martes, 3 de noviembre de 2020

Cuba y el eterno retorno a la miseria.

Por Ana León.

Una niña sobre una carretilla en La Habana.

A inicios de la década de 1990, en los años más duros del Período Especial, los niños participábamos de un peculiar disfrute al que solíamos llamar “colecciones de papelitos”. Aquella diversión consistía en fijar a las páginas de un libro envolturas de golosinas que ninguno de nosotros había visto siquiera, mucho menos saboreado. Por primera vez oíamos hablar del Chupa-Chupa, la Coca-Cola, las barras de chocolate Nestlé, los Kit Kat y los chicles del “enemigo” que se vendían en las Diplotiendas; o eran traídos por turistas y marinos mercantes.

Las confituras solo estaban al alcance de personas “pudientes”, una categoría en la cual no clasificaban mis padres ni los de mis amiguitos. En un escenario dominado por el pirulí, el durofrío y turrones de maní molido sobrecargados de azúcar, aquellas coberturas coleccionables fueron lo más cerca que los niños de la época pudimos estar de las chucherías destinadas a los yumas y los cubanos que andaban con ellos.

Recuerdo la avidez con que aspirábamos el oloroso remanente de las golosinas. Algunos chicos hundían el rostro entre las páginas impregnadas de aromas exquisitos y terminaban pasándole la lengua a las envolturas que aún conservaban trazas del dulce que había sido devorado por otros niños, hijos de padres ricos sin duda.

Eso pensábamos nosotros mientras nos peleábamos por este o aquel papelito fragante, asegurando a gritos que sí habíamos probado el contenido, que formábamos parte del grupo de elegidos que comía “cosas de afuera” gracias a algún familiar que tenía amigos extranjeros que le regalaban de todo. Niños pobres al fin, mentíamos para parecer mejores sin saber que le estábamos colgando el cartel de “jinetero” al pariente en cuestión. Lo único que importaba era que los demás creyeran que nos habíamos comido esos dulces y que muy pronto también nos iban a comprar alguno de los caros y hermosos juguetes que vendían en dólares. Nada de eso ocurrió. A estas alturas de mi vida todavía cargo con la tara de emocionarme en exceso cada vez que camino por la sección de confituras de cualquier mall.

Al cabo de casi treinta años, cuando se suponía que los niños tendrían menos carencias, o diferentes a las que poblaron mi infancia, el sufrimiento por las golosinas ha regresado gracias a las tiendas en dólares, que reviven en los padres de hoy la misma angustia que sintieron los míos. Si en los años noventa el castrismo tuvo la cruel delicadeza de ponerle cortinas a las Diplotiendas para que los proletarios muertos de hambre no vieran todo lo que allí dentro se vendía, hace pocos días fue una madre cubana quien pidió a la gerente de un establecimiento en moneda libremente convertible (MLC) alejar las confituras de las vidrieras porque los niños las ven y empiezan a llorar, incapaces de comprender por qué sus padres no se las pueden comprar.

El suceso de marras tuvo lugar en Guantánamo y fue publicado en el semanario Venceremos de esa provincia oriental el 18 de octubre pasado. Miles de cubanos se indignaron al leer la nota viralizada en redes sociales y también la respuesta del rotativo, según la cual fue aceptada la queja de la madre y las golosinas fueron reubicadas lejos de la vista de los niños; pero se defendió la existencia de las tiendas en MLC como una medida necesaria para que el país recaude divisas. El mismo expediente infructuoso para la misma crisis que comenzó con la caída del Bloque del Este.

Cuba encarna la concepción filosófica del eterno retorno… a la miseria. Tres décadas después de que mi traumatizada generación suspirara por dulces y caramelos que solo podían comprar quienes poseían dólares, los niños sufren porque sus padres son, como fueron los míos, ciudadanos de quinta categoría, gente trabajadora sin acceso a moneda fuerte por no tener familia en el extranjero, ni posibilidad de comprarla con moneda nacional o CUC.

Los cubanos arrastran una cadena interminable de humillaciones y abusos de la que no han escapado los niños, victimizados en medio de la creciente desigualdad con la mudanza de las confituras hacia la red comercializadora en MLC. No solo es imposible para la inmensa mayoría de las familias conseguir dólares, especialmente en provincias; sino que la escasez de golosinas ha provocado una espantosa inflación que hace muy difícil adquirirlas incluso en CUC o pesos cubanos.

El gravísimo estado de cosas y la tendencia a reciclar soluciones inútiles sugiere que la administración de la miseria colectiva por parte del régimen no solo busca agotar las fuerzas de los ciudadanos mediante el mismo patrón de supervivencia que han aplicado por seis décadas, sino avasallar a las nuevas generaciones con un esquema de vida tan precario e injusto que las induce a pensar, desde edades tempranas, que la felicidad reside en otras latitudes. Cada niño frustrado es el punto de partida para moldear al “refugiado económico” que necesita el castrismo: un individuo programado para perseguir lo básico.

Ese paradójico ser humano arriesgará su vida cruzando el mar o la selva para colmar los anhelos más triviales. Su objetivo no será otro que huir de un país sin esperanza; pero, aunque se crea libre, seguirá alentando inconscientemente, desde dondequiera que esté y para sustento del régimen, el mismo ciclo de aspiraciones elementales que probablemente nació con el olor o la contemplación de un caramelo no degustado en la niñez.

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