lunes, 21 de junio de 2021

Se derrumbó un pedazo de mi vida.

Por José Ángel Pérez.

Derrumbe del solar a que se hace referencia en el texto.

Se dice que los cigarros en Cuba vuelven a estar normados, que en breve se venderán ocho cajas por consumidor. Eso se comenta ahora mismo, después de algo más de sesenta años desde aquel primero de enero de 1959; más de sesenta años y los fumadores ni siquiera hemos conseguido la tranquilidad de ganar un cáncer placenteramente. Sesenta y dos años y seguimos persiguiendo los mismos sueños, entre ellos el de vivir sin libreta de racionamiento, de morirnos como nos dé la gana; con los pulmones llenos de nicotina, con el hígado fulminado por el alcohol y exhibiendo ese tono amarillento de los que van a morir de cirrosis hepática, …pero ni siquiera eso se puede conseguir.

Se dicen muchas cosas, suceden muchas cosas, pero ninguna es buena y tampoco regular, ninguna de ellas resulta edificante, más bien sucede lo contrario, más bien se “desedifica”, más bien se derrumba, se tira al suelo. Y nada podría ser peor que esa noticia que recibí hace unos días, esa que me anunció el desplome de un solar habanero, y peor resultaría reconocer que ese solar que se vino al suelo fue aquel en el que viví durante muchos años en La Habana Vieja, aquel que, allá por el siglo XVIII, fuera una lujosa residencia en la que vivió, dicen, el Conde de Admiral.

Y también se dice que Amaury Pérez vivió allí, pero no el Amaury de prominente mandíbula, si no el padre, aquel Amaury que dirigió programas de televisión, cuando esa televisión era una reina muy distinguida en la América, cuando los comunistas aún no se habían adueñado de ella, cuando no la habían robado todavía, en aquellos años en el que, así dicen, el solar era un “cromito”, un lugar limpio y tranquilo aunque vivieran gentes muy pobres y de bajos recursos, como dicen los que prefieren el uso de eufemismos.

Confieso que la noticia me dejó triste y, más que triste, desconsolado, y hasta lloroso, tanto que no me pude resistir, casi nunca puedo, y escribí un texto que coloqué en mi muro de Facebook. Y es que duelen mucho los derrumbes, la “venida abajo” de una casa, aunque sean las breves piezas de un solar destartalado. Y es que las casas, aunque pobres, son una especie de país pequeño, algo así como un feudo, incluso un reino en el que, al menos con las puertas cerradas, uno vive como le da la gana, libremente.

Me dejó muy triste la noticia, y hasta lloré mirando esas imágenes que descubrí en Facebook, que recibí; y me recordé a mí mismo, recordé al joven recién llegado a La Habana desde provincia, recordé al muchacho deslumbrado con aquel reino citadino en el que encontré finalmente un sitio, mi sitio, mi reino, y todo gracias a los sacrificios de una abuela genial, amantísima.

Y la noticia me llevó a recordar mi vida en aquel solar de Aguiar entre Cuarteles y Chacón, tan cercano a esa iglesia del Santo Ángel en la que bautizaron a Martí, cercano también a la Catedral, cerca del puerto, de tantos sitios. Y miré esas fotos del solar, de esa casona que alguna vez estuvo tan cerca de la vida y ahora viviendo una muerte estruendosa. Reconocí esa muerte dolorosa, como antes la escapada definitiva de mi abuela tan querida, aquella abuela elegante a quien no le importó pasar sus últimos días en un solar si es que su nieto la acompañaba.

Lloré mirando las imágenes, el desparpajo que es un derrumbe, la caída de una casa, del mundo que es una casa. Y pensé en la vida que hice en aquel sitio, en los libros que allí escribí, y otra vez en mi abuela, y en mi madre, en algunos amigos, en los amores, en todo el que por allí pasó. Y recordando, homenajeando al viejo solar, a ese viejo país enfermo y estropeado que es un solar, volví a mirar a los que subían mis destartaladas escaleras, y sentí el toque en la puerta y abrí el postigo y di muchas bienvenidas, y un número casi infinito de abrazos, y conversé, conversé mucho, de incontables cosas, de sucesos inconfesables, al menos en público.

Y es que allí se vivió mucho, se vivió en grande, quizá por eso fueron tantos los que comentaron el post que escribí y que publiqué en mi muro de Facebook, creo que el más comentado de todos los que hasta hoy publiqué, y no fueron pocos los que se acongojaron con la noticia, con los recuerdos que despertara la noticia. Y es que aquel solar fue sitio de reunión para muchos escritores, para muchos amigos, y también fue sitio para amar, para “sexuar” para desahogarme y ser libre.

