Por Iván García.
2020 siempre será recordado como el año del surgimiento del Covid-19 en China. Aunque probablemente un mes antes, en diciembre de 2019, en la ciudad de Wuhan, una urbe de once millones de habitantes a orillas del río Yangtsé, los primeros pacientes chinos estuvieron expuestos a una nueva mutación del virus causante del síndrome respiratorio agudo. Para el mes de enero, el nuevo virus estaba tan extendido que los mandarines del Partido Comunista pusieron en cuarentena a la ciudad. Todo esto con la mayor discreción, manipulando y ocultando información. Se supone que un mercadillo de Wuhan, donde se vendían animales vivos, fue el escenario donde el virus se trasmitió a los seres humanos.
En febrero llegó el Covid-19 al norte de Italia y se propagó con una velocidad alucinante por el resto de Asia, Europa, América Latina y África. En diferentes oleadas la pandemia ha causado en once meses más de un millón 700 mil fallecidos y más de 81 millones de contagiados.
El seguimiento del coronavirus por parte de la prensa estatal cubana, aliada de Pekín, fue trivial, sesgado y con un elevado ingrediente de fake news. Los medios administrados por la dictadura más longeva del hemisferio occidental, destacaban la proeza de las autoridades sanitarias y políticas de China y la eficacia de un interferón producido por los laboratorios biotecnológico de Cuba en la cura del Covid-19.
La prensa y funcionarios cubanos aseguraron con tanto énfasis que la Isla tenía un remedio mágico para enfrentar a la pandemia, que en el mes de marzo el Ministerio del Turismo anunciaba con bombo y platillo su temporada turística veraniega, asegurando que el sol, las playas y la reconocida calidad de los servicios médicos del país eran un antídoto perfecto para enfrentar al coronavirus.
El 11 de marzo aterrizó el virus chino en Cuba. Dos semanas después, las autoridades decretaron el confinamiento, uso obligatorio del nasobuco (mascarilla) y la suspensión del curso escolar. Se cerraron las fronteras al turismo y los viajes de los cubanos residentes en Estados Unidos fueron cancelados. La economía y la producción se frenaron en seco. El coronavirus fue un catalizador que acrecentó la indigencia económica y el desabastecimiento general. Una auténtica tormenta perfecta.
Desde finales de 2018 la frágil economía insular hacía agua por todas partes. La bestial crisis económica e hiperinflación en Venezuela repercutía con fuerza en Cuba. En los tiempos de vacas gordas, la dictadura de Miraflores entregaba al régimen de La Habana más de cien mil barriles diarios de petróleo, acompañado por un cheque con nueve mil millones de dólares por la prestación de servicios médicos.
Era la etapa que el barril costaba más de cien dólares. Llegaba tanto combustible que Cuba ocupó el lugar 37 entre los países exportadores de petróleo, pues reexportaba parte del diesel que Venezuela nos vendía a precio de saldo. Pero llegaron las vacas flacas. El dinero se evaporó o fue a parar a paraísos fiscales. En 2019, al disminuir la entrega de petróleo y subsidios venezolanos, la autocracia isleña se vio obligada a reducir a la mitad la importación de alimentos y materias primas.
Ya para esa fecha, en la Isla gobernaba Miguel Díaz-Canel, un grisáceo funcionario del Partido Comunista elegido a dedo por Raúl Castro para presidir la república. Díaz-Canel generó expectativas en Occidente. Era la etapa post Obama, del restablecimiento de relaciones con Estados Unidos y de estadounidenses famosos recorriendo las destrozadas calles de La Habana e inclusive Hollywood rodó escenas de un filme de acción.
Los empresarios militares, como si fueran jeques de Qatar, invertían en la construcción de hoteles y campos de golf destinados al turismo. Se calcula que entre 2010 y 2019, en el sector del ladrillo y el ocio se gastaron alrededor de 19 mil millones de dólares. Casi dos veces el PIB local. La casta verde olivo, que sustituyó sus charreteras por guayaberas blancas, se consolidó como un gobierno paralelo. Nadie los fiscaliza. Solo rinden cuentan a Raúl Castro.
Algunos analistas creían que Díaz-Canel sería una especie de Gorbachov caribeño. Un intermediario eficaz con la misión de sepultar el mito de la revolución de Fidel Castro. Un reformista. Un análisis errado. Díaz-Canel fue un continuador del disparate castrista. En septiembre de 2019 se decreta una ‘situación coyuntural’, un nuevo período especial. Se anuncian recortes económicos y la mayoría de los reglones productivos inician su caída libre.
Ya en enero de 2020 los vaticinios eran de miedo. Casi todas las cosechas agrícolas y elaboración de alimentos decrecían. La llegada del Covid-19 en el mes de marzo agudizaría aun más el desabastecimiento de alimentos, artículos de aseo y medicinas. Escaseaba de todo. Se multiplicaron las colas en Cuba. Fuera para comprar pan o un racimo de plátanos burros, a la gente se le iba de 50 a 60 horas mensuales haciendo colas. La carne de cerdo y el pollo, de las pocas proteínas que consumen los cubanos, elevaron sus precios en el mercado negro. De 20 pesos la libra, el pollo aumentó a 40 y 50 pesos. La carne de cerdo, un medidor de cómo marcha la situación financiera en el país, de 35 pesos la libra en 2019, se disparó a 55, 70 y 90 pesos en 2020.
