El Diario de José Lezama Lima figura entre los textos más singulares de la literatura hispanoamericana: un libro absolutamente fascinante que registra como pocos la incomparable voracidad intelectual del escritor cubano.
Barthes, que escribió con agudeza sobre la futilidad de casi todos los diarios,[1] habría apreciado el de Lezama: nada más alejado del egotismo característico del género que estas páginas densas y eruditas, tan ajenas a la efusión emocional como los monumentales Cuadernos de Paul Valéry, sin duda, un referente fundamental para Lezama. No se trata entonces de un dietario sentimental a la manera de Amiel y de tantos otros, sino de un auténtico laboratorio de la imaginación creadora, el lugar donde se forjan aforismos memorables, donde se reflexiona sobre los límites de la metáfora, donde encontramos inesperadas asociaciones conceptuales que luego aparecen en los ensayos, donde, en fin, se medita incesantemente sobre filosofía, teología, pintura, poesía, música… y todo lo demás.
Sorprende la desenvoltura con que Lezama puede pasar de una minuciosa discusión sobre la correspondencia entre Voltaire y Federico II a un perceptivo análisis de las Meditaciones metafísicas (Descartes), o de señalar lo que considera como deficiencias en un verso de Garcilaso[2] a una indagación sobre los errores teológicos en la doctrina de Miguel de Molinos: evidentemente tratamos aquí con un poeta dotado de una erudición abrumadora, un hombre de quien puede decirse sin exagerar que su ambición es una: todo el conocimiento. Pero lo más asombroso es que este extremado rigor jamás decae: a lo largo de todo el diario (sobre todo en el período 1939-1949) su pensamiento se aplica con la misma potencia tanto a la dilucidación de ciertos fragmentos particularmente arduos de Spinoza[3] como a una original lectura de Nietzsche que nada tiene en común con las principales tentativas hermenéuticas de esta época o –como era de esperar en alguien obsesionado con la literatura y sus procedimientos– al minucioso e implacable análisis de numerosos poemas.
Precisamente en esto último resulta notorio el fundamentalismo estético de Lezama: al leer cualquier texto, incluso de Mallarmé, Garcilaso, Baudelaire o Darío,[4] no vacila en señalar lo que percibe como debilidad en las imágenes, pobreza de lenguaje o complacencia no justificada en el estilo. Que en ocasiones se equivoque o exagere es lo de menos: hay una innegable grandeza en esta intolerancia ante la mediocridad.
Ahora bien, más allá de los análisis de textos particulares, lo que confiere al Diario su esencial unidad es la forma en que Lezama transfigura sus numerosas fuentes literarias, filosóficas, pictóricas y musicales: todo lo que lee, ve o escucha adquiere un fulgor inesperado, un matiz imprevisible, una extraña significación ulterior nunca antes percibida, tras refractarse en el prisma de su exuberante sensibilidad. Se trata de una singular heurística que produce asociaciones inesperadas y delirantes, pronunciamientos de un hermetismo pertinaz que a pesar de eso (o acaso precisamente por eso) nos sobrecogen con la fuerza de una epifanía, como cuando relaciona a Descartes con algunos preceptos de la poética surrealista o la inquietante oposición que establece entre Darwin y Oscar Wilde.
Y algo de este último escritor,[5] de su insolencia y su ingenio paradójico, hay en estos fragmentos. Por lo demás, el parecido sólo puede ser superficial: Wilde estaba más interesado en epatar con agudezas fáciles que en desarrollar un pensamiento de envergadura, y los textos de Lezama, a pesar de la ocasional gratuidad de sus asociaciones, movilizan una complejidad que supera con creces las posibilidades conceptuales del irlandés. En efecto, el pensamiento de Lezama opera o bien mediante la equiparación entre autores que parecen antitéticos (Valéry y Pascal) o manipulando todo sistema filosófico para conseguir integrarlo a su muy peculiar catolicismo, más cercano al cristianismo platónico-hermético de Thomas Browne y Marsilio Ficino que a cualquier anquilosada ortodoxia. Así, Nietzsche –el padre del nihilismo moderno– se convierte en un esteta lánguido (más cerca de Walter Pater que de Schopenhauer), Heidegger parece por momentos un pensador de linaje cristiano y se lamentan las supuestas limitaciones de Spinoza.
