Por Carlos Lechuga.
El mensajero tiene 70 años y es igualito a Benny Moré. A un Benny Moré viejo, machacado por el sol, la miseria y las colas. El tipo es súper buena gente, honrado, humilde. Un tipo que te dan ganas de dejarlo en la casa y cuidarlo como si fuera tu abuelo. El mensajero está entre la espada y la pared: si no sale a la calle a lucharse los pesos, se muere de hambre, pero al mismo tiempo, cuando sale, arriesga su vida. El cerco se va cerrando, los casos aumentan.
No solo su edad es el problema, o que tenga que pasarse horas en una cola llena de gente que empuja y no respeta el espacio. Gente que no usa cubrebocas. Gente, más joven, más bicha, que al final del día se queda con todo el pollo, toda la pasta o todo el aceite. El lío es que después tiene que ir casa por casa tratando de vender lo que consiguió. Casas que él no sabe si son peligrosas. No sabe si yo mismo ayer estuve con una prima enferma, o con un socio asintomático.
El mensajero vive en un riesgo constante.
Al principio le dije a mi madre que debíamos cuidarlo, que no podíamos seguir usándolo, pero al final de la jornada él iba a seguir trabajando. Tenía que mantener a su esposa, ya mayor. Tenía que comer. Y eso era lo que hacía. Lo que le daba resultado. Lo iba a seguir haciendo. Entonces, a partir de ese momento, lo seguimos usando, pero dándole un poco más de dinero.
Par de veces, cuando el cobro no había llegado, tuve que dejarlo ir. Dejarlo ir es no ayudarlo y verlo marcharse bajo el sol con sus pesadas bolsas. La vida en la isla desde hace rato no es nada fácil, pero ahora la cosa está peor. Como en la ley de la selva, cada uno tira para su lado. La lucha por encontrar comida, por guardar comida, por sentirse un poquito seguro en medio de tanta incertidumbre ha hecho que la gente sea más egoísta. Estamos viviendo en el «sálvese el que pueda».
Al mismo tiempo las campañas policiales que pasan por la televisión nacional crean un ambiente de cacería de brujas bien feo. Cuba es un país con bloqueo económico cuyos dirigentes, al mismo tiempo, no han sabido encontrar en sesenta años una solución al problema de la alimentación. Echarles la culpa a los revendedores, a los llamados coleros, es una falta de respeto total. No se puede culpar a la gente que trata de sobrevivir. A la gente que está tratando de comer, de no morirse de hambre. Si el Estado no ha podido o no ha sabido garantizar la comida, no debería buscar justificaciones ni inventar culpables. Nadie come justificaciones.
Las redes sociales, casi todos los días, nos dan muestras del descontento de la población. Gente que, como el mensajero, echó su vida aquí, creyó en esto y nunca, nunca, se ha puesto letal. Pero letal de verdad. Aquí los gobernantes deberían agradecer que el pueblo no se les haya cuadrado y se haya tirado para la calle. Porque la verdad es que la situación es insostenible. Este tipo de cacería policial que ponen en el noticiero, que parece un C.S.I de bajo presupuesto, lo único que hace es dividir a la gente. Dividir al pueblo entre buenos y malos.
El mensajero no tiene edad para hacer una cola que empieza en la noche del día anterior. Colas que duran horas. Colas que llevan a un final bien kafkiano. La gente es «cuidada» o «vigilada» por policías o militares. Solo puedes comprar un poco de alimento. Si ayer compraste picadillo, hoy te toca puré de tomate. Y un millón de tallas raras.
El mensajero me contó que, frente a la gasolinera de 25, en Vedado, hay un edificio donde la gente tiene catalejos y se pone a cazar al camión del pollo. Si lo ven venir, luego se echan a dormir en el parque, a coger fresco, y así, en vilo, hasta la mañana. Ya han estado par de veces a punto de comprar el pollo y no se lo han vendido. Porque no vino pesado, porque no vino separado, porque es para repartirlo en las otras tiendas.
