Por Generación Y.
Compró una caja de cigarros fuertes aunque no fuma, una bolsa de tela para mandados a pesar de que llevaba otra consigo y dos aburridos ejemplares de Granma de un mismo día. Lo hizo para ayudar a esos viejitos de cuerpos temblorosos y ojos enrojecidos que venden infinitas menudencias en las calles de La Habana. Gente con las piernas trabadas por la artrosis, el bastón completando su desgarbada anatomía y el pelo encanecido por los años. Ancianos y ancianas lanzados al mercado informal exhibiendo su magra mercancía en los portales de las avenidas Reina, Galiano, Monte y Belascoaín. Septuagenarios obligados a revender su cuota normada de alimentos –cada vez más reducida– y abuelitas de rostro triste que comen gracias a los caramelos o los cucuruchos de maní que ellas mismas ofertan a la salida de las escuelas.
Miles de viejitos cubanos han tenido que volver -al final de sus vidas- a una jornada laboral, esta vez marcada por la ilegalidad y el riesgo. Manos que se estremecen por el Parkinson muestran golosinas azucaradas en las paradas de los ómnibus y rostros arrugadísimos nos miran mientras dicen que tiene cuchillas de afeitar a sólo cinco pesos. Sus pensiones son extremadamente bajas y el merecido descanso que proyectaron tener se les ha convertido en días agitados escondiéndose de la policía. El sistema que ayudaron a edificar no puede proveerlos hoy de una vejez digna, no logra evitarles la miseria.
Desgarbado y arrastrando los pies, aquel octogenario de la esquina pregona que tiene esponjas para fregar y tubos de cola loca que lo pegan todo. Una muchacha pasa y comprueba el contenido de su monedero, no le alcanza ni para lo uno ni para lo otro, pero mañana regresará y para aliviarlo le comprará algo, así sea uno de esos periódicos nacionales que sólo publican rostros de ancianos felices y satisfechos.
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