Hace doce años, el 9 de abril de 2008, murió en La Habana el historiador y etnólogo Walterio Carbonell. Tenía 88 años. Casi la mitad de esos años, más de 40, los pasó condenado al ostracismo.
En 1962, su libro “Cómo surgió la cultura nacional”, le costó que lo procesaran acusado de revisionismo. Su “delito” fue afirmar que el racismo, que había sido un importante factor de la historia de Cuba, aún seguía latente bajo el régimen revolucionario.
De nada valió su vieja amistad con Fidel Castro. Fue a parar a las granjas de trabajo forzado en Camagüey, para que expiara su pecado ideológico cortando caña.
También castigaron a su esposa, la pintora Clara Morera, expulsándola de la Asociación Hermanos Saíz.
Walterio Carbonell creyó que la campaña contra el racismo iniciada por el discurso de Fidel Castro del 22 de marzo de 1959, era el momento apropiado para un debate sincero que devolviera al negro su lugar, de protagonista y no de actor secundario, en la historia y la cultura nacional.
Pero se equivocó. Los edictos revolucionarios que pretendieron abolir el racismo de un plumazo sólo destruyeron sus bases institucionales. El complejo entramado de creencias, valores y prejuicios que lo sustentaba quedó casi indemne, y las prácticas culturales negras fueron destinadas al folklore para atraer turistas.
El discurso del castrismo sobre el negro resultó menos conservador que el de la República, pero cada uno a su modo, a la sombra del discurso martiano, diluyó el tema racial supuestamente en pro de la unidad de la nación.
Walterio Carbonell, ingenuamente, en el fervor revolucionario de principios de los años 60, creyó que para derrotar la visión histórica que consideraba excluyente de Jorge Mañach, Fernando Ortiz y Ramiro Guerra, bastaba con emplear las herramientas del marxismo. Lo que consiguió fue asustar a los mandamases y sus comisarios, cuyo miedo a que llegara a Cuba el Black Power, no difería mucho del que sintieron sus antepasados esclavistas, a principios del siglo XIX, por las degollinas y los incendios de las plantaciones del vecino Haití.
Carbonell no tardó en descubrir que sus tesis daban miedo a “los blancos de himnos y banderitas” que decía el poeta Nicolás Guillén, y que seguían siendo los mismos, sólo que ya no vestían dril o guayabera, sino uniformes verde olivo. Ahora, además de a Martí, citaban a Marx, pero a través de manuales de inspiración estalinista, y también, como no, a Lenin.
A Walterio Carbonell, como a un apestado, los inquisidores demoraron décadas en rehabilitarlo. Y nunca lo hicieron totalmente. Solo le cambiaron el puesto de castigo. Al liberarlo del trabajo forzado, creyeron prolongarle la penitencia relegándolo entre los libros de la Biblioteca Nacional.
A los argumentos de Carbonell finalmente le dieron la razón, pero demasiado tarde, a regañadientes, de mala gana, poniendo reparos.
Hoy reconocen que en Cuba pervive el racismo, que sigue latente, bajo múltiples disfraces y coartadas, prendido de conciencias y percepciones. Todos parecen admitirlo. Hasta los mandamases. Aunque no vayan más allá del blablablá de las comisiones –oficialistas, las independientes son reprimidas-, que lo consideran “un problema cultural que poco a poco se irá resolviendo, sin permitir que sea aprovechado por el enemigo imperialista”.
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