jueves, 30 de mayo de 2019

Ramón Mercader, la misión del silencio.

Por G. J. Rojas.

El asesino de Trotsky, una efigie del anonimato, que tiene siempre la misma cara y que, más que estar velada, muchas veces ni siquiera existe.

Ramón Mercader  después de su arresto.

Jaime Ramón Mercader del Río fue el asesino de Trotsky. Con su acción no sólo hizo desaparecer al gran intelectual y entrañable amigo de Lenin, sino que representó la cúspide de uno de los dramas más espaciosos de la historia del siglo XX: la lacónica y enigmática Revolución Rusa consumiéndose a sí misma.

Esta es su historia, la parábola de la despersonalización de un ser humano que siguió ciega e incondicionalmente una doctrina, volviéndose el báculo de la burocracia que le conducía. Su fábula trata sobre la fabricación del individuo soviético más obediente de todos, y su comprensión, que en los términos de Hannah Arendt, no simboliza de ninguna manera la justificación de sus actos criminales.

Para Arendt, la frase “entender lo sucedido” únicamente significa “racionalizar lo sucedido”, puesto que la labor del intelectual es la de pensar lo más objetivamente posible, alejándose de reproducir discursos que nieguen la realidad de los hechos y que tramiten las ideas de perdón u olvido.

La empresa teórica que gestiona Arendt intenta aclarar las circunstancias institucionales de la despersonalización de los que cometen delitos auspiciados por consorcios puramente administrativos y que se desprenden eficazmente, tras un proceso de ideologización extrema, de la propia consciencia del ejecutor. En su libro Eichmann en Jerusalén la autora despliega la controversial noción de banalidad del mal que, para el caso que ocupa a la filósofa alemana, no disculpa los actos de suma crueldad llevados a cabo por el ingeniero nazi Adolf Eichmann en perjuicio del pueblo judío, sino que se abisma a relacionar la génesis ideológica del individuo interventor con su psicología particular, llegando a la conclusión de que Eichmann no era un hombre malvado y despiadado por naturaleza, sino que realmente fue presa de una cárcel ideológica que no le permitió detenerse a pensar en las consecuencias de sus actos.

Arendt se permite así precisar el análisis de lo que significa un simple operario que acata órdenes dentro de un sistema burocratizado basado en actos de liquidación. Para ella Eichmann era culpable, y fue un criminal, pero muchos de los sucesos en los que anduvo envuelto no dependieron de él como sujeto con capacidad de distinguir individualmente entre el bien y el mal, porque era un simple burócrata.

Pensando en Ramón Mercader del Río no fue difícil rumiar la efigie del anonimato, que tiene siempre la misma cara y que, más que estar velada, muchas veces ni siquiera existe. Tomé como punto de partida la idea que reza que los males más grandes de la historia son los cometidos por anónimos altamente burocratizados, ya que éstos, aún dejando indicios de transgresión y delito, saben deponer todo rastro de culpabilidad con sus inescrutables y muy oscuras estelas de silencio.

El anonimato deja la sospecha y la sospecha se convierte en el relato ficcionado de acciones institucionalizadas, cuyas virtudes literarias son más fuertes que el sentido mismo de aquellas olas invisibles que, en el sentido Braudeliano, son las que mueven la historia total. De esta manera, siempre hay cosas que son más fuertes que el ser humano y una de ellas es la ideología.

María Eustaquia Caridad del Río Hernández nació en Santiago de Cuba en 1892. La educación que recibió, además de seguir una fuerte línea aristocrática fue fervientemente católica. A principios de siglo su familia se trasladó a Barcelona buscando un futuro algo más prometedor. Allí su educación religiosa continuaría a la par que empiezó a descubrir un ánimo íntimo de insurrección que habría de determinar su vida entera.

Con brío y voluntad por llevarle la contraria a su padre, se casa a los 16 años con Pablo Mercader, hijo de un burgués de la industria textil de la ciudad catalana de Badalona. Caridad da a luz a cuatro hombres y una mujer: Jorge, Monserrat, Pablo, Ramón y Luis.