Se trata, como puede apreciarse, de poderosas misreadings, lecturas fuertes en el sentido de Harold Bloom: exégesis probablemente equivocadas desde la perspectiva de la filosofía académica pero rebosantes de originalidad y brillantez estilística. Por lo demás, no sería exacto pensar que el delirio hermenéutico es su única tesitura: la pormenorizada comparación entre los sistemas de Platón y Aristóteles demuestra que podía ser absolutamente claro cuando lo deseaba. Pero, como es natural, la filosofía, a pesar del considerable interés que siempre le prodigó, quedaba siempre subordinada a su más intensa, primigenia pasión: el culto a la literatura y, en particular, a la poesía lírica.
No es de extrañar entonces que dedique a esta última las páginas más interesantes de su Diario, pasajes extraordinarios que mezclan su prodigiosa, intimidante erudición[6] con un refinamiento extremo y un conocimiento poco común de los procedimientos estéticos. Si, como escribió Ezra Pound, “la técnica es la prueba de la sinceridad del artista”, entonces Lezama es el más “sincero”[7] de nuestros poetas: un artista total tan interesado por los detalles aparentemente insignificantes de la escritura como por las acrobacias teológico-conceptuales. Este supremo control de la forma, esta autoconciencia absoluta de los procedimientos (tan evidente, por otra parte, en su obra poética) atraviesa todo el Diario y en ocasiones engendra observaciones espléndidas, como su distinción entre las metáforas utilizadas por culteranos y conceptistas para representar una metamorfosis.
En realidad, por mucho que proclamara su catolicismo, la verdadera religión de Lezama fue siempre el lenguaje: sabía demasiado para ser un fanático y, en cualquier caso, el refinamiento excesivo suele tener un efecto disolvente sobre la fe. Se ha mencionado ya su singular cristianismo platónico-hermético; probablemente sería más exacto hablar de un catolicismo estético cercano al de Huysmans o Charles Du Bos… o, incluso, de una inclasificable secta de un solo miembro. Sea como sea, lo que parece innegable es que, como algunos poetas que admiraba, Lezama sólo podía experimentar el mundo en tanto fenómeno estético y siempre mantuvo esta singular perspectiva con su acostumbrado rigor.
Elias Canetti ha escrito: “Trato de imaginarme a alguien diciéndole a Shakespeare: ¡Relájate!” Igualmente inconcebible resulta un Lezama poco riguroso o carente de curiosidad intelectual. En esta época poco propensa a la lectura, su Diario es un objeto verbal de radical extrañeza que no cesa de provocar asombro y fascinación.
Notas:
[1] Barthes sólo reconocía como literatura por derecho propio el Diario de Kafka; ni siquiera Gide, al que por otra parte apreciaba tanto, le parecía gran cosa como diarista.
[2] La probidad intelectual y el extremado rigor de Lezama no se detenían ante nada, ni siquiera ante los clásicos.
[3] Lezama admiraba el pensamiento de Spinoza, aunque, como es natural, esto no impidió que lo criticara frecuentemente.
[4] Para alguien tan inflexible como Lezama, la grandeza estética implica sobre todo una responsabilidad absoluta con el lenguaje y lo que podría pasarse por alto en escritores de menor importancia es inaceptable cuando se trata de los maestros.
[5] Wilde se atrevió a afirmar, oponiéndose a Mathew Arnold, que la finalidad de la crítica auténticamente creativa era “ver el objeto como no es realmente”.
[6] Una erudición que alcanza quizás su cénit en todo lo referente a los clásicos españoles y la tradición francesa, y puede ser desalentadora para otros poetas: junto a Lezama, inevitablemente, incluso los escritores más cultos parecen poco sofisticados.
[7] “Sincero” sólo en el curioso sentido que le da Pound a este término, y no en la peregrina e insensata interpretación neorromántica.
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