A Raúl Castro, a Miguel Díaz-Canel y su Consejo de Estado y Ministros, a los dirigentes del Partido Comunista, a los diputados de la Asamblea Nacional del Poder Popular y a todos los que actualmente desde provincias y municipios, están al frente de los destinos de Cuba, no solo hay que exigirles democracia, libertad de prensa, viviendas, transporte público, aumentos de salarios y pensiones y derecho a huelgas y manifestaciones callejeras pacíficas, también que acaben de resolver el gran problema que el país siempre ha tenido y tiene: la escasez crónica de alimentos.
En sesenta años de revolución, los dirigentes castristas no han sido capaces de mantener llenas las bodegas, tiendas, farmacias y ferreterías, como estaban cuando llegaron al poder en enero de 1959. En más de un discurso, Fidel Castro aseguró que Cuba iba a tener abundancia de carne, leche, queso, malanga y frutas, entre otros alimentos.
Varias décadas después, ha ocurrido lo contrario. Cada vez hay menos viandas, hortalizas, legumbres y frutas. La cuota de carne de res, unas onzas per cápita, definitivamente desapareció en 1992. Hace poco, Raúl Rivero escribía que «la carne de res vive en el olvido y la de puerco tiene ahora el precio del faisán de la India». Aquel jamón viking que en los 80 vendían por la libre y mi madre le decía «jamón de agua», comparado con el picadillo de soya, la pasta de oca, el fricandel, la masa cárnica, el perro sin tripa y el cerelac, entre otros inventos culinarios creados en los 90 por los ‘gurús del castrismo’, era manjar de reyes. La leche de vaca fresca, mantequilla, queso crema y yogurt ofertados a la población en lecherías cercanas a sus domicilios igualmente se esfumaron. Con sus altas y bajas, el pollo y el huevo más o menos sobrevivieron.
Hay niños que nunca han comido camarones, langostas, pargo, cherna, rabirrubia… Jóvenes que nunca han probado frutas como el anón, chirimoya, guanábana, tamarindo, mamoncillo, ciruela, plátano manzano, níspero, marañón, canistel… Hasta las naranjas y mandarinas se han esfumado y un limón puede costar cinco pesos.
Tengo 76 años y en mi infancia, el picadillo -carne de res de segunda que en tu presencia molía el carnicero- era comida de pobres. Hoy, después del paso del picadillo de soya, bodrio que los burócratas del Ministerio de Comercio Interior oficialmente le llamaban «picadillo extendido o texturizado» y era una mezcla de harina de soya, sangre y vísceras de váyase a saber cuáles animales, ya solo los cubanos de la tercera edad recuerdan al verdadero picadillo, al cual además de ají, tomate, ajo, cebolla y sal, se le echaban pasas, aceitunas y alcaparras (en la bodega de la esquina de mi casa, en Monte y Romay, un cucurucho de papel con pasas, aceitunas y alcaparras costaba 5 centavos).
Comida de pobres eran también las latas de sardinas en aceite o tomate de España, Portugal o Marruecos. O el bacalao de Noruega, cuyas pencas veías colgadas en todas las bodegas. O los camaroncitos secos, que por unos centavos podías comprar o pedir fiado al bodeguero, que lo anotaba en un cuaderno hasta que lo pudieras pagar. En las casas más humildes no faltaba el maíz, para preparar tamales en hojas o en cazuela, en guiso con carne de cerdo o seco, en harina, que algunos comían con un poco de leche y azúcar o con enchilado de masas de cangrejo. O como postre, en pudín o majarete. Hoy aquellas comidas de pobre son un lujo, al alcance de unos pocos.
La implantación de la libreta de racionamiento, en marzo de 1962 marcó el inicio de la «distribución equitativa» de los escasos productos perecedores y no perecederos existentes en los almacenes estatales. Pero también marcó el inicio de la desaparición de los alimentos tradicionalmente consumidos por los cubanos. Alimentos comprados con pesos, la moneda nacional, que entonces tenía el mismo valor que el dólar. Alimentos que adquirías en la bodega, el puesto, la carnicería o el Mercado Único o de Cuatro Caminos, el más abastecido que había en La Habana.
