Por Tania Díaz Castro.
La historia comenzó aquel 1ro de enero de 1959. Dueños ya del país, grupos de barbudos guerrilleros se dirigían a La Habana, capital de Cuba: era una invasión de gente desconocida que la población miraba con desconfianza o con cierta alegría extraña. El país había sido tomado por sorpresa, como si se tratara de un carnaval imprevisto, pero diferente a los anteriores.
Los medios de comunicación se encargaron de decirnos quiénes eran los invasores y quién era el jefe o los jefes de todos ellos. Llegaron con actitudes victoriosas, prepotentes, para que nos rindiéramos como liliputienses a sus pies, porque se trataba de los nuevos dioses del Universo.
Entonces nos confiamos a ellos. Nos hicimos sus cómplices y parte de aquella historia que se fue complicando a medida que transcurría el tiempo.
En pocos días, el pueblo inexperto, víctima de emociones desconocidas, se convirtió en un fanático obcecado, en apasionado entusiasta, mientras que los incrédulos, los más racionales y observadores, se apartaban del camino.
Tan fanáticos éramos que todo lo veíamos a través de un prisma color de rosa, convencidos de la palabra del nuevo Dios, el más apasionado, intransigente e intolerante con los que no pensaban igual que él, obstinado en querer ser el más grande, el mejor de todos.
Así crecimos, así amamos, así creíamos que éramos felices, hasta convertirnos en seres tan dependientes, creyentes tenaces en la defensa de la nueva religión que dominaba a Cuba a través de una publicidad avasallante: los discursos kilométricos del nuevo Dios, sus periódicos, sus revistas, su televisión: todo.
Aplaudimos todo lo concerniente a ese Dios hasta el paroxismo. Luego el fanatismo se convirtió en virtud, donde el raciocinio, el pensamiento crítico y la reflexión estaban ausentes como armas propias del ser humano, hasta “afectar las fibras más sensibles de la inteligencia social”, como dicen los psicólogos.
Cuba fue un pueblo fanático durante años. Pero, ¿cuántos años duró ese fatal fanatismo? ¿Terminó con la vejez ridícula del nuevo Dios, o había muerto ya el día de su muerte física? ¿Terminó cuando comenzamos a no sentirnos libres, cuando nos taparon la boca con crueldad para que no dijéramos en alta voz lo que queríamos gritar? ¿Cuándo comenzamos a comprender los horrores, las viejas paredes para los fusilados, las cárceles llenas de los incrédulos que siempre dudaron, porque fueron capaces de ver más allá del tiempo pasado y futuro todo lo que podía acontecer?
¿Cuándo decidimos dejar de ser fanáticos nos libramos de ese lastre opresor que nos impedía pensar libremente? ¿O fue cuando se desnudó ante nuestros ojos el nuevo Dios, con sus tonos dictatoriales, dogmáticos, supremacistas?
¿Dejamos de ser fanáticos cuando nos sentimos seres inferiores, ese porciento máximo de la especie humana llamada proletaria? ¿Cuando decidimos pensar por propia cabeza, cuando dejamos de ser sordos, cuando nos negamos a repetir consignas y analizamos el delirio de los “dictadores hermanos”?
Aquellos fanáticos que recuerdo bien, porque yo fui una de ellos, hoy son personas. Sí, personas. Ajenas al opio que aturdía y obnubilaba a gran parte del pueblo, que lo deformaba. Huérfanos, hoy son los rebeldes, los que quieren abandonar el barco mal dirigido, en crisis permanente, sin opciones de futuro, sin nada. El barco de la Nada, de los malos recuerdos, siempre en riesgo por sus ineficaces timoneles, con sus alucinaciones de ser los que mejor piensan y sus cabezas negadas a toda posibilidad de reconsideración, siempre dirigiendo las emociones más absurdamente tercas para la acción política.
Cuando pase lo que tiene que pasar. Cuando se desmerengue lo que se tiene que desmerengar, todo lo veremos más claro junto a las nuevas generaciones. Juntos todos seremos capaces de crear un país mejor.
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