sábado, 1 de abril de 2023

El surtidor inmóvil de un encantamiento.

Por Abilio Estévez.

Noche de carnaval / Henri Rousseau, Francia, 1886

Según se cuenta, antes de aparecer en libro, ya Paradiso, la novela de José Lezama Lima, venía precedida por las carcajadas de los linotipistas. Los comentarios de quienes trabajaban con los plomos, llegaban a lo que en Cuba se conocía entonces, con frase de reminiscencias pitagóricas, como «las altas esferas». Estas, sin embargo, no hicieron demasiado caso. «Una locura más del gordo», se dice que dijo Nicolás Guillén mientras daba de comer a los gallos de su jardín. Al fin y al cabo, ¿qué preocupación podía provocar un mamotreto de quinientas páginas, que, para colmo, nadie entendería? Aquellos pocos que habían leído los capítulos publicados en Orígenes sonreían con indulgencia; aseguraban que nada había que temer. Justo es decir que, en aquellos años, y hasta muchos años después que llegan quizá a nuestros días, el «temor» a un libro es semejante al temor a un disparo, a muchos disparos, a una sedición. Si algo no se le puede negar nunca a la llamada Revolución cubana, como a cualquier totalitarismo, ha sido su fe inquebrantable en el poder de la literatura.

Cuando Paradiso apareció por fin publicada se produjo el pequeño escándalo. No era exactamente lo que la nomenclatura podría haber llamado un libro «contrarrevolucionario» (aunque desde el punto de vista de la nomenclatura, cualquier libro, el más insustancial, podía tener atributos «contrarrevolucionarios»); tampoco era la locura inocua que habían imaginado. Una locura, en efecto, solo que una locura extraordinariamente brillante, cuerda y efectiva. Un libro excesivo y grandioso que era, al mismo tiempo, la historia de una familia, un diálogo sobre la homosexualidad, un estudio sobre la imagen poética, que pretendía completar lo que el propio autor calificaba como «sistema poético». Como intentaba abarcarlo todo, Paradiso entraba en la categoría de lo que Vargas Llosa ha llamado «las tentativas imposibles». Un libro con tales resonancias no podía ser aceptado. Insisto: para ser «contrarrevolucionario» en el sentido que le ha dado siempre el poder cubano a la palabra, basta con que un libro sea excelente. Por un lado, como sabemos, Paradiso constituía un desafiante ejercicio de libertad; por otro, se situaba de pronto en el centro de la literatura cubana.

Como su autor poseía, sin duda alguna, la «condición irradiante», gran parte de la cultura cubana del siglo XX tiene que ver con su tozudez, con su seguro paso de mulo en el abismo. Los escritores cubanos, durante la primera mitad del siglo, vivían, es decir escribían en medio de la indiferencia. Se hallaban en el centro de la vida cultural cubana sin estarlo realmente. Vivían en los márgenes. Y cuando no se les premiaba con la indiferencia, se les atendía con un irónico «no entiendo». Buen ejemplo: la polémica que en 1949 inicia Jorge Mañach con el propio Lezama Lima. Luego, en la segunda mitad del siglo, después de 1959, la indiferencia se trueca por una observación minuciosa. «Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución nada». Frase terrible, de resonancias mussolinianas, que parecen al mismo tiempo parodias de Saint-Just.

Paradiso apareció como toda una extensa obra coherente, sistemática, que resumía la obra de una vida: cinco libros de poesía y cinco de ensayos, además de una inmensa y fatigosa tarea de editor de revistas memorables. Paradiso fue la solución imantada de cada uno de aquellos fragmentos.

Una tarde habanera oscura y húmeda (recuerdo que llovía fervorosamente), María Luisa Bautista, viuda de Lezama, me contó la incertidumbre del poeta durante aquellos días y la llegada de la carta salvadora. El cartero entregó un gran sobre de Manila que llegaba con remitente de París. Acompañándolo con una carta, Julio Cortázar enviaba su ensayo «Para llegar a Lezama Lima», que un año más tarde integrara el volumen La vuelta al día en ochenta mundos. El propio Lezama, en carta a su hermana Eloísa, narra así la llegada del texto:

