Por Frank Rodríguez.
Al ritmo de un mariachi se despidió Miami de la que en Cuba hubiese sido la mayor artista de su época.
De no ser por Castro, el velorio de Olga Guillot hubiese sido frente a la estación de televisión CMQ en la Funeraria Caballero. La fila de sus fanáticos para darle su último adiós daría la vuelta en serpentina por varias cuadras de La Rampa hasta el Malecón.
El velorio hubiese sido transmitido en vivo en cadena nacional por todas las emisoras, CMQ, CMBF y la treintena de otras emisoras que en medio siglo hubiese creado la empresa privada y libre. La cantidad de coronas de flores que hubiese recibido de artistas y empresarios cubanos llenaría varias carrozas camino al Cementerio de Santa Ifigenia, done yace José Martí, la familia habiendo elegido el regreso de Olga a su natal Santiago.
En todas las capitales de provincia se recibiría el féretro en la plaza de la ciudad llevado a la iglesia bajo el repique de campanas en espera de que el obispo local se uniera al dolor de los feligreses que hubiesen dejado sus empleos con tal de ser parte de la historia.
En todas las estaciones de radio se estuviesen tocando sus éxitos por varios días y en las de televisión se recibirían a sus colegas haciendo relatos de giras, grabaciones y actuaciones.
Pero Olga Guillot no sería Olga de Cuba. El pueblo cubano no sabría de su patriotismo ya que no hubiese tenido que hacer gala del mismo. No le hubiese sido necesario sacrificarse por sus ideales. Nunca le hubiesen quitado su casa ni sus propiedades. En fin, Olga misma no sabría nunca lo que es salir de su patria con una bebé en manos ni hubiese experimentado el dolor de un exilio. Olga sería, en resumen, un ser humano menos humano, no sería tan buena como fue. No hubiese podido ayudar a compatriotas llegados a México con una mano adelante y otra atrás. No se hubiese enfrentado a los agentes de Castro en México. No hubiese usados los micrófonos para acusar ante al mundo a los que estaban acabando con su Cuba.
Y así seríamos todos los exiliados. Viviríamos en Cuba ajenos e insensibles al dolor de los que en otras latitudes sufren bajo tiranos, como viven insensibles los pueblos del mundo nuestra tragedia. Los boleros de Olga los escucharíamos bajo la brisa de la concha del Club Náutico de Marianao, o en el salón Arcos de Cristal del Tropicana. Las sensuales letras de sus canciones encajarían plenamente en la cultura fácil y relajada de nuestra isla tropical llena de sol y de mar. Y es muy posible que los venezolanos tampoco conocieran el exilio y nadie se pudiera imaginar que pudiera haber un soldado cubano en Angola y muchos menos en Yemen, Etiopía o Vietnam. Y los turistas nicaragüenses llegarían a La Habana sin imaginarse un exilio en Miami y los cubanos no sabrían lo que es la Tarjeta Blanca ni la Cartilla de Abastecimiento. Desde luego sería algo muy raro, algo inconcebible, que sus discos y su nombre pudiesen ser vetados en su suelo natal.
Pero no fue así. Y Olga le tuvo que cantar a su exilio: Yo no concebía, cómo se quería, en tu mundo raro, y por ti aprendí. Este mundo raro que nos ha tocado vivir, donde hemos aprendido muchas cosas, pero la mejor es que somos todos mejores seres humanos por las dolorosas experiencias que hemos sufrido.
No es un logro menor.
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