Vinieron a mi cabeza aquellas reuniones con Salvador Redonet, el amigo entrañable, el “narratólogo”; el profesor brillantísimo en el centro de mi pequeña sala, rodeado de jóvenes escritores, y otros no tanto, y algunos ya viejos. Recordaba todo eso mirando las imágenes del derrumbe, recordé aquellas reuniones en las que se hablaba de todo; de amores, de literatura, de política, de cualquier cosa, y también se bebía, se fumaba, y los discursos se tornaban exaltados, complicados, pero entrañables, como a veces puede ser la felicidad.

Y recordando me puse a hacer balance y volví a ver a muchos amigos escritores en mi solar, en mi pequeña pieza de solar. Y miré Redonet, el “negro retinto”, el catedrático que fue amado por toda mi generación de escritores, y por los que vinieron después. Volví a ver a María Elena Cruz Varela subiendo las destartaladas escaleras y luego sentada en un sillón, antes de que la encerraran en una cárcel, y también después de que saliera de la cárcel, y hasta recordé aquel día que me citaron para hacer una guardia del CDR, y dije que no podía, que tenía visita.

Recordé a mi madre llorosa, suplicante: “Haz la guardia mijo, haz la guardia!” Mi madre con una perreta porque dije que no haría guardia porque tenía visita, mi madre suplicando, advirtiendo que la visita que tenía era de una mujer que acababa de salir de la cárcel por enfrentar al gobierno. Y recuerdo a María Elena, Mariela le decíamos, asegurando a mi madre que ella era capaz de hacer la guardia conmigo si le prometía callarse, si dejaba de berrear por una guardia del CDR.

Y ahora aquel solar está en el piso, y hasta se dice que murió un hombre, al menos eso advierte el chismorreo, porque la prensa oficial no atendió al desplome y la noticia quedó escondida entre casos de la COVID-19 y estrategias para combatir al bicho chino. La noticia quedó opacada por “la nobleza del personal de la salud”, y también por la odisea que significa conseguir algo para poner en los calderos y luego en la mesa, pero yo recuerdo la vida del solar, y supongo la caída y también su muerte.

Supongo el desplome, el ruido que debió acompañar a la caída definitiva de aquella estructura levantada para un conde en el siglo dieciocho. Y volví a recordar el entra y sale de amigos. Y miré a muchísima gente subiendo las destartaladas escaleras. Veo a Damaris Calderón, a María Elena Hernández, Pedro de Jesús, Manuel Zayas, Ena Lucía Portela, Ernesto Pérez Chang, Alberto Abreu, Antón Arrufat, Reina María Rodríguez, Antonio José Ponte, Ricardo Alberto Pérez, Sigfredo Ariel, José Felix León, Abilio Estévez, y hasta a Teresa Melo recién despedida de la revista “Cúpulas”, en aquellos días en los que no se había convertido en una comunista “charco ‘e sangre”.

He visto a los ocupantes del solar y a sus pobrezas; miré a Herminia, la más vieja de las inquilinas, la más noble, la esposa del judío, la hija de aquel gallego y carpintero ebanista a quien encargaron gran parte del mobiliario de ese templo católico de la calle Reina, y la vi otra vez cargando cubos repletos de agua en la alta madrugada para cocinar, para bañarse al día siguiente y morir limpia, si es que se venía abajo el edificio. He visto mucho, he visto la miseria de tantos…

Y también recordé a Francisca, aquella matrona guantanamera que fue una de las últimas en llegar al solar. Y he vuelto a verla golpeando fuertemente, en la altísima madrugada, la puerta de mi casa. Francisca queriendo saber, a esa hora, si yo hablaba ruso. Francisca queriendo que yo auxiliara a sus muchachitas, que les advirtiera a un montón de marineros rusos que las acompañaban, que ellas cobraban, que no lo hacían por placer, que primero tenían que ponerse de acuerdo “en lo del pago”.

Y todo eso se vino abajo, se derrumbó el solar con todas sus historias, pero no sé todavía si aplastó también algunas vidas, algunos sueños y esperanzas. Y aquel solar ya no está. Ese breve país que es un solar se desplomó y alcanzó el suelo, y en unos días será solo tierra, y fango, como la vida de tantos cubanos, y es que Cuba es un triste solar tambaleante, Cuba es un país apuntalado que podría convertirse en tierra, en polvo, en fango, si es que no nos apuramos a apuntalarlo, para reconstruirlo luego, antes de que se venga abajo definitivamente ¡Pobre solar mío, pobre país mío!

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