Por Camilo Venegas.
Bladimir Zamora tenía una gracia única para poner nombretes, porque a ese humor innato con el que salió de Cauto del Paso, le sumaba su inteligencia y su cubanía. A Eusebio Leal le puso la Gallina Escarbadora. Nunca más lo llamamos por su nombre, ni él ni los que sabíamos del mote.
Tras la muerte del historiador de La Habana, se ha desatado una pandemia de pésames. Muchos realmente sentidos. Otros, hechos para cazar likes. No pocos son deudores de esa rimbombante cursilería de la que estaba plagada la prosa y la oralidad del siempre leal Eusebio.
Dejémonos de hipocresía. La Habana nunca necesitó de un Eusebio Leal mientras fue libre y espléndida. Durante los 440 años que se construyó todo lo que define a la ciudad (desde 1519 hasta 1959), jamás precisó de un cortesano que la ensalzará. Bastaban los habaneros para ello.
Eusebio Leal no fue un historiador (su trabajo, de hecho, está plagado de imprecisiones y hasta de ficciones), fue un escenógrafo. Maquilló una parte ínfima de la ciudad (si se compara con el tamaño de los escombros) y la convirtió en un escenario inanimado para recibir visitas ilustres y producir postales.
Renay Chinea logra retratarlo en un párrafo: “Era un pésimo historiador. No obstante, un escritor deplorable. Sin embargo, su intelectualidad es nula y quien lo acuse de buen servidor público, es un embustero. Hemos salido de un hombre cutre y engolado. Lamepapas, lamereyes, lamegenerales de la fotografía oficial. Un esperpéntico fingidor. Y ahí me paro”.
Sus elogios al dictador Fidel Castro quedarán para siempre entre las más ridículas guataconerías de la historia de Cuba. Su incondicional servilismo, lo llevó a firmar aquella ominosa carta que apoyaba el fusilamiento de tres habaneros. El propio régimen debería sentirse avergonzado de que, tras 61 años de colectividad forzada, la salvación de una ciudad se le atribuya a una sola persona.
Si La Habana no se murió cuando perdió a Casal, Lezama o Portocarrero, no lo hará por Eusebio. Nadie se va a morir, menos ahora que esa mujer en ruinas inclina el ceño.
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