Silvio Rodríguez.
No se puede llegar a los setenta años de edad y no tener un mínimo sentido del ridículo personal. A menos, claro, que tu nombre sea Silvio Rodríguez y encima hayas sido tú el autor de la canción “Ojalá”.
Silvio, sin apellidos, tal como quedará en el corazón de los que amamos su música descalabrada a guitarrazo limpio y con afinación a oreja tapada, está ahora demandando en España -demandando judicialmente, con abogados carísimos y todo, en plena pandemia del coronavirus a nivel global- al joven cubano Yotuel Romero de la banda Orishas.
El crimen de Yotuel y los Orishas es haberle hecho un emocionante homenaje a la canción “Ojalá”, apropiándose de su estribillo -con el debido crédito a Silvio Rodríguez y sin buscar ninguna ganancia material- en la canción “Ojalá pase”, el reciente tema que Yotuel y su pareja Beatriz Luengo interpretan para todos los cubanos en YouTube.
Si algo se repite en la historia de Cuba, antes y después de la tan tardía abolición de la esclavitud en octubre de 1886, es esto: a los blancos con dinero -y para nadie es un secreto que Silvio Rodríguez es millonario, merecidamente, gracias a su obra monumental-, a esa blancocracia siempre pegada como una lapa al Estado supremacista, a esa, en fin, mayoralia machorra, lo único que la aterra en su sed de belleza y poder es la idea de un negro liberto con éxito fuera del barracón.
Por eso no habrá perdón de la patria para Yotuel Romero. Esto se le hubiera podido dejar pasar incluso a Willy Chirino, sin necesidad de un necio editorial en la prensa oficial castrista, o a lo sumo con una sonrisita salvífica de ángel para un final en el blog Segunda Cita del propio Silvio Rodríguez. Hasta ahí. Pero esto es imperdonable dada la piel de pronto apátrida del orisha Yotuel. Y, por sus declaraciones al respecto, uno se da cuenta enseguida que justo así lo siente Yotuel como un grillete en carne propia: una bofetada del apartheid llamado Revolución que hasta ayer lo acogía a él en su ghetto.
La nueva vileza de Silvio sólo garantiza su más pronto olvido como ser humano. Sus canciones hace rato que están en riesgo de irse quedando apócrifas aún en vida de su cantautor.
En este sentido, bien que se extraña a un metafórico Mark David Chapman cubano. Por su propio bien de cara a la posteridad, Silvio hubiera necesitado de un lector imbécil que le disparase cuatro proyectiles en una acera cualquiera del mundo libre, preferiblemente durante esos conciertos a estadio repleto en el Santiago de Chile de los ochenta, donde la masa foránea coreaba a capela “Ojalá” y él no los mandaba a callar groseramente, como hacía en Cuba a cada rato, porque los aplausos del patio violaban las leyes de la polirritmia.
A ras del primer cuarto del siglo XXI, es más que lastimoso ver al fantasma de un Silvio ya sin fantasma.
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