El 11 de marzo se reportaron los primeros casos de COVID-19 en Cuba. Fueron unos italianos quienes abrieron el episodio cubano de la actual pandemia, no obstante las agencias estatales de turismo continuaron promoviendo el destino Cuba de manera irresponsable hasta casi finales de ese mes cuando se hizo evidente que serían mayores las pérdidas económicas y las consecuencias políticas si los contagios aumentaban.
Un sistema de salud deteriorado, los comercios desabastecidos y un alto por ciento de la población viviendo en la pobreza poco importaron en los planes del Ministerio del Turismo de sacar provecho al desastre mundial cuando la reacción de algunos ingenuos en Europa fue aventurarse a escapar del epicentro de la enfermedad y vacacionar en destinos de sol y playa, al creer en el mito de que las altas temperaturas del trópico serían una barrera para el nuevo coronavirus.
El régimen comunista, que se jacta ante la comunidad internacional de exportar salud y cuidar de la humanidad en materia de sanidad, desatendió los reclamos de cierre de fronteras solo por “raspar” hasta el último centavo a los extranjeros, y viendo que el negocio del turismo no le ha cuadrado como imaginó, ensaya algunos paliativos para al menos obtener “del lobo un pelo”.
¿De qué otro modo entender que, mientras en algunos restaurantes privados se ofrece comida gratis para personas pobres o con dificultades para salir de sus casas a buscar alimentos, empresas estatales como Cubanacán, Palco, Palmares e incluso negocios extranjeros como Meliá e Iberostar no hayan tenido tales iniciativas e incluso con gran insistencia promocionen desde sus páginas en internet, y hasta en reportajes en la televisión dirigida por el Partido Comunista, servicios de “comida para llevar” a precios altísimos, sin tener en cuenta los bajos salarios que perciben los trabajadores cubanos?
¿Cómo es posible que siendo la llamada “empresa estatal socialista” ese modelo de “justicia social” que el gobierno cubano insiste en rescatar y dar prioridad no sea capaz de renunciar a la mentalidad expoliadora de mercado y que sea el sector privado, acorralado por el régimen e impedido de prosperar y competir de igual a igual en la economía nacional, quien ofrezca lecciones de solidaridad y humanismo?
¿Quién ha sido más despiadado con sus ciudadanos? ¿Ese “enemigo” capitalista que lleva alimentos gratis hasta las puertas de las casas de los ancianos y envía cheques a quienes no ganan lo suficiente para enfrentar una cuarentena o este socialismo que dice no dejar desamparados a los más pobres, es decir, a cerca del ochenta por ciento de los cubanos, pero se resiste ante la idea de gratuidades en medio de una situación de emergencia que las requiere?
“Se acabaron las gratuidades”, fue el lema que acuñó Raúl Castro hace ya algunos años cuando se les metió en la cabeza a los militares convertirse en empresarios, y todo indica que los dirigentes comunistas se lo han tomado bien a pecho. Incluso con aquello de “cambiar mentalidades” -que no es más que un disparo de arrancada de un sálvese el que pueda-, muchos se han resguardado convenientemente bajo una burbuja de irrealidad donde la carestía y la miseria parecieran mitos urbanos.
Solo bajo la idea de un país imaginario donde todo marcha bien es que una empresa estatal como Caracol S.A., en la sucursal de Santiago de Cuba, puede publicar en su página web un anuncio donde hace un llamado a “evitar las compras de pánico” o “acaparamiento” e invita a “solo adquirir lo necesario”, como si los cubanos y cubanas contaran con establecimientos repletos de productos y como si el pánico fuera un asunto “coyuntural” y no un sentimiento constante, tan perpetuo y torturador como la incertidumbre, la desesperanza y el agotamiento físico y mental, lo que en buen criollo la gente conoce como “el obstine”, la “obstinadera”.
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