El día del santo de mamá fue para mí, como para nosotros todos, un día de evocación y tristeza. Yo desde el día anterior me había sentido con ese decaimiento que nos gana en presencia de lo irremediable. Pero cuando llegó el día, creo que fue ella la que propició ese hecho, en que yo me sentía totalmente arrasado, llegó por la tarde un magnífico ensayo de Julio Cortázar, mi gran amigo, sobre Paradiso […] Cortázar ha sido un gran amigo mío y de mi obra. Ha mostrado por esta una curiosidad, una comprensión verdaderamente excepcionales. El ensayo es, sin duda alguna, notable y revela una gran intuición de lo que yo he hecho. Llega con gran oportunidad, pues Cortázar es hoy en día uno de los mejores escritores latinoamericanos. Es muy leído por un público inteligente. Figúrate, aquí el Paradiso cayó como un batacazo, pues yo creo que no había la menor adecuación para recibir una obra de esa envergadura, modestia aparte. Y de pronto, el gran ensayo de Cortázar ha sido como un rayo que ha aclarado la visión de algunos y puesto furiosos a los más recalcitrantes envidiosos.

Y en otra carta agrega: Paradiso «despertó y sigue despertando un ambiente muy polémico». Y finaliza esa carta con una tremenda verdad envuelta en un arranque de orgullo: «Mi única respuesta es seguir trabajando. Los venzo porque son unos vagos».

Más que un ensayo, el texto de Cortázar se convertía en un gran elogio que pretendía «situar» a Lezama en el mundo literario hispanoamericano, en pleno apogeo de lo que se dio en llamar el Boom de la literatura latinoamericana. Cortázar era uno de sus conspicuos representantes. «Amigo de Cuba», como habría dicho algunas de las señoras con aspecto pudibundo que se movían por los pasillos silenciosos y monacales de la Casa de las Américas. El amigo extranjero de Cuba salía, pues, en defensa del cubano en peligro. «No soy un crítico -escribe apenas en el comienzo-; algún día, que sospecho lejano, esta suma prodigiosa encontrará su Maurice Blanchot, porque de esa raza deberá ser el hombre que se adentre en su larvario fabuloso». Y de inmediato, se extiende Cortázar en una defensa de lo «hermético», una defensa por negación. Lezama no es «esto», parece decir. Lezama no es apolíneo, como Octavio Paz o Jorge Luis Borges. Lezama no es lectura para quienes optan por la máxima cosecha con el mínimo de riesgo. Esta novela, aclara, no soportaría al lector especializado que «se resiste, a veces de manera inconsciente, a toda obra que proponga aguas mezcladas, novelas que entran en el poema o metafísicas que nacen con el codo apoyado en un mostrador de bar o en una almohada de quehacer amoroso». «Paradiso -escribe- novela que es también un tratado hermético, una poética y la poesía que de ella resulta, encontrará dificultosamente sus lectores». Una vez establecida la dificultad de la lectura de Paradiso, pasa el argentino al «adanismo» lezamiano, a «las incorrecciones formales que abundan en su prosa y que, por contraste con la sutileza y hondura del contenido, suscitan en el lector superficialmente refinado un movimiento de escándalo e impaciencia que casi nunca es capaz de superar». Pero ese camino que ha tomado Cortázar para enfocar la obra de Lezama solo puede conducir a la ingenuidad. «El barroquismo de complejas raíces -escribe- que va dando en nuestra América productos tan disímiles y tan hermanos a la vez como la expresión de Vallejo, Neruda, Asturias y Carpentier (no hagamos cuestión de géneros, sino de fondo), en el caso especialísimo de Lezama, se tiñe de un aura para la que solo encuentro una palabra aproximadora: ingenuidad». Dicho lo cual, ya solo queda establecer la comparación inevitable, el justo lado de este escritor cubano resultado inevitable del «subdesarrollo»: impetuoso, grandioso, pantagruélico y gozosamente irresponsable. El lado Aduanero Rousseau. Resulta simpático y hasta conmovedor que Cortázar adopte un tono que se aproxima al del perdonavidas que pretende atacar. La amable ironía, la sonrisa del argentino-francés-culto se nota cuando destaca las cursilerías del señor Lezama, a pesar de que al instante confiese que solo lo incomodan en la medida en que puede molestarlo una mosca en un Picasso, o el maullido de su gato durante una audición de Xenaquis. Desde su posición de dómine, amonesta a los dómines que no pasan por alto las múltiples incorrecciones de Paradiso. Eso, no obstante, no es lo que importa. Lezama le agradeció siempre su intercesión. La visibilidad de Cortázar en aquellos años del boom, entre falsarios y acertados, ayudaron [sic] sin duda a que Paradiso no fuera olvidada, como tantos otros libros valiosos. 