El mensajero anda alterado últimamente. No para de hablar de Venezuela. Por meses ha estado pendiente de la situación en Venezuela y teme que ya estemos igual o peor y que no hayamos visto el momento. El momento en que pasamos la línea y nos embarcamos.
En un tiempo tan difícil, en el que mantenerse sano o comer tres veces al día es un lujo y una bendición, al cubano de a pie le duele mucho ver cómo viven ciertos dirigentes, sus hijos y sus nietos. Las redes sociales han permitido que la gente vea viajecitos en barcos, tardes de paellita, carritos cómicos. Mi vecina Antonia tiene su celular lleno de fotos de los hijos y los nietos de una pila de gobernantes.
Sin embargo, el mensajero no quiere que le hablen de eso. Sería muy doloroso, después de echar toda su vida aquí, poniendo el lomo, zapateando para tratar de sacar una familia adelante. Pensar en eso le rompería el coco en dos. ¿Pero sabes cuantas horas dura una cola? ¿Cuántas cosas se te cuelan en la cabeza en cinco o seis horas? Ahí se piensan muchas cosas. Aunque fueras un maestro budista no podrías dejar de pensar en «la cosa».
El mensajero prefiere ver las telenovelas. Las telenovelas cubanas, que son una versión más suave del noticiero. En pleno 2020, para las telenovelas es «osado» mostrar una pareja gay. Una pareja que no puede besarse, que no puede tocarse, que no se acarician. Las telenovelas cubanas inducen y apoyan a la gente para que paran y tengan hijos. La población envejece y hace falta sangre nueva. Nuevos pioneros, nuevos mandaderos, nuevos cubanos de a pie.
A cada rato nos sentamos y hablamos de la novela, le preparo alguna meriendita, tratamos de buscarle el lado positivo a todo. Pero para eso tenemos que evadir hablar de lo obvio, de la «cosa», de lo que está a la cara del cubano.
En una estampida zombi, en una situación de catástrofes, los viejos serían los primeros en perecer. O sea, casi el país entero, ya que la isla tiene un porcentaje súper alto de envejecimiento poblacional. Hace unos años, con cien dólares se llenaba un refrigerador y sobraba dinero. Ahora, una paleta de puerco te puede costar 50 dólares; unos pocos tomates, seis; una bolsita de papa, cuatro. Y estos alimentos son para los afortunados. No tengo la menor idea de cómo vive la gente. ¿Cómo hacen para llegar a fin de mes?
El mensajero le lleva comida a un tipo que tiene una casa con dos delfines de concreto en la entrada y una piscina en el patio. A una mujer que tiene otros cinco mensajeros como él y que solo puede tomar refresco de latica de afuera. A un restaurante que hace comida a domicilio; ahí le dan almuerzo y lo ayudan para que se lleve cosas para la casa, para la señora.
El mensajero camina y camina con sus zapatos rotos bajo el sol de julio y bajo el sol de agosto. Ir de Plaza a Nuevo Vedado le da tiempo a pensar: en las diferencias de clases, en los discursos de antes que ahora suenan ridículos, en la actitud de los cubanos en general y en la actitud de los cubanos cuando les ponen una cámara delante y empiezan a hablar como papagayos cosas que nadie se cree.
El bárbaro anota números en sus papelitos. Suma. Saca cuentas. Un buen día, en dependencia de lo que consiga, puede ganar entre cinco y seis pesos. Eso, al mes, no hace más de 200 dólares. Salario que le sirve para comer, conseguir las cosas del aseo y comprar en el mercado negro algún medicamento necesario. Con ese dinero no se da un lujo. No va a Varadero. No compra un pantalón ni un par de zapatos. ¿Y entonces? ¿Cómo hacen los que ganan 50 dólares al mes, o 30? No hay matemática. Es por gusto.
El mensajero me tira un beso y me dice: «A esto no se le puede meter lápiz porque te vuelves loco». Se aleja cargado de bolsas. El sol lo pone a sudar, y no se ha dado cuenta de que lleva el nasobuco en la frente.
Así, arriesgándose, disfruta coger un poquito de aire. El rostro libre, hasta que lo pare algún policía y lo regañe.
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