Por Orlando Freire Santana.
Cola para entrara a la tienda en dólares de Boyeros y Camagüey.
Todos sabemos que a las tiendas que ofertan en moneda libremente convertible (MLC) hay que llegar bien temprano si queremos entrar en la primera vuelta. De no ser así, las posibilidades de acceder a las mejores mercancías son pocas.
No obstante a semejante convicción, solo pude llegar a la cola de la tienda de Boyeros y Camagüey, ubicada en el límite de los municipios Cerro y Boyeros, a las 7:30 de la mañana. Y, como era de esperar, a esa hora el tumulto era grande, en espera de que dieran los turnos para entrar al establecimiento a las 9:00 de la mañana. La cola no se hace en la puerta de la tienda, sino en una plazoleta distante a tres cuadras del lugar.
En una fila tan prolongada uno se entera de muchas cosas. Entre otras, de los productos más demandados por las personas allí presentes, como las ollas arroceras, el queso, las cervezas y el café. Casi todos con los que conversé anhelaban que ese día hubiera esos surtidos en la tienda. Y es que, en realidad, uno va a suerte y verdad a esos lugares, porque no te enteras de lo que hay hasta que no llegas al interior del establecimiento.
Algunos de mis camaradas ocasionales de la cola comentaban el contraste existente entre las tiendas del aristocrático barrio de Miramar, zona de dirigentes y diplomáticos extranjeros, como 3ra y 70, 5ta y 42 y Palco -las veían muy bien surtidas en las páginas de Internet-, y las otras de la periferia habanera, donde generalmente los surtidos eran pocos.
Cerca de las 9:00 a.m. vinieron dos policías a repartir los turnos de entrada a la tienda. Dieron 200, y para mi desdicha no alcancé ninguno, lo que significaba que me esperaban varias horas de cola hasta que dieran los turnos de la segunda vuelta.
Tienda de Boyeros y Camagüey.
Así las cosas, agotado por el cansancio y un sol abrazador, a las 11:00 de la mañana vinieron nuevamente los policías. Pensaba que, al fin, ya iba a entrar en la tienda, pero no, lo que hicieron fue pasarnos a una segunda cola, esta ya en las proximidades de la entrada.
En ese lugar presenciamos una discusión entre el portero de la tienda y un señor mayor que pretendía entrar por la cola especial -mucho más pequeña que la del resto de las personas- reservada a discapacitados, embarazadas y vulnerables. Esta última categoría se les confiere a personas mayores de 65 años que posean una carta con el cuño y la firma del trabajador social de su comunidad.
El portero, al parecer, no aceptaba la carta que poseía el señor, y este le gritaba a viva voz que era un corrupto, pues había dejado pasar sin hacer la cola a varias personas que le dieron dinero. Al final, el supuesto vulnerable debió marcharse sin poder entrar en la tienda.
Después de permanecer otra hora más en la “segunda cola”, ya pasadas las 12:00 del mediodía, logré entrar. Aquello era como un hormiguero de gente decepcionada que iba de un lugar a otro sin encontrar lo que buscaba. Las ollas arroceras se habían acabado, no había cervezas, y el queso brillaba por su ausencia desde hacía días. Tampoco había laticas de pescado u otros productos cárnicos. Solo compré un paquete de café, detergente en polvo y algunos paquetes de frijoles. La jaba que había llevado resultaba grande para tan poca compra.
Ahora solo restaba dirigirme a la caja para efectuar el pago, en el que no interviene el dinero en efectivo, sino tarjetas magnéticas contentivas del saldo en dólares. Aquí debía estar muy atento, pues había oído que los cajeros “inventaban” con tal de buscarse algo que complementara su salario.
Y esta vez no me sucedió a mí, pero sí a un señor que pagó en una caja cercana a la mía. El hombre compró tres paquetes de detergente, y después de caminar hacia la puerta de salida revisó su comprobante y detectó que la cajera le había descontado de su saldo cinco paquetes.
Cuando regresó a reclamar la cajera se negó, pues argumentaba que ya el comprador había salido del establecimiento. El cliente, enfurecido, fue a buscar al gerente de la tienda al tiempo que gritaba que la cajera no era más que una bandida.
Por mi parte, me fui sin saber el final de esa disputa. Tenía suficiente dinero para buscar un taxi, pero el peso de la jaba era tan pequeño que opté por ahorrarlo y coger una guagua del transporte público.
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