La comparación entre Henri Rousseau, el Aduanero, y José Lezama Lima, resulta sumamente tentadora. Con poca imaginación, y pasando por alto lo infructuoso de cualquier paralelismo, se podría encontrar entre ambos importantes coincidencias. Los dos habían sido oscuros funcionarios: el primero, empleado de aduanas; el segundo, abogado de prisiones. Los dos tenían una extraordinaria fe en su obra. Trabajaban con una alegría que no perdía su vitalidad. Y es que vivían en su imaginación con mayor fuerza que en la realidad. Rousseau pintaba México y la India con la certeza de quien sabe que no hace falta el viaje. Lezama hablaba de París con la seguridad de quien conoce cada calle, cada palacio, cada piedra. El aduanero y el abogado, que en rigor no eran ni lo uno ni lo otro, estaban por encima de las burlas que su obra pudiera suscitar. Trabajaban impertérritos, de espaldas a lo que estuviera al uso o no, de las modas y de las técnicas habituales. Crearon mundos con sus propias leyes y no se atuvieron a las supuestas leyes de su creación. Se atenían a lo que les importaba. Conocían la máxima de Cicerón: «El arquero debe hacer todo lo posible por dar en el blanco, pero en ese acto de hacer todo lo posible por dar en el blanco consiste el verdadero blanco». Frase que Lezama, contrariamente a su hábito, logró sintetizar: «Lo importante es el flechazo, no el blanco». 

Como se ha visto, Lezama dejó constancia de su agradecimiento a Julio Cortázar. Sin duda alguna al cubano le pareció hermoso que se lo comparara con aquel pintor extraordinario de Noche de carnaval, Los jugadores de rugby. No estaba dispuesto a aceptar, eso sí, que semejante pintor, y por extensión él mismo (un poeta de su grandeza), pudieran ser catalogados de naïves. Se tomó su tiempo para aclarar el malentendido. 

Como casi todos los escritores cubanos de principios del siglo XX (salvo quizá Lino Novás Calvo) Lezama era un escritor de estirpe modernista, para quien Francia, más que una nación era lo que Octavio Paz llamó «el centro de una estética». Venía además de otro linaje muy especial, el de Julián del Casal, el del viajero inmóvil, el que sigue los pasos de Des Eissentes, que cuando quiere ir a Londres se va a una taberna de París. Ni Casal ni Lezama necesitan siquiera una taberna. Nada, nada necesitan para estar en otro sitio. «Hay viajes más espléndidos -dijo Lezama-: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías». ¿Qué importa el París verdadero si tenemos el París que imaginamos? La fantasía posee una indiscutible realidad. Casal y Lezama tenían su París personal. 

Lezama Lima dice (y solo por poner un ejemplo) en una página de Tratados en La Habana: 

En un centro que entre nosotros testimonia la universalidad de la cultura francesa, se evoca la ciudad de París. Ciudad incesante en la proliferación e incesante en mostrar ante la secularidad el más perdurable de los sellos. Un conocedor de esa ciudad, evitaría el transcurso inmóvil de su diseño, sino por el contrario, al levantar la más invisible de las piedras mostraría ahí otro París rodante, modernista, medieval, revisador inquieto de sus más perdurables leyes y cánones. Allí un pensamiento se hace pasión, la Ley juega y se hace voluptuosa como la amistad, un símbolo puede ser la criada de Proust. Los libros más viejos se recuestan en la margen de un río, como para dictar la lección que se hace sabiduría frente al devenir. Donde todo saber se agita y retorna, como si fuese un folletín de agolpada acción, y donde el folletín adquiere eternidad, como si toda acción tuviese una marcha hacia categorías y palpitantes ecuaciones. Su producto de cultura parece abandonarse siempre a un residuo añadido por las propias decisiones y las anécdotas aclaradoras. Ese residuo, más aún que en las fijezas de las escrituras y testimonios, se incorpora por la misma universalidad de su onda, al propio vivir más diferenciado en signos intransferibles y peculiares. Ese producto y ese residuo tienen, pudiéramos decir, una gran capacidad amistosa. Llega, extiende su mano, y pasea, sonriéndole los humores con la más tumultuosa existencia, queda de nuevo una impulsión, una arrogancia hasta el final, la amigable invitación para que toda vida ocupe su destino, viva la más ardua tensión de su arco dentro de sus alegres posibilidades. «Conozco a aquel», decía Pascal, «en quien he creído». Todo producto de esa cultura parece empaparse de esa frase, muestra tanto el conocimiento de su creencia que palpita y se hace conocimiento, vehementes aventuras con los arquetipos como con el recuerdo de un perfume interpretado en un cuerpo de gloria y de misterio.

