Por Vicente Echerri.
Cada vez somos menos los cubanos que nos acordamos -como experiencia consciente y vivida- de aquel 1º de enero de 1959 cuando se desplomó la república y entramos en la intemporalidad de la revolución castrista que dura hasta hoy. La mayoría de mis compatriotas ha nacido después y muchos de esos que nacieron después incluso ya se han muerto: 62 años son muchos años (62 años antes de aquel enero de 1959 mandaba en Cuba, con poderes omnímodos, Valeriano Weyler). Nuestra experiencia democrática duró menos de lo que ha durado la gestión tiránica con que estrenamos aquel año aciago, anno damnato dirían los romanos.
Me cuento entre los que se acuerdan (dudoso privilegio que me otorga la edad). Pese a que mi familia estaba, como tantas, dividida entre gubernistas y revolucionarios, yo no sentí la menor atracción por el desorden que emergió ese día en la vida cubana. Las turbas que descabezaban los parquímetros y asaltaban los casinos eran los heraldos de un desafortunado porvenir. Aunque el espíritu celebratorio era bastante general, yo sentí un rechazo invencible por todo lo que representaba y anunciaba. Ese día, con sólo diez años, me convertí en un irredimible reaccionario. Ese día empecé a echarle de menos a la Cuba que desaparecía. Los acontecimientos de estos últimos 62 años sólo han servido para reafirmarme ese sentimiento.
El asalto y toma de los poderes públicos por una banda de facinerosos, apoyados por gran parte de la ciudadanía, es un acontecimiento capital para marcar el hundimiento de nuestra nación. El colapso institucional que significó la renuncia y salida de Batista no ha sido suficientemente calibrado aún. Empresarios, profesionales, intelectuales y políticos (las llamadas “clases vivas”) intoxicados por una propaganda revolucionaria que había minado el pensamiento y conformado el sentir popular al menos durante el cuarto de siglo que antecede (1933-1958) creen convertirse en agentes de un cambio radical para el bien de toda la sociedad, cuando en verdad no desempeñaban otro papel que el de facilitadores de un secuestro colectivo para la puesta en marcha de un proyecto descabellado, cruel e ilegítimo que tendría por necesaria consecuencia la destrucción del país y el envilecimiento de su pueblo. Los cubanos -los que nos sentimos vinculados en vida y muerte al destino de la nación- nunca podremos dejar de lamentar el obsceno regocijo de aquel infausto año nuevo.
Han pasado más de seis décadas y Cuba -país que alguna vez fuera próspero y moderno- no ha hecho más que hundirse y retroceder, haciéndose cada vez más pobre, más caótico, más ineficiente, más arbitrario, no importa cuántas “políticas” pretenda ensayar la gentuza que lo manda desde 1959 y su intento de aplicar esa receta idiota y malvada que responde al nombre genérico de socialismo: irredimible ensayo de ingeniería social poseedor, por su propia naturaleza, de una suerte de toque de Midas negativo. A diferencia del fabuloso rey de Frigia, que todo lo que tocaba se convertía en oro, todo lo que el socialismo toca se convierte en mierda.
He ahí, pues, una insoportable dualidad: el reiterado fracaso institucional aplicado reiteradamente por un grupo de delincuentes que insiste en seguir mandando en un país que se cae a pedazos -de donde huyen los más aptos y donde medran los imbéciles obsecuentes- y su insistencia en conservar la mística de una revolución que nunca tuvo razón de existir. Hay que decir, alto y claro, que el régimen republicano que antecedió al castrismo era infinitamente superior a la basura con que intentaron suplantarlo; que Batista incluso (pese al golpe de Estado y a sus elecciones espurias, y del cual no habríamos tardado en salir) era mucho mejor que lo que vino después: este cáncer incurable que ha carcomido el tuétano de nuestra nación.
No sé si Cuba logrará sacudirse de esta plaga o si estará condenada a arrastrar una existencia marginal y miserable regida por una crápula gansteril. En cualquier caso, compete a todos los cubanos, a todos los que nos sentimos ligados a la historia, al presente y al porvenir de nuestra patria, ayudar a desmontar los truísmos en que se funda esta canallesca ficción. La revolución no fue un sueño traicionado por Fidel Castro. La revolución es esta pesadilla que han vivido los cubanos desde el 1º de enero de 1959. La revolución es la miserable entelequia que, en nombre de un proyecto delirante de redención social, impuso la servidumbre como regla de vida y el latrocinio como práctica de supervivencia.
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