El desabastecimiento es total. Una bodega estatal en La Habana, Cuba.
Rubén abrió nuevamente la pizzería que tiene desde hace varios años en la calle Concordia, en Centro Habana. Llevaba ochenta y seis días cerrado, sin ganar ni un centavo por causa de la pandemia, y lo que logró ahorrar con esfuerzo se le fue en sobrevivir al día a día con la familia.
Aunque no ha quitado los carteles lumínicos donde se anuncian las variedades de pizzas por las que ganara cierta fama el lugar, relativamente barato en comparación con negocios similares en las cercanías, hoy Rubén solo vende jugo de mango y croquetas, lo único que ha podido conseguir para, como él mismo dice con resignación, “ir tirando” y hacer el dinero de la jornada.
No ha logrado comprar queso, tampoco harina de trigo y aceite, y para colmo es acosado a toda hora por los inspectores estatales, ávidos de encontrar cualquier ilegalidad o contravención que justifiquen una multa, como estrategia habitual de extorsión.
“Imagínate, todo el mundo está ´arrancado´ (sin dinero) y los inspectores llevan meses sin hacer lo suyo. Ahora hay que cuidarse más que antes (…), están como perros hambrientos a ver qué se les pega”, denuncia Rubén, que además advierte que, de pagar los diez dólares diarios que exigen los inspectores como soborno, él pudiera comenzar de nuevo a elaborar y vender pizzas pero el desabastecimiento ha complicado la situación.
En la misma calle, dos cuadras más adelante, una cafetería conocida en la zona por vender panes con hamburguesas y batidos de frutas, hoy muestra en la tablilla casi lo mismo que Rubén: croqueta “al plato”, jugo de mango y, como algo especial, duro frío de esencia artificial de fresa, cada uno por el valor de un peso en moneda nacional.
Dislayni, la propietaria, está pensando en cerrar si para diciembre “la cosa no mejora” porque el resultado de las ventas de los últimos quince días no es bueno. Apenas le alcanzará este mes para pagar impuestos, electricidad y demás gastos de su pequeño negocio.
Según afirma, de los cinco mil pesos diarios (unos doscientos dólares al cambio actual) que normalmente hacía hace cuatro meses atrás, hoy se siente satisfecha cuando llega la hora de cierre, casi en la madrugada, y la cuenta suma poco más de cien pesos (unos cuatro dólares).
“Hay días que solo he podido hacer cincuenta, ayer hice noventa, y hoy ya son las 8 (de la noche) y no llego a sesenta pesos (…), lo que más estoy vendiendo es jugo y durofrío, y a los mismos muchachos del barrio que juegan en la calle y pasan por aquí (…) esto es lo nunca visto (…), yo creo que esta vez el país sí se jodió”, dice Dislayni mientras se pasa la mano por la cabeza como dándose consuelo ella misma.
La mayoría, sin privilegios especiales, tardarán mucho tiempo en abrir o jamás volverán a hacerlo.
También como a Rubén, los inspectores la visitan varias veces en el día a la caza de cualquier deficiencia pero la joven mujer ha logrado salir ilesa, aunque con la advertencia de que no podrá volver a vender hamburguesas si no paga un poco más de lo que pagaba antes de la pandemia para librarse de multas y registros policiales.
“Antes les pagaba diez (dólares diarios), ahora me están pidiendo veinte (…), les dije que no puedo, la carne de puerco está perdida (…), el pan no te venden todo el que uno quiere (…), no puedo pagar ni siquiera los diez de antes (…) pero me dijeron que ellos tenían un punto (una persona que vende ilegalmente), que si les compraba, ellos no me iban a decir nada (…). Son unos descarados. Los mismos que te ponen la multa por comprar cosas ilegales son los que te venden (…). Esto no lo arregla nadie”, dice Dislayni.
Testimonios como los anteriores son fáciles de obtener en cualquier lugar de la ciudad pero sobre todo en las zonas de mayor actividad comercial antes de los cierres por coronavirus.
Con la supuesta “reapertura”, el escenario en Cuba se percibe mucho más deprimente y, aunque se habla de una “nueva normalidad”, esta es el más vívido reflejo del agravamiento de una misma crisis añeja sin soluciones a la vista.
Los carteles de “cerrado” están por todas partes, los comercios privados que se han decidido a abrir están vacíos.
La gente camina desesperada de un lugar a otro, o hace interminables filas, en busca de alimentos que no aparecen ni siquiera con dinero en mano.
Sin embargo, la “reapertura”, aun en tales condiciones de desabastecimiento total, ha sido muy diferente para algunos pocos “privilegiados” para los que el escenario “favorable” no ha variado casi nada.
“Las mismas dificultades de antes pero igual, todo aparece. Lo que hay es que saber buscar”, dice uno de los copropietarios de una famosa paladar en el municipio Playa que no cerró incluso en los peores momentos de la COVID-19.
Varios comercios han abierto pero sin mucho que ofrecer.
Vendiendo grandes volúmenes de comida a domicilio en los meses anteriores y ahora de regreso al servicio de salón, este empresario privado -que además es copropietario de otros dos famosos restaurantes en La Habana-, nos advierte, bajo condición de anonimato, que la asombrosa “excepcionalidad” de su negocio se debe a las numerosas y excelentes “relaciones” del dueño principal -un ciudadano francés- con funcionarios del gobierno que le han permitido hacer cosas que para otros emprendedores están prohibidas como, por ejemplo, la autorización para comprar en almacenes mayoristas destinados solo al turismo, así como también a importar por vía aérea insumos en momentos en que están detenidas estas operaciones para muchas empresas estatales.
“Las ventas han disminuido pero como es normal, por la falta de turismo (…) por ventas a domicilio estamos más o menos haciendo lo mismo que antes, incluso pensamos continuar con eso para siempre porque es muy rentable. (…) La carta no ha variado tanto (…), no es la misma que hace tres meses atrás porque algunas cosas cuesta más trabajo encontrarlas pero aparecen (…). Mira, los inspectores por aquí ni se acercan. Ellos saben bien donde dice peligro (…), de aquí come gente que tú ni te imaginas, así que cuando aquí falte la comida es que de verdad no hay ni en casa de Raúl Castro”, afirma este exmilitar devenido “cuentapropista de éxito”, como él mismo se define entre risas.
Mientras tanto, en las calles se hacen cada día más evidentes las señales de que Cuba está a punto de enfrentarse a un largo periodo de hambruna donde ni siquiera los dólares serán garantía de salvación.
Los comercios de la ciudad están totalmente desabastecidos, los pocos alimentos que aparecen esporádicamente han sido normados y el gobierno, como acostumbra a hacer desde siempre, solo hace planes para producciones futuras, ilusorias, ofreciendo como solución inmediata que la gente produzca su propia comida en los patios.
Aún así, se niega a levantar las restricciones actuales a la pesca —una actividad monopolizada por el Estado cubano con la finalidad de exportar y no de ofrecer alimentos para todos— y condiciona la entrega de tierras a contratos abusivos entre los campesinos y las empresas estatales de acopio que frenan la productividad, lejos de estimularla.
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