farmacia desanimados. No hay nada. No hay ni pinga.
Llego al quiosco y compro una botella de vino. Cuando salgo del contenedor, se me acercan dos chamacos, más altos que yo, como del campo. Me dicen que están vendiendo pechuga de pollo y atún fresco. Quiero ver. Me llevan a un lado, debajo de una mata, y sacan unos paquetes congelados envueltos en nylon y en papel periódico. El supuesto paquete de pechuga se ve que no trae pechuga, tiene las marcas de la piel de un filete de tenca o de algo del río. No paran de hablar. Quieren que los ayude. Me doy cuenta de que no es pollo y lo enfrento. Me pide disculpas y me dice que compre el atún entonces, que es carne oscura. Veo el paquete de atún y es idéntico al del supuesto pollo. Estoy a punto de comprarlo. Pero me digo: «coño, me están estafando». No, no me pueden estar estafando. Me zafo. Voy echando. Pienso, mientras camino, en las etapas de la estafa:
1- Te tratan de vender algo y descubres, o no, que no es como dicen.
2- Te niegas, o aceptas y se acaba todo, porque ya te estafaron. En caso de que te niegues, te vuelven a insistir.
3- En este nuevo escenario, tu cabeza te dice: «no, no te van a tratar de estafar de nuevo. No me harían esa falta de respeto. A mí hay que respetarme. Me lo merezco». Te crees el cuento y compras.
4- O mandas todo a la mierda y no te dejas estafar.
Pienso que, con las nuevas medidas económicas, quizá al pueblo le pasa lo mismo con los gobernantes. Es más fácil creerse eso de que lo están haciendo por nuestro bien. Las tiendas en dólares son por nuestro bien. No hay ni pinga. Pero no. Hay que creérselo. Porque, si no, te meterías en una talla super fula ahí, si aceptas que todo es una caca, que no hay respeto, que das igual. Los cables se queman y tendrías que salir para la calle a hablar solo.
Se me había olvidado contar que desde que salí de la casa vi pasar a cuatro personas hablando con ellos mismos. Pero a lo que voy. Es más fácil jugar el juego, seguir la rima, porque si no te crees el cuento, la cabeza y el sistema inmunológico van al suelo. El empingue. El dolor. En fin.
Camino con mi botellita de vino. No tiene ningún sentido quedarse aquí. ¿Para qué? Estamos en el peor momento. En el peor momento.
Quiero irme, pero no puedo dejar a la vieja sola. La vieja salió el otro día a la calle y regresó super contenta porque había podido comprarle a un constructor un combo. Un nylon con una botella de champú, una de acondicionador, un perfume y un desodorante, todo eso a 12 dólares. Cuando vi las etiquetas viejas de los pomos, supe que la habían estafado. El champú era un agua sucia, lo mismo para el resto de las cosas.
Van en alza las estafas. La gente está desesperada. Falso perfume. Pescado camuflado como pollo. País de mentira. Cartón tabla.
Ahora, cada vez que escuche algún pregonero comprando pomos de perfumes vacíos, ya sabré para qué es. Me imagino la cadena. Una familia entera con una fábrica en la casa. Lava pomo, échale mucha agua, un tin de jabón. Envuélvelo. De una mano a la otra para lograr la estafa.
Saco mi teléfono y nadie me ha llamado. Soy un zombi más. Soy parte de este hormiguero de gente que va y viene buscando algo que ni sabe bien lo que es. No hay nada. Se sale a regresar con algo. Da igual si es un alfiler o un lápiz. Algo.
Al fin llego a la casa. Me echo todos los desinfectantes esos con su poco de agua. Me siento en el sofá y me pongo a mirar a la nada. Me hace falta un giro. Algo o alguien que me salve.
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