De todos sus hijos, sería Ramón el único que heredaría la disposición rebelde y la personalidad insumisa que tanto la identificaron. Él nació el 7 de febrero de 1913 en el seno de una familia acomodada, y pasa gran parte de su niñez envuelto en una dinámica ajustada a valores conservadores representados por su padre y abiertamente rechazados por su madre.

Los privilegios de su familia permitirían al pequeño Ramón llegar a donde se lo propusiera. Estas dinámicas de estabilidad y seguridad aburrirían a Caridad, impulsándola al descubrimiento de ese mundo exterior barcelonés colmado de bohemia, drogas, cultura, intelectualidad, discursos y luchas obreras; un contexto donde el auge del anarquismo tiene un amplio rol protagónico: la propaganda, la dinamita, la autonomía…

Al cabo de un tiempo y después de participar en varios atentados, es ingresada por su esposo en el psiquiátrico de Sant Boi, para posteriormente escaparse secundada por algunos de sus amigos libertarios, y volver a casa únicamente por sus hijos, revelándose así contra esa vida estática de sometimiento y domesticidad en la que había estado anegada.

Rápidamente y con sus hijos, Caridad fue llevada clandestinamente al sur de Francia, donde conoció de primera mano a figuras influyentes de la escena comunista francesa. Parece ser que es en esta estancia donde su indocilidad adquiere un verdadero sentido auspiciado por el fanatismo que despertaba la lucha comunista en los círculos que la acogieron y que se convertirían en la familia adoptiva tanto de sus hijos como de ella.

En 1931 es proclamada la II República Española y Caridad va con sus hijos hacia una Barcelona entrada en júbilo y es allí donde puede poner en práctica toda su sapiencia revolucionaria. Su hijo Ramón no es ajeno a esta realidad y con la generosa instrucción comunista recibida en Francia entraría en contacto con agentes y adalides soviéticos que trabajaban agudamente en la penetración ideológica del marxismo ruso en España. Ramón resulta ser un comunista convencido, además de un políglota con una cultura muy sofisticada. La guerra civil española empieza a gestarse gradualmente dentro de un fogoso ambiente de provocaciones ideológicas entre las diferentes facciones del espectro político.

Es al bando revolucionario al que pertenecen Caridad y Ramón, bando donde trabarían amistad con intelectuales, románticos, artistas y personalidades notables de la II República luchando conjuntamente contra el franquismo y los aliados de los fascismos europeos emergentes.

El 16 de febrero de 1936 estalla la Guerra Civil Española. El país se encontraba profundamente dividido en un sin fin de dramas que se oponían entre el ejército nacional –representante de las falanges reaccionarias y derechistas– y el republicano –ejército que convocaba de alguna manera a casi la totalidad de las izquierdas obreras, campesinas y populares del país. Madrid se encontraba sitiada y el franquismo resistía sembrando el terror con procedimientos inverosímiles para el alcance de la imaginación ordinaria.

Ramón cuenta con 23 años y está ideológica y metódicamente curtido, además de profesar una incondicionalidad abismal, digamos religiosa, a la revolución bolchevique.

Es en este entretejido bélico y social donde la URSS estalinista se ofrece como un país receptor de los niños y niñas que han perdido a sus padres en la guerra, e incluso de todos aquellos que se quieran apuntar para no presenciar los horrores de esta, garantizando así un futuro que España jamás podría darles.

En un principio el plan de acogimiento tenía una duración de tres meses, pero para muchos de estos miles de niños, estos meses se convirtieron en décadas. Los “niños de la guerra” -tal como fueron llamados en su momento- vivían en un contexto de ideologización exacerbado pero muy circunspecto. La idea era que al volver a España estos nuevos seres hispano-soviéticos sirvieran como focos de estructuración y pedagogía en la torsión filosófico política entre el marxismo y el estalinismo.


Ramón Mercader está inmerso en este grupo de niños. Aunque siendo ya un joven es enviado estratégicamente a la URSS porque en el Kremlin sabían de él y su madre, y sus respectivos papeles jugados en las tribunas revolucionarias españolas. Como era de esperarse, Ramón sobresale por su experiencia partidista y su audacia discursiva. Es rápidamente puesto a disposición de una formación mucho más rigurosa que la impartida a sus pequeños compatriotas. Aquí se le enseñaría a ser otro. A dejar de ser él.

