Los organizadores colocaron a la reciente emigración nacional de las siete fronteras centroamericanas y de las balsas tardías del raulismo (el verdadero exilio cubano escucha, si es que aún escucha algo más que el escalofriante entrechocar de huesos de su propia y amarga extinción, a Rolando la Serie, a Paquito D´Rivera, a Lecuona o puede que, en el colmo del desamparo, a Ignacio Cervantes, pero nunca reguetón, un fenómeno distintivo del ejército de residentes nonatos que al año y seis meses promedio están cargando con los bultos de otro y aterrizando de mulas en La Habana) en una tormentosa encrucijada. A quince pesos la hora, pongamos, Yomil y El Dany les piden a sus seguidores que entreguen una semana y media de trabajo a cambio de una silla VIP.
La gente sabe que les están pagando con tiempo, con mucho tiempo, a dos muchachos que no serían nada si no fuese por ellos mismos, los fans de Miami, puesto que los fans de Cuba no dan demasiado dinero ni posibles contratos con Sony, y saben también, por la misma razón, que fuera de Miami Yomil y El Dany no pueden pregonar esos aires de exclusividad, por lo que muy probablemente sus conciertos en Europa seguramente no pasaron de los diez o quince euros por persona, lo mismo que un six pack de Stella Artois en cualquier Publix del South West o la Pequeña Habana.
Los memes al respecto han llovido, la indignación y las trifulcas han hecho olas en las redes sociales, e incluso unas muchachas llegaron a desnudarse en un club nocturno para ganarse una entrada top y reducir la semana y media de trabajo a una exhibición rápida de sus tetas de silicona. Sin embargo, Miami a la larga va a pagar los tiquetes, los contribuyentes van a abarrotar el concierto de estos jóvenes y luego les prodigarán interminables gritillos de afecto, además de su cómica ostentación barata. ¿Quién le podría decir a Yomil y El Dany, después de todo, que no están en la cima del mundo, y que no son lo que creen ser?
El reguetón cubano, el único movimiento cívico-político que ha logrado derrotar al gobierno de La Habana por goleada, comenzó su lucha frontal contra el Estado en el verano de 2008, cuando Baby Lores e Insurrecto se atrevieron a pedir cien dólares por persona para un concierto en el Salón Rojo del Capri, unos cuatro meses de salario de un trabajador medio cubano, y salieron ilesos, fortalecidos, con los aparatos de propaganda lanzándoles su moralina de austeridad comunista, pero con los Ministerios de Turismo y Cultura necesitando sus niveles de convocatoria para generar dinero.
A la vuelta de una década, tras una ola innúmera de representantes del género, la radio no pasa hoy las canciones de Yomil y El Dany, la televisión no los invita a ninguno de sus soporíferos programas, y eso, que es nada, es todo lo que el lobo desdentado del Estado puede hacer. A quién le importa en 2017 la censura ridícula del ICRT, si tiene el Paquete Semanal a la mano, y a su favor los parques wifi y el amor incondicional de un pueblo repa.
Viendo que Cuba no daba más, habiendo secado el poco jugo que a esa fruta le quedaba, los reguetoneros son los primeros líderes sociales que la Seguridad del Estado no ha logrado exiliar, sino que ellos mismos, aburridos ya de La Piragua, de La Plaza Roja de Diez de Octubre y de la piscina de Río Cristal, tomaron sus visas de cinco años y tranquilamente mudaron el campamento a Miami. Ahora son un enemigo imparable que va y viene a placer y que ha hecho del Estrecho de la Florida el pasillo de su casa. Han sido, los reguetoneros, pioneros en entender que en un país desconectado de sí mismo, donde Matanzas y Villa Clara están infinitamente más lejos entre sí de lo que están de Miami (la metrópoli cultural del ciudadano adolescente postcastrista), bombardeando desde fuera de Cuba se está más en Cuba que desde dentro.
La Policía del Pensamiento, los combativos comisarios de Cultura, los eficaces censores de Santa y Andrés, no han podido enfrentarse con ideología a un movimiento desideologizado, convencidamente frívolo y, por tanto, sumamente político. Su falta de apariencias es cañón en la sien de la moral socialista, ese batiburrillo de valores éticos e hipocresía partidista en función absoluta del status quo. El desparpajo del cubatón y, muy frecuentemente, la vulgaridad llevada hasta el clown y los post en Facebook de inaudita ortografía, pueden leerse como la degradación espiritual de quién sabe ya qué propósitos, pero también como la explosión plena de los chicos rebeldes incubados en un laboratorio de cerrazón política, estancamiento económico y caída libre del bienestar social. La Revolución quiere negarlos porque estos son sus hijos últimos y legítimos, las criaturas formadas en Universidad para Todos y en teleclases de todo pelaje, los vástagos terribles de la Batalla de Ideas.
En Miami, territorio salvaje, Chocolate parece haber cosido a golpes a una novia y sus seguidores lo respaldan, Osmani García arma un drama pasional cada cuarenta y cinco minutos y nadie se aburre, y los canales de televisión de Hialeah luchan ahora contra la dictadura colocando a estos personajillos en primera plana un día sí y otro después.
Yomil y El Dany, por su parte, son quizás más soberbios, pero carismáticos, y su ostentación, curiosamente, puede llegar a alarmantes niveles de ingenuidad, comprensible solo en unos muchachos que hablan de sus múltiples hits internacionales pero que hasta hace muy poco no habían pasado de Ciego de Ávila. Dicen de sí mismos que tienen cien pares de tenis, postean sus visas a Europa y a Estados Unidos como un premio difícilmente alcanzable por alguien más (lo cual da un poco de tristeza), y en una versión amateur de Mayweather-McGregor alardean en las redes sociales con unos cuantos fajos de cien dólares, abiertos como un abanico de éxito con el que le echan fresco a su estima de hierro.
De algún modo, todos los reguetoneros están felizmente convencidos de que ellos son los mejores dentro de su género, aunque, ciertamente, hoy Yomil y El Dany parecen ir un palmo por delante del resto, salvo Gente de Zona, que se escindió, se dio a la fuga y marcha en el pelotón de avanzada de una competencia más glamurosa, no el reguetón de producción nacional, sino la industria millonaria de la música latina, los premios Billboard, Juventud o lo Nuestro, los Latin Grammy, los featuring de mil millones de vistas en Youtube.
Una porción de Miami culpa a La Habana por enviarles a estos chillones seudo-artistas, y La Habana culpa a Miami por convertirse en la caja de resonancia idónea para estos chillones seudo-artistas. Nadie los quiere, pero ellos son huérfanos que pagan, a su vez, con más desprecio. No les hace falta que los quieran, porque saben, además, que ellos son nosotros, queramos nosotros o no. Con el reguetón, La Habana y Miami por primera vez han trabajado mancomunadamente en un proyecto común, y con el concierto de los 900 dólares el experimento entra en su cénit. El género sigue pavimentando el camino de la reconciliación nacional. Es la marcha fúnebre de un pueblo derrotado que drena su luto en el perreo.
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