Por Luis Cino.
Los conflictos del intelectual pequeño burgués metido a la cañona en la revolución fidelista afloraron obsesivamente en buena parte de la obra de Lisandro Otero, desde La Situación, de 1963, hasta El árbol de la vida, de 1990.
Excelente escritor, pero pedante, siempre envidiando y haciendo la guerra a Guillermo Cabrera Infante, Lisandro Otero, en medio de grandes mortificaciones y autoinculpamientos, intentó conciliar las contradicciones que lo devoraban con el servicio a los comisarios culturales del castrismo
En 1968, Otero escribió “Morder las bellas rocas”, un cuento donde se mezclaban el existencialismo y el realismo socialista a lo Manuel Cofiño, generosamente rociados con un contrapunto de lemas del mayo parisino y consignas castristas.
El cuento trataba sobre los conflictos morales de un intelectual, que se debatía entre la vida burguesa a la que estoicamente trataba de renunciar y “la construcción del socialismo”, esa frasecita que aludía al disciplinado acatamiento y entusiasta participación en cuanto disparate se le ocurriera al Máximo Líder.
Esos conflictos y las disquisiciones sobre ellos los dispara una rubia y bella amante, catorce años más joven, con la que se ve forzado a romper, no tanto porque sea una promiscua, con problemas existenciales dignos de una película de Antonioni, y a la que no puede seguirle la rima, sino porque, incapaz de comprender “nuestra voluntad de cambiar la vida”, es apática ante “las tareas revolucionarias”, y gusta de las revistas extranjeras, el jazz, las canciones de Aretha Franklin y de vez en vez, fumarse un pito de marihuana.
¡Horror! Había que terminar.¡Que catástrofe si los tan celosos de la moral revolucionaria compañeros del núcleo del Partido lo acusaban no solo de tarrúo, sino de andar con una desviada ideológica, y para colmo, marihuanera?
En definitiva, según explica el autor, siempre justificándose y a la defensiva de cualquier vigilante de la rectitud político-ideológica que pudiera asomarse, nunca se sintió en paz con ella, debido a “sus aires insumisos y su rebeldía permanente”.
Así, un domingo, antes de que amanezca, el escritor escapa del abrazo de la rubia, salta de la cama y para redimirse, se pone la ropa caqui y las botas rusas y se va al trabajo voluntario en la agricultura.
La ruptura con la chica queda aplazada para cuando regrese, lleno de fango y satisfacción por el deber cumplido, si la encuentra en casa, si es que ella no se complicó, en La Rampa, Coppelia o la Cinemateca, y se metió en la cama con otro.
Antes de montarse en el camión que lo conducirá al campo, proletariamente apretujado, el autor pasa revista a los inconvenientes que enfrenta: el motor del Ford que no responde, las guaguas siempre abarrotadas, los cubos de agua que hay que subir por la escalera cada vez que se rompe el motor que bombea el agua del edificio, el refrigerador que no enfriaba bien porque no conseguía el repuesto para cambiar la goma de la puerta, el calentador eléctrico roto que hacía que para bañarse en invierno tuviera que calentar el agua en la única de las cuatro hornillas de la cocina que funcionaba, “con lo que el baño se convertía en una ceremonia más complicada que una coronación medieval…”
Echó de menos el lumínico de neón de Firestone, pero enseguida recordó que “la energía que se consumía en aquella impresión artificial de prosperidad ahora se dedicaba a la construcción de escuelas”.
Como mismo a Roberto Fernández Retamar un trabajo voluntario le inspiró un poema, y a Silvio Rodríguez un domingo rojo una canción, Lisandro Otero, en “Morder las bellas rocas”, describe la felicidad que experimenta en el trabajo voluntario, sucio de tierra y sudor, derrengado, disfutando -él que siempre fue tan elegante y refinado- el almuerzo servido en bandeja de aluminio: chícharos, arroz y un trozo de boniato hervido.
¡Y todavía nos asombramos hoy con las ridiculeces que escriben Abel Prieto, Miguel Barnet, Teresa Melo, Iroel Sánchez y Víctor Fowler!
Plegados al castrismo, los corifeos de la UNEAC siempre han dado suficientes pruebas de que también los intelectuales pueden alcanzar niveles estratosféricos de aberración y masoquismo sin abochornarse.
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