Su madre se había hecho merecedora de la orden de Lenin -medalla entregada al valor y al heroísmo soviético- y con esto le había legado una responsabilidad o suerte de designación a su hijo. Él estaba siendo entrenado para ser un espía rojo. En pocos meses llegó a ser comandante de los servicios especiales soviéticos y del Comisariado del pueblo para asuntos internos (NKVD) y a sobrellevar algunas misiones de pesquisa y vigilancia en Europa occidental.
La NKVD con el tiempo habría de convertirse en la famosa agencia de inteligencia rusa para la seguridad del estado KGB.

A finales de 1937 Ramón llega a Francia con un pasaporte belga que mostraba su nuevo nombre: Jacques Mornard. La misión es afilada e impartida por el mismísimo Stalin, que ya recelaba de las actividades de su homólogo en la cabeza del sóviet: León Trotsky.

Ramón o Jacques –ahora– debía infiltrarse en los círculos trotskistas del país galo. En París se reencuentra con su madre, Caridad, quien también por mandato soviético seguía muy de cerca los movimientos del partido comunista francés. Madre e hijo, y a pesar de cercanía, no tienen mucho contacto, según la NKVD por cuestiones de seguridad nacional.

En su labor parisina Jacques conoce a la neoyorquina Sylvia Ageloff, militante trotskista que mantenía contacto con personajes muy cercanos al líder. No tarda mucho en iniciar una relación e ir a vivir con ella. Es por esta vía por la cual Jacques empieza a llevar a cabo su misión.

Envuelto en una vida de facilidades financiadas por el Kremlin y siendo una personalidad cosmopolita que hablaba con impecabilidad y desenvoltura francés, inglés, ruso y español, su misión debería arrojar pronto información de importancia para mantener dentro del radar los movimientos del trotskismo.

Jacques es el auténtico gentleman y nunca nadie se enteró de su ascendencia española ni de su pasado reciente soviético: él era apenas el hijo acaudalado de un diplomático belga.

Stalin había enviado a León Trotsky a Kazajastán a un exilio incomprensible. El viejo líder de la Revolución bolchevique de octubre, el visionario protegido por Lenin, el fundador del Ejército Rojo es un apátrida que existe en un mundo sin aprobación, completamente privado de sí mismo y perseguido.

Trosky, el hombre destinado a suceder a Lenin, fue expulsado de la URSS en 1929 por su único y taxativo enemigo, obligándolo a deambular bajo cierto anonimato por diferentes países de Europa. Sin embargo, él hizo de este exilio una de las épocas más productivas de su vida, escribió y teorizó juiciosamente su Revolución Permanente y tuvo el tiempo de organizar y llevar a cabo la IV internacional celebrada en 1938 en París, con la particularidad de no contar con su presencia. Nadie pretendía desafiar al poderoso Stalin brindándole refugio al desprestigiado Trotsky, que representaba el cimiento de la intelectualidad progresista soviética en detrimento del incontestable ímpetu megalómano de Stalin.

En 1937 México decide dar asilo político a Trotsky con el aval del presidente Lázaro Cárdenas y la determinante influencia del pintor y muralista Diego Rivera. En enero de ese año, Trotsky llega al puerto de Tampico al noreste de México donde es recibido por Frida Kahlo, entonces esposa de Rivera. Enseguida es trasladado al Distrito Federal en el tren presidencial.

Leon Trotsky, el 8 de enero de 1938 cuando llegó a Tampico, México, desde Noruega, junto a su esposa Natalia (izquierda), Frida Kahlo y Max Schachtman.

Curiosamente y en plena guerra civil española, Caridad del Río llega a México buscando apoyo armamentista para las facciones republicanas españolas. Esta coincidencia supone para muchos historiadores el primer movimiento estalinista para asesinar a Trotsky, quien vive en la casa de Diego y Frida en el barrio de Coyoacán, durante una corta temporada, antes de mudarse a la casa –hoy museo– ubicada en el 410 de la avenida Río Churubusco.