A las penurias cotidianas se sumó el confinamiento provocado por la pandemia, el acoso y medidas punitivas del régimen a las personas que vendían alimentos y otros insumos. Los operativos policiales contra lo que el Estado considera ‘enriquecimiento ilícito, malversación y precios abusivos’ condujeron a la detención y proceso penal de más de tres mil ciudadanos. En medio del Covid-19, las autoridades de todo el país realizaron juicios ejemplarizantes por mal uso del nasobuco o infringir las normas del confinamiento, con multas de dos mil y tres pesos o sanciones a un año de privación de libertad.
Cuando todavía el virus surgido en Wuhan no había llegado a Cuba, pero ya con el inicio de una feroz crisis económica que ha generado un amplio descontento popular, la Seguridad del Estado había desatado una oleada represiva contra opositores, activistas y periodistas independientes. José Daniel Ferrer, ex prisionero de la Primavera Negra de 2003, estuvo seis meses en una cárcel en Santiago de Cuba. Gracias a la prisión internacional se le sustituyó por arresto domiciliario. A principios de 2020 fue encarcelado en un penal de La Habana el artista visual Luis Manuel Otero, líder del Movimiento de San Isidro. La reacción en el sector artístico e intelectual no se hizo esperar. Después de que más de cuatro mil personas firmaron un documento pidiendo su libertad, Otero Alcántara fue excarcelado el 13 de marzo.
Con la llegada del coronavirus a Cuba se acrecentó el confinamiento forzado y la represión selectiva. A periodistas independientes, youtubers o simples ciudadanos se les impuso multas de dos mil pesos por reflejar sus criterios en las redes sociales o publicar fotos de aglomeraciones y riñas callejeras. Amparados en el Decreto-ley 370, y con el patrocinio del Ministerio de Comunicaciones, la Seguridad del Estado multó a más de 30 reporteros sin mordazas, yotubers y cubanos de a pie. La periodista Camila Acosta lideró una propuesta en contra del 370 y a favor de no pagar lo que consideraba una multa injusta e ilegal.
La represión también afectó a la población, sobre todo en los barrios pobre y mayoritariamente mestizos de la Cuba profunda. El 24 de junio fue ultimado con un balazo disparado por un agente del orden en Guanabacoa, al sureste de La Habana, Hansel Hernández, joven negro de 27 años que estaba desarmado. Las autoridades lo acusaron de robo. En la carrera para detenerlo el policía le disparó por la espalda. Este suceso provocó protestas de activistas de derechos humanos. Entre el 29 y 30 de junio la policía política detuvo a 78 disidentes de manera arbitraria y 146 activistas fueron sitiados en sus domicilios para impedir una demostración pública en solidaridad con la familia Hansel Hernández.
También transcendió el caso de Yamisel Díaz, 32 años, baleado por la policía en la provincia de Artemisa, en la madrugada del 5 de julio acusado de hurto y sacrificio de ganado. Un mes antes, en junio, en el poblado de Calabazar, al sur de la capital, un joven acuchilló a un policía y luego de robarle el arma hirió a otro agente. En febrero, en un reparto de Santiago de Cuba, a 950 kilómetros al este de La Habana, los vecinos intentaron linchar a un presunto violador de una menor de edad. Dos meses después, en abril, la prensa independiente denunció la violación de dos adolescentes por dos policías en estado de embriaguez en el municipio habanero de Marianao.
La represión de las autoridades contra la disidencia pacífica alcanzó récords históricos (Cuba es el único país del hemisferio occidental donde la oposición política es ilegal). Según fuentes de la disidencia interna, el número actual de presos políticos es de 137, de los cuales 77 son considerados prisioneros de conciencia por Amnistía Internacional.
Uno de los casos más notorios de represión y violación del debido proceso fue la detención, el 9 de noviembre, del músico urbano Denis Solís, posteriormente condenado a ocho meses de prisión por un supuesto delito de desacato. La detención arbitraria de Solís desató una campaña de protesta y una huelga de hambre convocada por miembros del Movimiento San Isidro (MS), que concluyó con el arresto de varios activistas, el 26 de noviembre.
Al día siguiente, el 27 de noviembre, un grupo de artistas, periodistas independientes y miembros del MSI se presentó en la sede del Ministerio de Cultura, en la barriada del Vedado, para pedir un diálogo con el ministro. A las pocas horas los demandantes eran más de 500. Centenares de agentes de la Seguridad del Estado, policías y boinas negras acordonaron la zona y utilizaron gas pimienta para impedir el paso de personas a la zona.
Tras más de doce horas de espera, el viceministro Fernando Rojas, por vez primera en la historia de la dictadura, recibió a una treintena de intelectuales y periodistas libres. Lo que parecía el inicio de un proceso de diálogo, se convirtió en una artimaña del régimen para ganar tiempo y desmontar la protesta. Después del 27N, las autoridades desataron un gigantesco operativo para impedir que decenas de disidentes salieran de sus casas. Paralelamente, la prensa oficial desató una feroz campaña de descrédito, cuyo propósito es evitar que los reclamos de intelectuales disidentes cuenten con el apoyo de pesos pesados de la cultura nacional y la simpatía de un amplio segmento de cubanos.
El descontento de la población contra el gobierno de Díaz-Canel es palpable. La gota que ha colmado el vaso es la implementación de la llamada Tarea Ordenamiento, un aumento generalizado de salarios y precios, entre ellos las tarifas eléctricas. Una ‘tarea’ que ha sido diseñada por el régimen para estimular la productividad de las empresas estatales, y que muchos consideran un paquete de medidas neoliberales. Capitalismo africano a pulso.
Aunque el cacareado ordenamiento monetario no entra en vigor hasta el 1 de enero de 2021, ya ha provocado una gran antipatía en amplios sectores de la ciudadanía. Nunca una subida de sueldos ha sido tan impopular en Cuba.
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