Por Rafael Rojas.
En el expediente de Manuel Moreno Fraginals, que se preserva en El Colegio de México, se dice que al ingresar en la Maestría en Historia, en 1945, no había concluido los estudios de derecho en la Universidad de la Habana. Por la nota que le dedicó el historiador mexicano Andrés Lira, cuando falleció en Miami, en 2001, sabemos que tampoco acreditó todas las asignaturas de la maestría. Asegura Lira que en el expediente hay varias «reclamaciones» por «faltar a clases de Latín y no entregar trabajos sobre Paleografía». Y concluye Lira: «se nos figura que académicamente Manuel Moreno Fraginals optó por acreditar su calidad de historiador a título de suficiencia mediante obras de calidad». En realidad, se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad de la Habana en 1951.
Baste la noticia sobre la accidentada formación universitaria de Moreno para relativizar la correspondencia entre desempeño académico y calidad intelectual, pero también para ofrecer indicios de su tensa relación con el mundo universitario. Moreno fue desde muy joven un historiador profesional, pero durante buena parte de su vida no fue un académico. En los años cincuenta y sesenta, cuando estuvo más involucrado en su gran investigación sobre la economía de plantación azucarera esclavista, en los siglos XVIII y XIX, no ocupó puesto fijo en ninguna universidad, fuera de la breve estancia en la Universidad de Oriente. Trabajó, eso sí, en la Cervecería Caracas de Venezuela, en Radio Junín, en la empresa publicitaria Los Molinos y en el Ministerio de Comercio Exterior de Cuba.
En los setenta, cuando apareció la edición definitiva de El Ingenio y su reconocimiento académico internacional comenzó a crecer, la hostilidad de buena parte del gremio oficial de historiadores e ideólogos cubanos lo llevó a refugiarse en la cátedra de Cultura Cubana del Instituto Superior de Arte. Esa marginalidad dentro de la vida académica habanera de la Guerra Fría se refleja en ciertas rarezas o peculiaridades de Moreno como historiador, que hoy se nos presentan como gestos de resistencia a un campo intelectual cerrado.
Hay marcas en la composición textual de El Ingenio que pueden leerse como testimonios de aquella resistencia. Especialmente, en las notas al pie y en las glosas bibliográficas finales. Tanto el lenguaje, que en el cuerpo del texto estaba muy lejos de cualquiera de las dos ortodoxias ideológicas que se alternaban en Cuba —el marxismo leninista y el nacionalismo revolucionario—, como el campo referencial de las notas al pie remitían a otros ensayos e, incluso, a otros libros posibles dentro de El Ingenio.
Cito de la edición de Crítica, Barcelona, de 2001, prologada por Josep Fontana, pero me consta que las notas que mencionaré también aparecen en la edición definitiva cubana, en tres tomos, de Ciencias Sociales en 1978. Una de las primeras sorpresas que se lleva el lector, en la nota tercera del capítulo inicial, es que el historiador no sólo cita a teóricos de la economía o a historiadores del azúcar sino que intenta biografiarlos y valorarlos en pocas líneas. Así, echa mano del juicio del marxista «Pierre Vilar» para afirmar que la Historia del análisis económico (1954) del austriaco Joseph A. Schumpeter «debe ser un libro de cabecera para todos los historiadores».
Muy pronto vuelve a sorprender Moreno en ese primer capítulo, cuando, como si nada, cita a Hugh Thomas tres veces seguidas. Es cierto que lo hace después de citar Karl Marx y a Eric Williams, pero es difícil no reparar en que en La Habana de 1978, autorizar como fuente bibliográfica a Hugh Thomas era algo equivalente a confraternizar con el enemigo. A la vez que se daba lujos, como citar a Irene Wright, Moreno no dejaba de ser generoso con contemporáneos suyos, como Julio Le Riverend, con quien tuvo más de una rivalidad. En el ensayo La Habana. Biografía de una provincia (1960) de Le Riverend encontraba una refutación óptima del relato pseudomaterialista del feudalismo agrario cubano.
Además de la heterodoxia, las notas al pie ofrecían al ensayista la posibilidad de liberar la prosa. Allí está la memorable nota 12 sobre Jonathan Swift y Daniel Defoe en la que protesta porque en las versiones populares, para niños y jóvenes, de los Viajes de Gulliver y Robinson Crusoe, desaparecen las críticas del primero al capitalismo inglés y las alabanzas del segundo al sistema colonial y esclavista antillano. Con perspicacia, dice Moreno que esa distorsión de las biografías de ambos escritores británicos se reproduce especialmente en el Tercer Mundo, donde, siguiendo al psicoanalista de la contracultura Norman O. Brown, observa una infantilización de textos críticos europeos que reafirman el colonialismo por otras vías.
Más conocidas son las notas en que hizo uso de poemas anónimos aparecidos en el Papel Periódico o el Criticón de La Habana para describir los procesos de blanqueamiento en la crónica social o el avance del lenguaje técnico del capitalismo industrial entre la sacarocracia criolla. Siguen deslumbrando por su calidad literaria los capítulos que dedicó, en la sección sobre «Trabajo y sociedad», al sexo y la producción, al funche, las esquifaciones y el barracón, a los Hipócrates negreros y al habla de esclavos y cimarrones.
Las notas al pie y los comentarios bibliográficos finales son también el espacio textual en que Moreno practicó su propia dialéctica de la tradición. El libro estaba dedicado a Raúl Cepero Bonilla, «presente en la ausencia», pero a otros historiadores y pensadores cubanos, que también admiró como Francisco de Arango y Parreño, José Antonio Saco, Ramiro Guerra o Fernando Ortiz, no dejó de criticarlos sutilmente. De Arango escribió que había planteado «con increíble anticipación los problemas fundamentales del subdesarrollo, la dependencia colonial y el intercambio desigual», pero también que sus escritos «a veces eran de un cinismo sin límites».
A Saco lo trató de un modo menos complejo que en su gran ensayo previo. Dio la razón a Ramón de la Sagra en la famosa polémica entre ambos y reiteró la acusación de que Saco alteró documentos y estadísticas sobre la trata negrera y la plantación esclavista en Cuba. A Guerra, de quien había prologado muy elogiosamente Azúcar y población en las Antillas, en la edición de Ciencias Sociales de 1970, le cuestionó que «ideológicamente rescataba los valores positivos de la antigua sacarocracia cubana, de la cual fue último vocero». Finalmente, de Ortiz, dijo Moreno: «muchas de sus afirmaciones son brillantísimas y sugerentes: otras muchas no resisten el menor análisis crítico». En la edición de Crítica, Barcelona, se altera la frase por error o por humor: «no resisten el menor análisis céltico».
Con aquellas herejías en sus notas al pie, Manuel Moreno Fraginals ofreció una vía para lidiar desde el marxismo crítico con una tradición intelectual nacional en el Caribe. En Cepero Bonilla admiró su «ruptura con las interpretaciones de la historia tradicional», pero tampoco comulgó con quienes llamaban a deshacerse de un legado intelectual que había moldeado la modernidad cubana. «Modernidad», por cierto, un concepto que recorre amplias zonas de El Ingenio, con todas las ambivalencias y tensiones que le son propias dentro del mejor pensamiento marxista latinoamericano.
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