Esta casa es remodelada al estilo de un búnker con el propósito de prestar todos los deberes en seguridad al nuevo huésped, que a miles de kilómetros de su gélida patria no deja de sentirse acorralado.

Trotsky sabe que Stalin no se quedará quieto y que él solo no puede oponerse a los designios de todo un Estado.

Jacques Mornard llega a Nueva York en las postrimerías del convulso 1938 con la identidad de un ingeniero canadiense de nombre Frank Jackson. El motivo aparente de su viaje es el de encontrarse con Sylvia Ageloff para reanudar la relación que habían empezado en París y trabajar en la administración de una industria local.

Explica el cambio de identidad a Sylvia con el argumento de que como Jacques Mornard lo habrían militarizado en vista de que la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de estallar y los estadounidenses tenían mucho para desconfiar de cualquier europeo que llegara al país con ciertas comodidades.

Sin embargo, la realidad y el verdadero objetivo de su llegada a Estados Unidos, era el de seguir muy de cerca el exilio de Trotsky y coordinar ciertas líneas comunistas en ese país.

El 24 de mayo de 1940 a las 4 de la madrugada el también pintor y muralista mexicano David Alfaro Siqueiros entra a la casa de Trotsky acompañado de una veintena de hombres armados que irrumpieron en la habitación de este y dispararon con ametralladoras de alta potencia, pero, inexplicablemente, y en apariencia gracias a la oscuridad, León y su mujer salen ilesos tras ocultarse detrás de un mueble antiguo.

Cuando el ahora Frank Jackson se enteró del fallido atentado contra Trotsky en Ciudad de México se encontraba en Nueva York a la espera de que le fuera impartida la orden de tomar por las propias manos y a modo personal la misión de aniquilar al enemigo de Stalin para el beneficio de la causa comunista mundial.

Stalin no demoraría en darse cuenta de que la mejor manera de eliminar a su antípoda ya no era la fuerza venida desde fuera de la casa de Coyoacán, sino que era necesario penetrar en las órbitas sociales más íntimas de Trotsky.

Frank Jackson era el único agente capacitado de toda la URSS para llevar a cabo esta delicada tarea. Y todos lo sabían.

Rápidamente Jackson se traslada a México con la excusa de liderar una serie de inversiones extranjeras en ese país, y una vez instalado empieza a confeccionar su designio. En poco tiempo se hace amigo de la familia y entra en confianza con los compañeros de Trotsky.

Sylvia Ageloff lo acompaña en su viaje a México, con la intención de ver a su hermana Rita, una de las secretarias privadas de Trotsky, además de prever, por medio de su hermana, una visita a su líder.

Este entramado fue hábilmente aprovechado por Jackson. En varias veladas y reuniones se encontraba con la que sería su víctima, que había aprendido a reconocerlo dentro del paisaje de sus relaciones íntimas como un canadiense muy afable y culto, pero sin llegar a trabar amistad abierta con él.

El 20 de agosto de 1940 Frank Jackson llega a la casa de Trotsky y es atendido por Rita, quien se deshace fácilmente de la escolta y lo lleva al jardín de la casa donde se encontraba Trotsky.

En un momento los dos quedan solos. Jackson le pide a Trotsky que lea unos manuscritos firmados por él con la intención de que opine, a lo que León accede invitándolo a su oficina privada. Una vez allí, Jackson saca de su bolso tres armas: un revolver, un puñal y un piolet o pica hielo, y decidiéndose por el último como la herramienta homicida, se lo clava en la cabeza a Trotsky.

¿Por qué un piolet, instrumento tan remoto, tan ruin y surrealista para matar, brilla ante las destrezas patibularias soviéticas más elaboradas? Nadie lo sabrá. Tras el grito, Jacques es neutralizado y golpeado violentamente por la escolta de la víctima moribunda, que pide que no lo maten, sino que lo hagan hablar.

Jackson responde a la sucesión de interrogatorios como un trotskista hondamente decepcionado.

