viernes, 22 de enero de 2021

Allende, el suicidio y la posverdad.

Por Rafael Rojas.

Beatriz Allende habla en el homenaje póstumo a su padre en La Habana el 28 de septiembre de 1973.

En "Beatriz Allende. A Revolutionary Life in Cold War Latin America" (University of North Carolina Press, 2020), Tanya Harmer se detiene en una escena que resume la disputa por el relato de la Guerra Fría latinoamericana. Luego del brutal golpe de Estado contra Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973, la familia del presidente partió al exilio. Hortensia Bussi, viuda del socialista derrocado, e Isabel, la hija menor, se establecieron en México. Beatriz, la más cercana a su padre, y Miria Contreras (la Paya), amante y secretaria particular de Allende, se radicaron en La Habana.

Cuenta Harmer que en las semanas que siguieron al golpe se estableció una sutil rivalidad entre el México de Luis Echeverría y la Cuba de Fidel Castro por las honras fúnebres de Allende. La Habana se impuso rápidamente, al organizar una gran conmemoración el 28 de septiembre de 1973, aprovechando el aniversario de la creación de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). La historiadora de la London School of Economics dice que, inicialmente, Hortensia Bussi no quería viajar a La Habana por desconfianzas o recelos, además de su natural enojo por la presencia de Contreras, pero sus hijas la convencieron.

Dice Harmer que una primera prueba para Beatriz, embarazada de su segundo hijo, en La Habana, fue enfrentarse a la versión oficial cubana de que su padre había muerto en combate. La tesis había sido sostenida poco después del ataque a la Moneda por Luis Renato González Córdoba (Eladio) y otros militantes chilenos y cubanos, pertenecientes al Grupo de Amigos Personales (GAP), una suerte de guardia presidencial creada por el gobierno de la isla. Cuando Beatriz le aseguró a Fidel que la información que disponía la familia apuntaba al suicidio, el mandatario no se inmutó.

El libro de Harmer sugiere que la tesis de que Allende había sido abatido se construyó en las horas posteriores al golpe por los aparatos de inteligencia cubanos. El objetivo de esa construcción mediática era desmentir la versión de la muerte de Allende, que comenzaba a manejar la dictadura de Pinochet, pero también eludir cualquier valoración ennoblecedora del suicidio. La estigmatización del suicidio, propia de la ideología y la psiquiatría oficial soviética y cubana, se proyectaba en aquel rápido montaje de una narrativa con todos los elementos de lo que hoy llamamos “posverdad”.

En la documentación privada, consultada por Harmer, hay elementos para sostener, como hace la historiadora, que Beatriz y su madre aceptaron a regañadientes el relato oficial cubano de la muerte de Allende. Ese relato comenzó a autorizarse desde el discurso de Fidel Castro, aquel 28 de septiembre. Luego de negar que la llegada al poder de Unidad Popular significase “el triunfo de una Revolución”, en contra de lo que el propio Allende argumentaba, una y otra vez, Fidel narró con lujo de detalles la caída del presidente chileno: un primer disparo en el estómago lo hizo inclinarse de dolor, un segundo en el pecho lo derribó y luego “ya moribundo fue acribillado a balazos”.

Gabriel García Márquez, en su libro Chile, el golpe y los gringos (1974), dio rienda suelta a la ficción. Allende, según el escritor, había muerto en un intercambio de disparos con los golpistas. “En un rito de casta”, los militares pinochetistas habían disparado en masa sobre su cuerpo. Ya muerto, según García Márquez, un oficial le había destrozado la cara con la culata del fusil. De acuerdo con la exhumación y la autopsia realizadas en 2011, la cabeza de Allende estaba destrozada porque se disparó con un fusil automático en el mentón.

En La novela como historia (2018), Eduardo Posada Carbó se ha ocupado del peso de la ficción en los apuntes históricos y la obra periodística de García Márquez. Aquel gusto por la hipérbole y la distorsión era compartido por su gran amigo Fidel Castro. No sólo las novelas, también las memorias y no pocas piezas periodísticas de García Márquez estaban plagadas de invenciones sobre las guerras civiles del siglo XIX, la “matanza de las bananeras” de 1928, el Bogotazo, las guerrillas o el narcotráfico.

Beatriz Allende junto a su padre.

Lo que se desprende de la investigación de Harmer es que el relato oficial de la muerte de Allende fue construido a sabiendas de que era falso. El suicidio, con tantos célebres antecedentes en la tradición republicana antigua y moderna y que en Chile remitía a una figura por la que Allende no ocultaba su admiración, José Manuel Balmaceda, no era para el socialista chileno ese acto de cobardía o debilidad que diagnosticaba el machismo soviético y cubano.

Beatriz Allende, que en el libro de Harmer aparece como una víctima de ese machismo en varios sentidos, también optó por el suicidio. Su abuelo materno y su padre habían sido suicidas; ella también lo sería. Su padre se había matado con el AK que le regaló Fidel Castro; ella con la Uzi que también le regaló Fidel Castro. Al día siguiente, 12 de octubre de 1977, Granma dio la noticia asegurando que la joven Allende, “víctima del fascismo”, había tomado una “decisión errónea”.

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