Por Iván García.
El eco de los tacones de una joven que entró del brazo con un hombre a una paladar en la barriada habanera de La Víbora, resonó sobre el pulido piso de granito y provocó que los dependientes regresaran a sus puestos de trabajo. Cuando la pareja llegó al salón del restaurante privado, la pianista empezó a tocar los acordes de La vie en rose, canción inmortalizada por la francesa Edith Piaff. Enseguida, el cantinero se acomodó su pajarita, los cocineros dejaron de jugar con sus teléfonos inteligentes y una sonriente camarera se acercó y les mostró la carta.
Pero la pareja, luego de ver el menú y los altos precios, dio media vuelta y se marchó. El dueño de la paladar bajó la cabeza resignado y los empleados volvieron al cotilleo y a chatear en las redes sociales. En la última semana, los únicos clientes habían sido tres amigos que se sentaron en la barra del bar a tomar cerveza mientras veían un partido de la liga española de fútbol. Cuenta el propietario que desde 2019 ha tenido pérdidas considerables.
“Familiares y amistades no estuvieron de acuerdo que abriera la paladar en La Víbora, fuera del circuito turístico de la capital. Por tradición, a la gente que vive en la periferia de La Habana, le gusta ir a pasear y comer al centro de la ciudad o a barrios elegantes como Vedado o Miramar. Tampoco invertí tanto dinero por capricho. Hice un estudio de mercado y me pareció que el proyecto podría salir adelante. En la zona vendían comida criolla y pizzas, había cafeterías, bares y paladares baratas. Treinta mil dólares, que obtuve por la venta de un automóvil, lo invertí en reformar una casona y transformarla en un restaurante de lujo. Lo abrí en 2013 y arrancó lento. Pero después aumentó muchísimo la clientela. Si la gastronomía es de primera, no importa la ubicación de un restaurante particular”, precisa el dueño.
Parece que ha pasado mucho tiempo desde aquel 17 de diciembre de 2014, cuando Barack Obama y el dictador Raúl Castro saltaron de sus trincheras cavadas durante la Guerra Fría y restablecieron relaciones diplomáticas. Entonces Cuba se puso de moda. Los cruceros atracaban a diario en el Puerto de La Habana y en 2018 casi 5 millones de turistas visitaron la isla, entre ellos más de 600 mil estadounidense, que asombrados recorrían ciudades cubanas, en particular la capital, sin publicidad comercial, malas conexiones a internet, decenas de edificios en ruinas, pero que todavía conservaba una valiosa arquitectura. Además de buen clima, gente cordial y niños pidiendo chicles, pero sin secuestros ni asaltos a los turistas, salvo contados casos.
Los visitantes llegaban a un país sin libertades políticas, pero con miles ciudadanos creativos, obligados por la pobreza socializada. Juan Carlos, chofer de un Chevrolet descapotable, con pesimismo recuerda que “en esa etapa tu dabas una patada en el suelo y aparecían decenas de turistas, muchos americanos, para rentar el auto. Hice bastante dinero. Creo que esos tiempos nunca volverán”.
Desde su surgimiento, los cuentapropistas han sido sospechosos habituales de un régimen de corta y clava, donde generar riquezas es síntoma de debilidad ideológica o un rezago pequeño burgués. La autocracia verde olivo los ha aceptado a regañadientes, bajo un control riguroso y la cuchilla fiscal afilada. No se les permite tener varios negocios y si suman ceros a sus cuentas bancarias, corren el riesgo de ser detenidos y procesados.
“No exagero, de 1959 a la fecha, el gobierno nos ha visto como presuntos delincuentes. A la primera van con todo pa’arriba de nosotros. En teoría, los trabajadores particulares no debiéramos prosperar, debido a los altos impuestos y poe no existir un mercado mayorista, entre otras causas. Pero nos escapamos al diablo por debajo de la mesa”, comenta Saúl, dueño de dos camiones, cuatro autos y dos jeeps utilizados en transportar pasajeros.
El cuarto acápite de los Lineamientos Económicos, una especie de biblia doctrinal por la que se rige el régimen, abiertamente expresa que en Cuba no se permitirá acumulación de capital de ninguna persona o negocio privado. Alexander, propietario de una cafetería, y su esposa Marta, al frente de una peluquería, señalan que “aprovechando la corrupción de la mayor parte de los inspectores estatales, utilizando doble contabilidad, brindando un servicio personalizado y de calidad marcábamos la diferencia. Sin contar que pagábamos mejores salarios que el Estado”.
