Por Jorge Olivera Castillo.
El bajo poder adquisitivo de los salarios en Cuba es un tema de primer orden en las conversaciones de una parte significativa de la población. Casi nadie alega que los honorarios recibidos por su trabajo le alcanzan para solventar las necesidades básicas. Sin embargo, al final del día, las fieras del hambre se domestican y una parte de las carencias se eliminan temporalmente.
No existen, al menos en la capital, marcadas evidencias de desnutrición, en el sentido de personas enflaquecidas, como las hubo en la crisis económica de los años noventa, cuando apareció la neuropatía debido a los déficits vitamínicos y otras enfermedades asociadas a la baja ingestión de alimentos. En aquella oportunidad, la inflación alcanzó índices alarmantes y los estantes de los mercados permanecían semivacíos.
El hambre provocó el surgimiento de nuevos hábitos culinarios. Quienes peinan canas se deben acordar del picadillo de cáscaras de plátano y la corteza de toronja convertida en bistec. Dos de los productos que se llegaron a saborear como sendos manjares.
Los gatos domésticos también eran muy apetecidos. Ningún animal estaba a salvo de terminar descuerado o desplumado en un caldero, donde quedaba listo para satisfacer las urgencias alimentarias de la familia.
El asunto es que el cubano se las arregla al margen de las circunstancias. De una u otra manera siempre logra solventar los peores desafíos existenciales. Lo ha demostrado con creces frente a los fantasmas del racionamiento y otras agonías que tienen residencia permanente en el territorio nacional desde la instauración del socialismo pro soviético.
Las estrategias para afrontar el ciclo penurias se reinventan día a día en los ámbitos de la ilegalidad.
El trabajo en las empresas estatales, donde está empleada alrededor del 70% de la población laboralmente activa, carece de sentido práctico. No es el medio que proporciona los recursos para garantizar la comida diaria durante el mes ni tampoco el que permite el acceso a otros artículos imprescindibles.
Las remesas y el mercado negro son las muletas que impiden las caídas estrepitosas en el lodo de la desesperación. Son los soportes reales de un modelo cuyos representantes defienden los pilares de una cuestionable independencia, sin que falten los ritornelos de una soberanía bufonesca y las afirmaciones de una funcionalidad asentada sobre el estrafalario axioma de “convertir los reveses en victorias”.
Es difícil explicar cómo es posible mantenerse en un escenario con tantas prohibiciones y condicionamientos. Los extranjeros jamás logran entender las explicaciones que les ofrece el inquilino de una cuartería que sobrevive con un mísero sueldo laborando en una fábrica, ni los detalles ofrecidos por científicos, médicos, ingenieros o abogados expuestos a una miseria con esporádicos y fugaces alivios. No asimilan que el cubano promedio soporte tales cargas sin la oportunidad de aligerar el peso.
En fin, que la capacidad de adaptación se impone a los deseos de exigir transformaciones capaces de articular un sistema basado en la racionalidad y el pragmatismo, y no en inútiles presupuestos ideológicos y concepciones económicas inviables.
A falta de esperanzas de que los mandamases accedan a abrir las compuertas del cambio y, con ello, las oportunidades de aspirar a un futuro mejor mediante el trabajo honesto, la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales estadounidenses trae una bocanada de aire fresco en el centro y la periferia de una crisis que se agudiza con el azote del coronavirus y las medidas de castigo impuestas por el saliente Donald Trump.
Biden ha declarado su decisión de matizar el diferendo bilateral con la política del acercamiento, tal y como lo hizo el presidente Obama durante su segundo mandato. Una de las disposiciones a partir de enero de 2021, cuando asuma el cargo, es levantar las restricciones en el envío de remesas. Si eso no ayuda a potenciar una reforma del ineficiente modo de producción centralizada, se estaría facilitando la supervivencia parasitaria de la mal llamada revolución cubana.
No es menos cierto que un número determinado de cubanos garantizarían, como lo han hecho desde que se autorizaron las remesas, en 1993, una vida menos azarosa, en términos relativos. Por otro lado, se abriría un mayor abanico de posibilidades en torno a la continuidad del socialismo, paradójicamente sostenido con el dinero del enemigo.
0 comments:
Publicar un comentario