El 21 de agosto murió León Trotsky.

Sylvia ignoraba por completo las intenciones de su amante Mornard-Jackson. Desde París fue usada para infiltrarse en el trotskismo. Sintiéndose traicionada días después del homicidio, Sylvia intentó suicidarse, sin lograr su cometido.

Jackson, ahora en manos de la policía mexicana, así como había sabido matar, tenía que saber callar. Sólo de esta manera sería sacado rápidamente del apuro. Si bien el homicida nunca conoció directamente a Stalin, sí seguía sus órdenes como una empresa divina y no se atrevería a traicionar al régimen. Él, como parte ínfima, tampoco traicionaría sus convicciones. Mornard-Jackson no podía aceptar nunca ni bajo ninguna circunstancia su verdadera identidad. Finalmente había sido entrenado para no ser él y, en caso de ser descubierto, para simular.

Jackson se convirtió en un hombre sin nombre, sin pasado y sin historia. Se conoció su identidad de Jacques Mornard y esto complicó su defensa. Nadie sabía quién era. Tal vez ni siquiera él mismo, un hombre sin rostro que no se llama ni Jacques, ni Frank, ni Ramón; un hombre anónimo perseguido por el grito de su víctima y los vítores de un frívolo y desquiciado dictador. En su fuero interno era Ramón Mercader, pero puertas afuera sólo le ganaba un mutismo radical.

Jackson-Mornard fue encarcelado en México para pasar un tiempo indefinido de negación de su propia y verdadera persona.

La misión había sido cumplida: un hombre viejo atacado por la espalda y después del estruendoso grito de despedida de la víctima, vendría el silencio real del victimario y su celda en la prisión de Lecumberri.

Ramón Mercader / Jacques Mornard / Frank Jackson, asesino de León Trotsky, en una estación de policía en Ciudad de México el 27 de agosto de 1940. Mercader atacó a Trotsky el 21 de agosto, hiriéndolo de muerte.

En 1944, la madre del agresor, Caridad, viajó a México desde la URSS con el propósito de sacar a su hijo de la prisión haciéndose de algunos contactos estalinistas en el Partido Comunista mexicano. Aunque la orden de Stalin era la de no dejar salir a Caridad de la URSS, ella violentó este mandato y después de armar todo un escándalo, se enteró que la inteligencia rusa (NKVD) estaba trabajando para sacar a su hijo de México.

Ante la confusión que ocasionó la llegada de su madre a México y sus clandestinas reuniones y diligencias, las autoridades pudieron dar con la verdadera identidad del homicida. Ni Jacques Mornard ni Frank Jackson: un tal Ramón Mercader del Río.

Esta situación desestimó los adelantos de la NKVD para sacarlo de prisión y por el contrario lo hundió en una celda por 16 años más.

Un héroe de la promesa futura del marxismo soviético o un asesino por las buenas razones, víctima de la mezcla entre patriotismo y espíritu religioso, pasó dos décadas disoluto en un silencio que valía oro para la URSS, pero nada para él.

Nadie sabía quién estaba detrás del magnicidio salvo él. Stalin no existía para él más allá que en su recóndita esperanza ciega, cuya génesis se catequizó como la carga más pesada de su vida y como la desgracia de su idealismo. Sin embargo, hay que decir que su reclusión siempre estuvo monitoreada desde el Kremlin, y aunque haya sufrido ciertas presiones de comunistas locales e incluso largos interrogatorios y torturas propinadas por agentes infiltrados, su estadía no fue la de un preso cualquiera.

En Lecumberri dedicaría tiempo a la lectura y al entrenamiento teórico de su fe. Compartió cárcel con el mexicano Siqueiros, quien también estaba allí cumpliendo condena por intento de homicidio a Trotsky. Siqueiros fue liberado pronto gracias a la intervención diplomática de amigos suyos como Pablo Neruda, Álvaro Mutis y el cabecilla de la generación beat norteamericana William S. Burroughs.

En las intermediaciones de su condena, Ramón se enamora de una bailarina folclórica llamada Roquelia, hija de una trabajadora de la prisión con la que habría de pasar el resto de su vida.