Dueño de la tradición casaliana, Lezama opina sobre la pintura de Zurbarán, de Matisse, de Picasso, del Bosco, sin haber visto jamás un original de alguno de ellos. No lo necesita. Semejante pormenor no viene al caso. Existe otro modo de ver, otra manera de entender que nada tiene que ver con el rigor académico o con la severidad de la erudición. Algo que está asociado tal vez a la reminiscencia platónica. Como Lezama decía citando a Nicolás de Cusa: «La escala para llegar a Dios, lo máximo, se extiende incomprensiblemente». Si se tiene una conciencia de Dios, ¿cómo no se va a tener conciencia de haber visto que no se ha visto? En definitiva, y esto es una sospecha personal, cuando Lezama, poeta al fin, intenta explicar a otro poeta o algún pintor, está, de algún modo, explicándose a sí mismo. 

Así es como Lezama Lima llega a su París y a su Henri Rousseau en la novela póstuma e inconclusa Oppiano Licario. Con la que pretendía añadir, a Paradiso, «algo muy importante que ha sucedido en la literatura cubana», «un primer piso para que todo quede resuelto y aclarado». 

Oppiano Licario no puede abrir mejor: con una puerta abierta. Resumo lo irresumible con unas líneas toscas que permitirán llegar a París y al Aduanero. La familia del «alzado» (Clara, José Ramiro, Palmiro) es víctima de los afines a España. José Ramiro es asesinado. Palmiro huye. Años después, casado con Delfina, Palmiro observa por la ventana el hermoso cuerpo desnudo de Ricardo Fronesis. Lo agobia el erotismo que ese cuerpo le provoca. Cuando Fronesis apaga la luz de la habitación, Palmiro siente el odio que le aviva ese deseo y esa oscuridad repentina. Armado con un cuchillo, se dispone a asesinar a ese joven, Fronesis, cuyo apellido es lo contrario de hybris. El joven hermoso, sin embargo, ha dejado una almohada en su lugar. Fronesis, sin saberlo, se salva de la muerte. Y viaja a París. 

