La cosa, en realidad, siempre ha estado mala. Desde que uno tiene uso de razón. Pero no invoquemos apresuradamente el Período Especial (¡Vade retro!), aquella famosa y siniestra época en que abrimos los ojos al mundo quienes hacemos El Estornudo. Todos estamos demasiado traumados… (Desde entonces comenzaron a jodérsenos los pulmones y los bronquios es por ello que andamos confabulados en esta revista).
Hagamos un breve ejercicio de memoria a más corto plazo. ¿Recuerdan cuando alrededor de 2007 o 2008 la economía cubana mostraba algunos picos vitales en el raso electrocardiograma de toda la vida (por entonces se incrementaron incluso las matrículas de Periodismo, se abrió la carrera en algunas provincias, y nuestros profesores hablaban esperanzados de un aumento en las páginas de los diarios, de ediciones vespertinas, de la apertura de emisoras de radio y canales de TV a lo largo de la isla), pero enseguida vinieron dos potentes huracanes (Gustav; Ike), back to back, y todo aquello se lo llevó el viento? Bueno, entonces aún teníamos mucho petróleo venezolano, y Raúl Castro guardaba bajo la manga el as de sus reformas «sin prisa, pero sin pausa».
¿Alguien recuerda cuando hace unos cinco años se perdieron al unísono los condones y las cervezas en La Habana, y hacíamos chistes en Facebook sobre esa «feliz» coincidencia que al menos nos salvaría de embarazos indeseados y enfermedades venéreas? Bien, por entonces aún estábamos deslumbrados con Facebook, y eso era ya bastante. Las cervezas Presidente (trujillistas, por cierto) llegarían pronto al rescate, y nos quedaban, por supuesto, los íntimos y autónomos consuelos que ustedes saben.
OK, ¿y se acuerdan todavía de aquel delicioso gag de Conan O’Brien en su show sobre la Cuba del deshielo? ¿Aquel en que la crónica escasez isleña se representaba mediante su tragicómico opuesto, la ridícula sobreabundancia de un único producto, el célebre vino seco El Mundo, en un mercado habanero? Pues resulta obvio que en 2015 al menos no faltaba el vino seco en las cocinas cubanas. Pero, sobre todo, teníamos a Obama y el 17D, y la Historia estaba cambiando, y el futuro del país parecía airearse, y todos más o menos nos habíamos entusiasmado…
Ahora esto es lo que hay. Lo que muestran estas imágenes en diferentes puntos de La Habana y en el turístico pueblo de Viñales, Pinar del Río: neveras y estantes desiertos, colas exasperantes, crispación en la gente… Una crisis general de desabastecimiento que ha hecho pensar a muchos en los tiempos aciagos de hace un cuarto de siglo.
No ha habido esta vez un batacazo monumental (como el desplome de la URSS), ni la economía cubana tiene exactamente la misma configuración que a principios de los noventa. Pero seguimos vestidos con el doble sambenito de la ineficiencia interna y la dependencia externa.
Este cóctel Molotov, cuya mecha nadie sabe cuán larga es, tiene ingredientes tan explosivos como Trump y la Helms Burton, el descalabro de Maduro y la reducción de la cuota petrolera (sí, en este caso, eso es lo inflamable), el abrupto final del Programa Mais Médicos en Brasil, los desastres naturales, la falta de liquidez y la presión de los acreedores extranjeros, los lastres a la iniciativa privada dentro de la isla, los prejuicios de la intransigente vieja guardia política y los secretos devaneos corporativos del reformismo autoritario.
Esto mientras los jóvenes siguen emigrando, como ratas de un barco que casi se hunde… pero que después de todo, al pairo en medio del error y del delirio, pareciera insumergible. Y mientras, esa barcaza, o ese país, con su escasez, sus colas agónicas, su cansancio, su desazón o su estoicismo, sus discursos y su gritería, se hace estas selfies y las postea ante nuestros propios ojos con título enigmático: «La cosa está mala».
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