Era la época de las vacas gordas de los particulares. Usted recorría La Habana de noche y la mayoría de los paladares y bares privados estaban cerrados por capacidad. Los habaneros preferían cenar o tomarse unas cervezas en negocios dos o tres veces más caros. Se entiende. La gastronomía estatal era un antro. Diez meseros desocupados charlando boberías y usted como un tonto haciendo señas sin que nadie le haga caso. Te trataban como un perro, la comida era un bodrio y por lo general los aires acondicionados estaban rotos.
El presidente designado, Miguel Mario Díaz-Canel, se preguntaba en público por qué los centros gastronómicos estatales no podían tener la misma cultura del detalle que los privados. La respuesta era simple: el sentido de la pertenencia, Díaz-Canel. Pero el régimen sigue delirando y desempolvando los inservibles manuales marxistas. Antes de que llegara la Tarea Ordenamiento, que más que un disparate económico se antoja un haraquiri político, en Cuba había aterrizado, procedente de Wuhan, China, el terrible coronavirus.
Eso fue en marzo. El confinamiento, cierre de fronteras y agudización de la crisis económica, se conjugaron para asestarle un golpe demoledor a los negocios privados. Con un alarmante desabastecimiento en todo el país, precios de los alimentos que se multiplicaron por cuatro en el mercado negro y el cierre de bares y locales nocturnos, los negocios más boyantes como gastronomía, hostelería, taxis, peluquerías y gimnasios sufrieron afectaciones severas. En los diez meses que lleva la pandemia, el régimen no ha concedido ninguna ayuda financiera a los particulares. Sin embargo, a las descapitalizadas empresas estatales, que generan pérdidas millonarias, el Estado les asignó 18.000 mil millones de pesos. En un año, un 40 por ciento de los cuentapropistas han entregado sus licencias. De los 625 mil existentes, la cifra ha bajado a poco más de 400 mil.
Oneida piensa probar suerte otra vez, pero no en un paladar. “Cualquier restaurante que se respete tiene que tener una carta con veinte o treinta platos, algo que se dificulta mucho por la escasez de alimentos. Quiero abrir una cafetería sin grandes pretensiones, vendiendo empanadas de guayaba, pan con mayonesa y refresco instantáneo. Subieron los salarios, pero nadie está dispuesto a pagar una comida que te cueste dos mil o tres mil pesos. Y para ser rentable, hay que tener en cuenta que debido al tarifazo eléctrico y los elevados costos de los alimentos, los precios se dispararán”.
Guillermo, dueño de una casa que alquila habitaciones, considera que las secuelas del Covid-19 se pueden superar, que en algún momento los índices económicos volverán a la normalidad y regresarán los turistas. «Pero el gran problema de Cuba es la competencia desleal del gobierno. Les molestamos. Y de un manotazo nos apartan, divulgando en la prensa redadas policiales contra emprendedores privados o afirmando que ponemos precios abusivos, cuando ha sido el Estado el que ha impuesto precios entre cinco y quince veces más altos. Nosotros solo podemos triplicar los precios, de lo contrario violamos la ley. El Estado no se esconde. Privilegia a las empresas estatales”.
Yoel, propietario de una cafetería, considera que la Tarea Ordenamiento y la feroz crisis económica, afectan a los negocios privados más rentables. “El plan del gobierno es sepultarnos utilizando tácticas financieras. Al no poder pagar los mismos salarios, pues nosotros pagamos según los rendimientos, muchos de los empleados privados se irán. Su estrategia es que el desabastecimiento y los precios topados que nos quieren imponer nos obliguen a cerrar. Los pocos negocios privados que quedaran en el futuro, serán los de llenar fosforeras y arreglar zapatos o sombrillas”.
Osmany, dueño de un negocio que repara equipos informáticos, piensa que el “régimen está aprovechando la actual coyuntura para liquidarnos. O al menos menguarnos económicamente. No les interesa impulsar las PYMES, de la cual han hablado, pero no han creado un marco jurídico”. Remberto, propietario de una paladar, tampoco es muy optimista. “Superar este golpe va ser complejo, porque a la pandemia y la crisis económica se suma una maniobra solapada del Estado para minimizar el trabajo por iniciativa propia”.
Si en algo coinciden los dueños de negocios particulares, es que el experimento del gobierno de otorgarle protagonismo a las empresas y servicios estatales está condenado al fracaso, por la mala calidad de su oferta y su servicio. Nunca funcionaron. Ahora no tiene por qué ser diferente.
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