jueves, 15 de abril de 2010

Desmemorias del Mariel.

Por Orlando Luis Pardo Lazo.

Todos mis amigos y amores de infancia se fueron por el Mariel. Julio César, Willy, Yanira, Sujayla, ¿quién me hubiera dicho en nuestra aula del siglo y milenio pasado que nunca los iba a olvidar?

Yo tenía ocho años y vivía en la misma casa de madera que hoy, en Lawton. Matutino tras matutino, durante semanas, gritábamos consignas crispadas en el patio de la escuela primaria Nguyen van Troi. Matutino tras matutino cada mañana éramos menos los que coreaban. La población pioneril se encogía a una velocidad de pánico. Las filas estudiantiles enflaquecían. Al final de aquel indecente curso docente 1979-1980, el himno resonaba apenas en un hilo de voz. La "escoria", estadísticamente, nos había ganado.

Frente a la ferretería de Calle E, durante más de una década los huevazos lanzados contra la planta alta resultaron de mejor calidad que la pintura socialista de entonces. De hecho, hasta mediados de los años 90, el chorreo proteico de aquellas albúminas abusivas siempre salía a flote sobre la fachada, como una culpa mal llevada en el subconsciente arquitectónico del barrio. Todavía recuerdo los gritos y el tumbao de las latas usadas como percutores, que llegaban como una marea mortal hasta mi cuarto, a más de dos cuadras de allí (por suerte, mis padres me prohibieron asistir ni siquiera como testigo).

De mi familia, sólo un primo del campo se fue. Los policías rurales prácticamente lo forzaron bajo amenaza de no salir más de prisión, al parecer por cuentas pendientes de trapicheo con res. Francisco, se llama. "Se ñamaba", porque nunca más volvió a Cuba. Su madre (una tierna tía que aún sobrevive en un central en ruinas al sur de La Habana) nunca lo ha vuelto a ver. Francisco y la muerte. Parece un chiste, pero es criminal.

Los rumores rodaron, como las cabezas. Un padre de familia azuzado pisó el acelerador del carro en su garaje y atropelló a la turba que lo repudiaba, sólo para que un militar le diera un tiro allí mismo, en presencia de sus familiares. Parece Tarantino, pero es tétrico. Y, aún siendo tan aficionados al guión gore, a ningún "joven realizador" en Cuba le entusiasma filmar esta tragedia vivida o inventada. En definitiva, son cosas de un pasado demasiado pesado para sus estéticas de corte post.

En 1980 diríase que no existían las cámaras personales (nuestra cultura civil de entonces no era mejor que la de 1880). De varios meses de oprobio, se filmaron escasas horas, de las que sólo minutos se han hecho públicos incluso en el siglo XXI. A la vuelta del tiempo, los testimonios se trocan. La verdad deviene inverosímil. Cuba confunde. La mayoría de los veinteañeros que conozco tendrían que buscar en la Enciclopedia Encarta la fecha del éxodo de un Microsoft Mariel, cuando Cuba sacrificó de su censo a más de cien mil cubanos (holocausto de la catapulta).

La madre de otro vecinito se fue un mediodía y lo dejó almorzando (gratis) en la Nguyen van Troi: el padre se negó a darle autorización y ella prefirió abrirse camino sola, para después sacar a la prole cuando las aguas bárbaras cogieran su nivel (el tsunami les duró diez años, pero hoy todos están reunidos en EE UU).

Recuerdo que se los llevaban tarde en la madrugada. Uno oía a sus padres oír a esos autos misteriosos con cuya visita la cuadra y la ciudad y el país se nos terminaban. Uno sentía miedo y envidia de la aventura súbita que llegaba tras las pedradas (un vecino nonagenario aún guarda las que aterrorizaron a una nieta de mi edad). Uno pensaba que tal vez el terror no fuera un precio tan alto para un pasaporte en plena Revolución. Uno era un marielito metido en el closet.

De los periódicos, recuerdo una nota diaria que apuntaba los barcos que habían zarpado y los que aún quedaban en la bahía del Mariel. Los eternos apostadores de Lawton jugaron una suerte de lotería clandestina con esos números. Es posible que mi padre haya ganado algún dinero en ese trance. Dolor y azar. Oportunidad y desidia. Ignorancia e inquina. Funeral y familia. Esa pasta patria nos constituye mejor que cualquier Constitución democrática o demacrada.

Como venganza mínima, no pocos vecinos defecaron en pomos que dejaban escondidos al abandonar sus casas. Con los días el hedor también entraba hasta mi cuarto: "peste a rata muerta", es la frase que conservo de mi madre. En los años 60, la clase medio alta cubana escondía joyas y títulos para venir a recuperarlos enseguida, cuando el ejército norteamericano se cansara de jugar al comunismo Made in Cuba. En 1980, el proletariado remanente en la Isla escondía literalmente una herencia de heces: mierda al por menor como boleta de cara al Estado.

No quedé traumatizado en absoluto por la experiencia en carne ajena de la miseria del Mariel. No dejé de jugar jamás. Quedábamos incontables cubanitos para los éxodos (con o sin actos de repudio) que aún vendrían: para crear crisis basta con una administración demócrata en Washington y con manipular un tin nuestro innato descontento popular.

Sin embargo, es cierto que a veces me comporto como si todavía tuviera ocho años. Como si todos mis amigos y amores (no sólo de infancia) fueran ya irrecuperables. Como si el Síndrome de Julio César-Willy-Yanira-Sujayla fuera un caso incurable. Por más que finjo cierto estilo de adultez mental, mi corazón no madura en un contexto que se torna cada época más duro: inclemente (elogio de la impiedad). Por más que presumo de buena fe, igual uno sospecha que Cuba sería capaz de sacrificar de su censo a más de cien millones de cubanos ("no uno, sino mil Marieles", podría ser la política apocalíptica actual).

No me fui por el Mariel. Esa demora renueva mi estatus de marielito interior y, de paso, me salva de todos los lugares comunes que la historia y la literatura cubanas han vertido sobre una macro-migración mitad espontánea y mitad estrategia. Hace rato que, en tanto autores, hemos dejado al ajedrez del Mariel en manos de un Estado autoritario cuya narrativa es muda o mendaz. Si bien a estas alturas ya nada complacería al Lector Nuevo, que pasa sin preocuparse por estas páginas perdidas del diario de nadie.

Y puede que la mayoría de los veinteañeros que conozco tengan, sin saberlo, su toque de razón: es mejor que nuestros fósiles fétidos no contaminen el futuro; sólo los huesitos blanqueados serán higiénicos en el museo de nuestra memoria nacional.
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