Ricardo Fronesis se dirige al estudio del amigo pintor Luis Champolión, con algo de andrógino primordial. Allí encuentra a la también pintora Margaret Mc Learn. Ambos beben; conversan y beben. La conversación no cae nunca en la impotencia coloquial. El diálogo posee ese tono platónico, de un Platón pasado por la ironía y por el brillo momentáneo de lo poético. El diálogo es tan serio como sarcástico. Champolión, dice el narrador, que bebía un escocés con hielo, era «un poseso, pero tan uniformemente que la descarga energética de lo demoníaco se presentaba al tacto de los demás, reducida al mínimo, pero la energía se repartía a él por una inmensa alfombra que volaba, por la carnosidad de un pulpo, que se arañaba al restregarse por las cavernas submarinas». Cuando Margaret, que bebe cerveza y está entregada al estudio de los símbolos gnósticos alejandrinos, cae rendida por los efectos del alcohol, Champolión se vuelve hacia Fronesis [y] exclama: «Dejémosla que duerma y volvamos a lo nuestro, a nuestros corderitos, blancos de espuma. Me han dicho que has estado estudiando al Aduanero Rousseau». Así, sin más, no es necesario más, asoma el Aduanero en la novela póstuma de José Lezama Lima. Había que hacerlo aparecer y ahí está, sin más preámbulo. Toda novela impone unas maneras, un cierto modo de respirar y comprender la realidad. Toda novela exige un compromiso al lector, de mayor o menor heroísmo. Al lector de Lezama no pueden sorprenderle ni las apariciones ni las desapariciones. En su caso, la sorpresa llega por otro lado, con otros avisos y otras consecuencias. Así como el Aduanero ignoraba los límites entre lícito e ilícito, así como la perspectiva lo tiene sin cuidado, ni se siente en la obligación de hacer «real» su propia «realidad» (puesto que ella es «real» en sí misma, y perdonen la tautología) así Lezama se burla de las «leyes» de la narrativa. O mejor dicho, crea sus leyes. Y su lector no espera otra cosa que la frase: hablemos ahora del Aduanero Rousseau. Y de inmediato, bebiendo del escocés con hielo, Champolión lanza la pregunta necesaria para abrir las compuertas de la pasión verbal de Fronesis: «¿qué crees tú de esa manera de conocimiento del Aduanero?». Por favor, obsérvese bien la pregunta. Se parte del presupuesto de que hay una manera de conocimiento del Aduanero. Y la respuesta de Fronesis, que a diferencia de Lezama sí ha visto originales de Rousseau, se compone de varias páginas. «El arte del aduanero brota del surtidor inmóvil de un encantamiento», comienza diciendo. La frase poética parece rigurosamente justa. Se repasa Noche de carnaval, Paisaje con hilandera y bovinos, Encuentro en el bosque, Flores de poeta, Muchacha con cabras, incluso Huracán en el mar, y se descubre una inmovilidad encantada que nos encanta. No hay movimiento en estos cuadros. No hay brisa. Los árboles permanecen quietos, los trajes de los personajes no están agitados. Los personajes mismos poseen una «simbólica hierática», nada los perturba. Incluso los jugadores de rugby no parecen jugar, o quizá juegan detenidos en una rara eternidad, con sus bigotes como sonrisas fijas. Explica Fronesis que la afición de Rousseau por la flauta «parece convertirlo en el encantador de la familia, de las hojas, de la amistad, de las casas de su pueblo que, al alejarlas, parecen castillos de libros de horas, de iglesias que, al acercarlas a un primer plano quisieran dejarse acariciar con la mano». ¿Es la flauta del dios Pan, la flauta de Euterpe, la flauta del personaje de los hermanos Grimm? Y de inmediato va al centro de la polémica, a la explicación de su sabiduría que nada tiene que ver con lo primitivo o lo ingenuo. 

Rousseau -dice Fronesis- sabe lo que tiene que saber, sabe lo necesario para su salvación, no con el soplo de Marsias o de Pan bicorne, cuya zampoña lleva el aire agudizado por los infiernos descencionales, sino la flauta de prolongaciones horizontales, el dios de la justicia alegre y de la suprema justicia poética. Como en los crecimientos mágicos de ciertos pequeños árboles que se regalan en la Persia o en Bagdad, en un tiempo gozoso para la mirada, la raíz crece transparentada como el cristal, el diminuto tronco obedece las órdenes acumuladas como una aguja, después las hojas se van transformando en la sucesión de los instantes en el ramaje, donde una cochinilla se sumerge en la indistinción de la escarcha, luego la hoja que se abre como una mano y rueda un dátil. Prodigio del instante el crecimiento mágico y prodigio de un instante que se hace secularidad. Pues sus casitas en el tierno invierno de la amistad francesa perduran como la pequeña iglesia de domingo, con sus ágiles novios y sus importancias de entintados bigotazos.

Y, como si Fronesis explicando al Aduanero, explicara además a Lezama, recalca: 

Este bretón vive un saludable hedonismo de burgués provinciano en el barrio de la Plaisance. Cuando se burlan de él no hace esfuerzos por parecer grave y agresivo, sino por el contrario, cree ver en esos guiños la apreciación de su fuerza y el anticipo ingenuo de la corona y el panteón de la inmortalidad, en los cuales cree, como también cree en los viajes, el vino de la amistad, los recuerdos del colegio y la fiesta de bodas. Tiene que soportar que aún después de muerto Apollinaire, que ha sido el que más lo ha querido, lo llame, cierto que con mucho cariño, «Herodías sentimental», «anciano suntuoso y pueril que el amor arrastró hacia los confines del intelectualismo»…

