Por Ana León.
Tumulto para comprar muslos de pollo y detergente en la tienda Yumurí, Centro Habana.
El problema de la alimentación en Cuba está alcanzando niveles de desastre muy superiores a los experimentados durante la crisis de los años noventa, a pesar de la actual diversificación de la economía, el cuentapropismo, las facilidades para viajar y las remesas.
Treinta años después de la debacle financiera que debió servir al menos para aleccionar a los dirigentes del Partido Comunista de Cuba (PCC), la pesadilla nacional sigue sin solución y empeorando a un ritmo que contradice cualquier pretensión oficialista de lograr la “soberanía alimentaria”. El mes de marzo finaliza con un preocupante descenso en la venta de pollo, único cárnico cuya distribución mantenía cierta regularidad, aunque insuficiente para satisfacer la demanda; y la desaparición casi total de frutas y viandas de los mercados agropecuarios.
Si en el Período Especial los habaneros viajaban a la periferia que hoy se conoce como Mayabeque y Artemisa para canjear ropas, zapatos y aseo por sacos de viandas, ahora, en pleno siglo XXI, deben hacer dilatadas colas para comprar unas pocas libras de papa o una mano de plátano burro. Coles, zanahorias y algunas hortalizas son los productos más asiduos en los puntos de venta, donde el plátano macho se vende a escondidas y una jaba de boniatos con huecos cuesta treinta pesos. Dondequiera que se detiene una carretilla con mercancía, así esté regular o mala, inmediatamente se ve rodeada de gente ávida, dispuesta a hurgar en el surtido medio putrefacto hasta encontrar algo aceptable, que se pueda comer sin riesgo de sufrir una cagantina o un empacho.
No se dice en las noticias, pero la gran mayoría de los cubanos se ha desentendido de la crisis epidemiológica provocada por la COVID-19 para lidiar con el desafío que supone su propia supervivencia. No lo ha dicho ningún ministro, pero la escasez es tan aguda que Cuba debe estar atravesando un paro productivo de proporciones peligrosas, con casi toda su población volcada en las largas filas para comprar lo que aparezca, y la totalidad de los recursos en función de una vacuna que sin dudas es necesaria, pero no va a sacarnos del subdesarrollo y probablemente esté causando daños colaterales derivados de la falta de medicinas para controlar padecimientos que pueden resultar mortales sin la atención y el tratamiento requeridos.
En lugar de darle espacio y libertad a los productores, el régimen ha redoblado el acoso contra los únicos que pueden aportar algún alivio al demacrado bolsillo de los trabajadores. A consecuencia de la persecución, los vendedores han metido el agro en sus casas y trabajan a escondidas, gracias a la complicidad del barrio, como si ayudar a remediar tanta hambre fuera un delito.
No se ha vuelto a hablar del Banco de Fomento Agrícola desde que Alejandro Gil –ministro de Economía– anunciara su creación a inicios de noviembre de 2020 como una importante medida para impulsar el desarrollo del sector agropecuario. A juzgar por la pobreza que se extiende a lo largo y ancho del país, no se ha concretado incentivo alguno para los campesinos, y vale señalar que tampoco para los pescadores ni los ganaderos.
Leche –líquida o en polvo–, yogurt, helado, queso, mantequilla, son bienes que los cubanos no han vuelto a degustar, excepto aquellos que poseen divisas o suficiente moneda nacional para pagarlos a precios híper inflados.
Las pescaderías estatales son un monumento al absurdo, donde en lugar de productos del mar se vende jamonada apócrifa, croquetas de dudosa composición o rabirrubias diminutas, a 98 pesos el kilogramo. En el otro extremo del ridículo, en esos mismos establecimientos, el gobierno ha autorizado la venta a la población de tronchos de Aguja y Emperador que llevaban meses añejándose en las neveras de los hoteles, nada menos que a 341 pesos el kilogramo, casi 15 dólares al cambio oficial.
Lo más triste, no obstante, es que mientras el régimen aprovecha la escasez y el hambre para venderle al pueblo alimentos congelados porque no hay turistas que se los coman, pescadores por cuenta propia venden en la puerta de su casa enormes ejemplares recién salidos del mar, eviscerados y pesados delante del comprador, a 70 pesos la libra. Mientras la Aguja y el Emperador mudan de nevera sin que aparezcan consumidores dispuestos a pagar los precios que impone el estado, el pescador vende sus piezas enteras en pocos minutos, gana su sustento honradamente y los clientes quedan conformes.
Tal es la ley del mercado que los burócratas ahogan con regulaciones y prohibiciones, para que los cubanos continúen entendiendo la vida en términos de dependencia y obligatoriedad hacia un sistema explotador. Cuba está peor que en los años noventa porque las mordazas se mantienen intactas. Los cambios han sido mero maquillaje para atraer a incautos inversionistas, o congraciarse con el ala menos suspicaz de la opinión internacional.
La prensa cubana procura restarle gravedad al desastre y llenar de optimismo las ollas vacías con recetas culinarias que reflejan cuán desconectados están los redactores del acontecer nacional, donde una libra de arroz vale 40 pesos, un cartón de huevo 300 y una botella pequeña de salsa china 200. Incluso en la plataforma virtual TuEnvío, las únicas “proteínas” disponibles son picadillo mixto y perritos (salchichas).
Cuba se queda sin alimentos ni esperanza mientras el régimen, en su obcecación, dispara a matar. Hambrear a un pueblo, silenciarlo e imponerle la continuidad del yugo como única alternativa, debería ser considerado un crimen de lesa humanidad. No se trata de un segundo Período Especial, como muchos afirman. Es un proceso de aniquilación sistemática que va de lo físico a lo espiritual, triturando la psiquis y convirtiendo al cubano en algo no muerto, pero tampoco vivo. No puede llamársele vida a un estado de coma que solo se interrumpe para acelerar el hundimiento de la nación, o lo que queda de ella.
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