El 6 de mayo de 1960 Ramón Mercader salió de Lecumberri y ese mismo día agarró un avión para La Habana, donde fue recibido por la Cuba de Fidel un año antes de declararse socialista.

Después de un par de meses en la Isla, Mercader salió rumbo a Moscú, con el nuevo nombre de Ramón Ivanovich López. Ya de vuelta en la URSS recibió, por mandato del fallecido Stalin, la medalla de Héroe de la Unión Soviética u Orden de Lenin -la misma que había recibido su madre- por su contribución al sostenimiento leal de las banderas comunisto-soviéticas en el mundo, o lo que era lo mismo: por haber matado a Trotsky.

Sin embargo, en el que era su país de adopción ideológica, Ramón fue vetado de cualquier contacto con agencias de inteligencia, apartado del Partido y puesto en labores editoriales para la reconstrucción de la historia del Partido Comunista español.

La URSS le había reducido todos sus recuerdos y acciones a una medalla, y de haber sido un verdadero héroe, su grandeza debía traslucirse en el brillo de aquel metal. Ni su lealtad ni su silencio le habían servido de nada más a este hombre entrado en los 50 años, con un crimen encima y una abyecta entrega de sí mismo a una causa que ya lo había enterrado hacía tiempo, pero cuyo abandono él apenas comenzaba a experimentar.

Gracias a su condecoración poseía todas las libertades de un héroe, menos la más importante para cualquier persona: la de ser él mismo. Ramón Mercader del Río era otra vez otro, llamado Ramón Ivanovich López.

En mayo de 1974 escribió una carta a Fidel Castro preguntándole si podía ir a vivir a Cuba. La respuesta fue afirmativa y en agosto de ese año, completamente descreído y desilusionado por el proceso de desestalinización al que se vio sometido la URSS, se embarcó con su familia a Cuba, lugar al que llegaría identificado con su último nombre en vida, Ramón Ivanovich López.

Este hecho demuestra que él era presa de muchas animadversiones y que su nombre por seguridad propia e incluso por intereses políticos sombríos de calidad internacional, no podría ser revelado nunca más. Su misión seguía siendo el silencio.

En 1977 un Ramón claramente enfermo se puso en contacto con un amigo español en Moscú, haciéndole saber su deseo de volver a su Cataluña natal y pasar allí sus últimos meses de vida. Éste estuvo en la disposición de ayudarlo, pero había puesto una condición: que escribiera unas memorias donde aclarara la identidad de la persona que había dado la orden de asesinar a Trotsky. Como era de esperar, Ramón declinaría su petición, protagonizando la que puede ser tal vez una de las escenas de consideración o reverencia más grandes que un súbdito le haya ofrecido a su dirigente a lo largo de la historia oficial: no traicionando su dogma y redimiendo la memoria de su adalid como el más fiel de los estalinistas. Aunque en el fondo supiera que con sus anacrónicas adherencias lo único que conseguía era menoscabarse cada vez más a sí mismo.

Todo el hermetismo ocasionado a partir de la misteriosa figura y la envolvente historia de Jaime Ramón Mercader del Río, vino a romperse tan sólo después de la caída de la URSS en 1991. Tan sólo 51 años después de haber propinado el estacazo final a Trotsky.

El 18 de octubre de 1978 Ramón Ivanovich López había muerto en el país que vio nacer a su madre y del cual fue tempranamente arrebatada. Sus restos fueron repatriados a su patria adoptiva ese mismo año para ser sepultados en el cementerio moscovita de Kúntsevo, reservado a héroes de la Unión Soviética. Su tumba dice: Ramón Mercader del Río. Barcelona 1913-La Habana 1978.

Así saldó la URSS esta deuda que tenía con un español hijo adoptivo suyo: devolviéndole, después de muerto, su verdadera identidad. En el pasillo central del museo de la KGB su fotografía reposa inmutable como la de un ídolo que desconoce su grandeza, mientras en sus lentes se logra traslucir el flash de la cámara, como si se tratara de una artimaña, para ocultar su verdadera mirada.
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