Pero no todo en el Aduanero es aceptación de la burla. Fronesis cuenta el improbable enfrentamiento con Picasso, al que le lanza una frase lapidaria: «Nosotros somos los dos grandes pintores vivientes, usted en la manera egipcia y yo en la manera moderna». «Con todas esas lecciones alegres y con todos esos laberintos resueltos, el Aduanero podía considerarse con justicia un excelente representante de la manera moderna, candorosa, alucinada, fuerte frente a las potencias infernales. Picasso no debió asombrarse ante esa frase del Aduanero, sino mostrar su aquiescencia por esa solemne penetración en su destino». Y llegado a este punto, interviene Champolión, tocando el punto central: «Si fue o no un primitivo, es lo cierto que lo que conoce golpea en lo que desconoce, pero también lo que desconoce reacciona sobre lo que conoce, signo de todo artista poderoso». Palabras que de algún modo armonizan con aquellas de Tristan Tzara, diez años antes de la publicación de Oppiano Licario, en su «Papel del tiempo y del espacio en la obra del Aduanero Rousseau»: 

Nada es gratuito en la pintura de Rousseau […] Hoy no es necesario apelar a la curiosidad de sus telas para advertir con qué curiosidad, en el propio lirismo y en la apasionada dedicación a las ejecuciones, Rousseau había sabido tomar en consideración, uno tras otro, los temas de la existencia, fundamentales para él -amor, libertad, belleza, ternura- frente a las fuerzas destructoras -guerra, y crueldad de la naturaleza […] Precisamente por haber querido expresar lo que hay de más grande en el hombre, Rousseau se coloca entre los mayores. Sin vacilaciones, con la seguridad dada solo por la pureza y el ímpetu de la generosidad, se ha lanzado a un universo de sentimientos cuyas resonancias todavía no han cesado de conmovernos y encantarnos. Por lo demás, ¿qué importa el aparente anacronismo de su visión, si se le compara con el intelectualismo tan a menudo árido? Las lecciones de amor que nos da asumen un carácter universal, ya que -volviendo a las tradiciones antiguas- el lenguaje pictórico de Rousseau conduce claramente al corazón del hombre.

Cuanto Lezama ha revelado sobre Henri Rousseau revela mucho sobre sí mismo. No se me mal interprete, no quiero decir que Lezama iluminara a Rousseau para iluminarse, solo intento explicar que explicándolo, y por añadidura, se explicaba. Sin inocencia alguna, más bien con ironía, casi con sarcasmo, tenía que estar muy divertido para escribir a mano, sobre una tabla, las siguientes palabras: 

Por candorosa que pueda haber sido la imaginación representativa del Aduanero, es indudable que al mostrar a Apollinaire con una pluma de ganso en una mano y un rollo de papeles en la otra, al mostrar a Marie Laurencin como un espectro ceñido de verticales listones lilas, señalando con el dedo alzado la gloria del Empíreo, dejaba bien impresa la marca de que era un amigo malicioso que quería satisfacer la ingenuidad que aquellos dos artistas esperaban de él.

Si alguna inocencia mostraban, el pintor de la Bretaña y el escritor habanero, tenía que ver con la fe que ambos tenían en su obra. Repasando la pintura de Rousseau, leyendo las páginas de Lezama, se encuentran siempre muchas resonancias y posibilidades, pero sobre todo, un maravilloso júbilo de creación. Una sonrisa de certidumbre que nada logra perturbar. Artistas que logran trasmitir la fe. Un espacio donde la creación no es solo un espacio de vida o muerte, sino además de juego, de mucho juego y de mucho gozo. Y quizá sea justo recordar aquella frase de Marcel Proust, según la cual «el genio consiste en la potencia de reflexión y no la calidad intrínseca del espectáculo reflejado». En los casos de Rousseau y Lezama esa calidad está asociada a la potencia de reflejar. De ver. Por encima de todo y de todos, ver «otra cosa». Alguien que nadie más logró ver. Se hace preciso, pues, recordar también -las razones son misteriosas- la pregunta de Góngora en «Al nacimiento de Cristo nuestro señor». Pregunta que Lezama retoma en su ensayo «Sierpe de don Luis de Góngora»:

«¿Quién oyó?

¿Quién oyó?

¿Quién ha visto lo que yo?».

Y el cubano, que sabe lo que dice, responde de inmediato: «No, nadie, nadie lo ha visto, ni permanecido tanto tiempo en el haz de la luminosidad». 

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