La solución no es el avestruz, la jutía o el cocodrilo, animales que dudo formen parte de la dieta de una élite verde olivo a la cual jamás le ha importado lo que comen o dejan de comer los cubanos de a pie. Una élite que no necesita la libreta de racionamiento, que no sabe lo que es hacer cola para comprar un pan incomible, ni tener que estar rompiéndose la cabeza a ver qué le cocinas a tus hijos o pasándole un email a un pariente en Estados Unidos para que te mande unos dólares que te permitan sobrevivir un mes a ti y los suyos. Una élite cuyos descendientes viven a todo trapo, como se ha visto en fotos y videos subidos a las redes sociales. Es lo que trajo el barco fidelista.
La solución es una agricultura, una ganadería y una pesca rentable y, sobre todo, sostenible, donde los principales protagonistas no sean los burócratas de los ministerios y empresas, si no los agricultores, ganaderos y pescadores individuales o agrupados en cooperativas por ellos mismos organizadas. Y que sus producciones se distribuyan como siempre se distribuyeron, directamente a puestos y mercados, con sus propios camiones, sin intermediarios, para que lleguen pronto y en buenas condiciones a los consumidores.
Una isla con un clima y una tierra fértil que a lo largo de sesenta largos y angustiosos años, ha sido dirigida por un ejército de barbudos con méritos históricos, guerrilleros y revolucionarios que nadie les niega, pero incapaces de administrar una nación que cuando a partir de 1959 la tuvieron bajo su mando, era desarrollada y en numerosos renglones alimentarios, poseía mejores resultados que otras naciones del continente.
Barbudos que crearon una dinastía y conviritieron al archipiélago cubano en una finca particular. Barbudos que han envejecido en el poder y les importa más el mausoleo donde van a ser enterrados que el porvenir de una población a la que desde el principio supieron adoctrinar, controlar, vigilar, atemorizar, reprimir, encarcelar…
Y en vez de obreros convocando a huelgas exigiendo sus derechos laborales y de ciudadanos manifestándose libre y pacíficamente por calles y plazas, por legado han dejado a miles de cubanos que han preferido huir de la tierra donde nacieron. Que han preferido tirarse al mar en una balsa, morir ahogados o devorados por tiburones. O escapar y morir congelados en el tren de aterrizaje de un avión. O cruzar selvas, ríos y fronteras peligrosas, en busca del futuro que los barbudos le han negado -y le siguen negando- a cientos de hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría, que prefieren emigrar y morir en cualquier parte del mundo antes que protestar en su país.
Cuando un pueblo pierde sus tradiciones culinarias por falta de alimentos, pierde su alma, su aché. «La patria es un plato de comida», le gustaba decir al periodista y escritor Eliseo Alberto (La Habana 1951-Ciudad de México 2011), a quien tuve la suerte de conocer y tratar a mediados de la década de 1970 en la ciudad donde los dos nacimos.
Foto: Menú típico cubano: arroz blanco, potaje de frijoles negros, bistec de palomilla (carne de res) con ruedas de cebolla fritas o crudas por encima y plátanos maduros fritos. Ese menú actualmente es un lujo en Cuba, pero antes de 1959, era comida de pobres. Muchos cubanos lo comían a diario, a veces sustituyendo el arrroz blanco y los frijoles negros, por moros y cristianos o congrí; el potaje de frijoles negros por frijoles colorados; los plátanos maduros por tostones, mariquitas o papas fritas; el bistec de palomilla por uno hígado de res. Antes de 1959, al menos en La Habana, la carne de cerdo se comía en masas frita solo con sal, asada con adobo criollo, guisada con papas, maíz o quimbombó o con arroz amarillo, pero no tanto en forma de bistec como ahora. En los puestos de fritas un pan con bistec de res costaba 15 o 20 centavos. Cualquier plato solía acompañarse de ensalada de tomate, pepino, col o lechuga, aguacate, yuca con mojo o boniato hervido. La foto fue tomada de El Nuevo Herald.
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