Por Ines Sanz.
En la esquina de Zapata y B se alza un edificio nuevo; no nuevo, es de hace unos años, pero un edificio de doce años es un bebé en esta Habana arquitectónicamente pre-revolucionaria. Su existencia no tiene nada del otro mundo, excepto el hecho de constituir el refugio al que fueron a parar los inquilinos de un monumento a los caídos: a los techos caídos, específicamente.
El edificio Alaska, enclavado en la intersección de las calles 23 y M, fue finalmente demolido a mediados del 2003, proceso que concluyó con casi un siglo de historia; puede que una historia muy particular o prominente, pero que vio pasar varias generaciones desde la cuna hasta el último estertor, pasillos por los que deambularon personalidades de la cultura como Rosita Fornés, el actor y locutor Álvaro de Insua, el actor Carlos Badías, las actrices Minín Bujones y Maritza Rosales, el director de televisión José Ramón Artigas y la periodista de la Editorial de la Mujer Aloyma Ravelo. Los imagino saludándose luego de un largo día de trabajo, ojeando el mural, bajando y subiendo escaleras y hasta compartiendo velas en momentos en que la luz era un bien preciado. ¡Divina cotidianidad!
El edificio Alaska contaba con cinco pisos y más de 50 apartamentos con cuatro o cinco habitaciones.
“Se caía a trozos”, comentaban los vecinos en tono jovial, a pesar de enfrentar la difícil tarea de mudar los matules para algún otro rincón (el disponible) en Habana del Este. El verano de 2002 presenció el desplomo de techo tras techo, alhaja tras alhaja en el suelo, desconsuelo y comparecencia de vecinos, los que perdían el hogar y los que sabían que su momento llegaría. A esas alturas, era inminente el derrumbe, ya fuera espontáneo y forzado, del cansancio de los cimientos o de la voluntad de la circunscripción.
Mario Coyula, conocido arquitecto dentro de su área y en la cultura general cubana por su genialidad y sus remarcados apuntes a las barbaridades que en cuanto a construcción se venían realizando en el país, señaló poco tiempo previo a su defunción que “todo tiene un momento en que es posible arreglarlo. Si se deja pasar el tiempo ya no vale la pena, desde el punto de vista económico, la restauración”.
Aunque no era precisamente una obra perfecta pero su valor fundamental era que constituía una obra testimonial.
Y es que hay que actuar a tiempo para preservar la historia, y para todo, la verdad. El Premio Nacional de Arquitectura José Enrique Fornés Bonavía comentó también sobre el estado al que llegó la edificación, único testigo del período premoderno de La Rampa, manifestando su interés por haber rescatado el inmueble, que no era nada fuera de lo común, pero creaba un “marco que daba ambiente al lugar”. Que debían haberse tomado las medidas pertinentes cuatro décadas previas a la etapa, decía.
Emplazado frente al Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), resulta familiar para millones de cubanos. Se construyó en 1922 y aún hoy, sin contar con su presencia, da forma a la manzana de La Rampa. La zona es pura nostalgia y se debería, en consecuencia, rescatar. No fue referencia para los edificios modernos, y se queda corto en cuanto al racionalismo (estética clásica), pero daba testimonio de la historia de la zona; la historia de La Rampa comenzó ahí.
La Rampa, comenzó con él, y era lo único que quedaba de la imagen antigua de la zona.
Con cinco plantas y más de cincuenta apartamentos con cuatro o cinco habitaciones, la reparación arquitectónica resultaba imperativa y costosa, a lo que se suma que algunas de las viviendas fueron transformadas en cuarterías y el estilo ecléctico de la construcción. Finalmente, se aprobó el presupuesto requerido en 1978.
Llegó el Período Especial en los 90 y algunos moradores fueron alojados en albergues en la parte oriental de la capital y el resto se trasladaron más de una década después, mientras moría el Alaska.
Su valor, más autobiográfico que otra cosa, permeó la memoria colectiva porque pasó a obtener valor cultural. Quizás hubiera sido posible mantener algún elemento propio del edificio para dejar un trazo de su estancia, porque los cimientos son los mismos pero no es una huella fácilmente notable al pasar: algo que testificara lo que el Alaska representó.
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