Por Rafael Rojas.
Hay un punto de máximo riesgo en una democracia y es fácil identificarlo: cuando aparecen los ingenieros de almas. Recuerda Robert Darnton en Censores trabajando (2014) que esa noción pasó del zhdanovismo stalinista a la política cultural de los socialismos reales de toda Europa del Este, incluyendo la Alemania oriental hasta bien entrados los años 80 del pasado siglo.
Como bien apuntaba Darnton en aquel libro, la idea de que un grupo de burócratas puede administrar la cultura, limitando la autonomía del campo intelectual, no es exclusivamente comunista. Existió en la Francia borbónica del siglo XVIII y en la Gran Bretaña whig del siglo XIX, en los Estados Unidos bajo el anticomunismo macartista y en el México del PRI.
La pretensión de gobernar las artes y la literatura, las humanidades y las ciencias sociales, desde una casta de funcionarios, está ligada a un concepto maleable de ideología de Estado. Cuando ese funcionariado piensa que la ideología debe regir la cultura, para evitar desvíos críticos que, por lo general, se asocian con fallas éticas, estamos en presencia de un tipo de política cultural autoritaria.
Stalin entendía por ingeniero de almas al típico intelectual orgánico. A su juicio, que ese intelectual fuera un escritor o un artista respetado era una ventaja. Pero reconocía que era poco probable que alguien como Máximo Gorki o Ilya Ehrenburg se convirtiera en un cabal comisario de la cultura. Era preciso echar mano de los Lunacharski, los Zhdanov y los Yakovlev, que con apoyo del Buró Político establecían un criterio de autoridad que subordinaba a la intelectualidad soviética.
La democratización de los años 80 quebró ese modelo en los socialismos reales. Pero nuevas formas de ideología de Estado y, con ellas, nuevas castas de ingenieros de almas han aparecido, en las últimas décadas, en la izquierda global. Lo vimos en América Latina, bajo los regímenes bolivarianos, donde la autonomía del campo intelectual fue objeto de un acotamiento pertinaz que, en algunos casos, como Venezuela, destruyó instituciones académicas y culturales del mayor prestigio como la Universidad Central, la Biblioteca Ayacucho o el Premio Rómulo Gallegos.
Los ingenieros de almas ahora forman un ejército mediático que dinamita la independencia de la cultura. Dado que para ellos la cultura no es otra cosa que la ideología misma, el blanco de su ataque es la jerarquía intelectual que se produce al margen del poder, sea por el mérito, la virtud o el reconocimiento. La ingeniería de almas esgrime su propia jerarquía, su propio canon, que responde a la ideología oficial.
Académicos y artistas, escritores y científicos, que deben su autoridad al criterio de sus comunidades, son siempre un objetivo prioritario de los ingenieros de almas. Como una función central de éstos es fabricar enemigos del pueblo, quienes no deben su legitimidad al Estado, aunque dependan del erario, se vuelven más vulnerables.
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