martes, 4 de abril de 2023

Hay que estar en la calle para sobrevivir.

Por Ernesto Pérez Chang.


Alguien grita la palabra “agua”; otros la susurran y en fracciones de segundos vendedores y mercancías desaparecen porque es la señal de que se acercan policías o inspectores. A veces es solo falsa alarma y en cuestión de minutos la calle Monte vuelve a llenarse de “merolicos”, revendedores e intermediarios de los que, en las cercanías, han transformado sus casas en almacenes secretos donde la gente puede encontrar lo que difícilmente podrá comprar sin dificultades en una tienda estatal.

Son decenas de vendedores y pregoneros en tan solo un par de calles. La mayoría ancianos y personas minusválidas que, aun a riesgo de una multa o detención, apenas solo revenden lo que logran comprar por la libreta de racionamiento o lo que algún proveedor —igualmente de modo ilegal— les facilita para que ganen una comisión que, aunque pequeña —en algunos casos abusiva— es muy superior a lo que reciben del Estado como jubilados o pensionados.

Nadie en Cuba puede sobrevivir con un salario o una pensión. “No se puede”, responden absolutamente todas las personas a las que hacemos la pregunta aun sabiendo de antemano cuál será la respuesta. Incluso quienes reciben remesas o los pocos artistas, deportistas y emprendedores que tienen altos ingresos, están obligados a recurrir al mercado informal —y a otras formas de ilegalidad que ya vemos como “normales” en nuestra cotidianidad— para satisfacer necesidades tan básicas como alimentarse, vestirse, combatir una dolencia o enfermedad, tener una vivienda.

¿Entonces por qué el régimen se empeña en eliminar los únicos recursos que tienen los cubanos y cubanas para sortear las dificultades del día a día? ¿Por qué no elimina las leyes que prohíben la venta callejera sin licencia y exime de impuestos a los pequeños comerciantes que solo intentan salir adelante ganando el sustento diario para ellos y sus familias, sin posibilidad alguna de acumular riquezas?


Para algunos se trata solo de una cuestión de fingir que todo está bien en Cuba; para otros, es un modo de obligar a las personas a acudir a un empleo estatal en un momento en que los éxodos laboral y migratorio van en aumento, pero también están quienes,  atendiendo a la regularidad entre periodos de “tolerancia” y campañas de total intransigencia, se atreven a colocar al régimen en la cima de la pirámide del mercado informal, de modo que sus ofensivas contra las “ilegalidades” responderían a reacomodos, ajustes internos, de ese propio mercado subterráneo. Un modo de regular quiénes, cómo y cuándo pueden participar, así como quiénes están totalmente excluidos. 

Sin importar lo que sea, lo cierto es que hoy en Cuba lo que vemos en las calles habla sin ningún tipo de rodeo sobre lo que en realidad está sucediendo en la economía cubana (lo que va quedando de ella) y cuán absurdas son las prohibiciones de un sistema que parece solazarse con la miseria que genera.  
“Hay que estar en la calle para sobrevivir”, nos ha dicho alguien.  Solo hay que caminar, preguntar, y lo que buscas con suerte aparecerá. O no. Entonces tendrás que continuar intentándolo todos los días, jaba en mano, sin saber al final de la jornada lo que lograrás colar en ella. 


Ya no es como años atrás, en que a los vendedores informales se los veía por montones pero en unas calles en específico. Ahora están en todos lados, en todos los barrios de La Habana. Aceras y portales funcionan como un gigantesco y laberíntico mercadillo en que, de modo totalmente ilegal, bajo el acoso constante de la Policía, se ganan la vida centenares de cubanos y cubanas que, de no tomar ese riesgo, el de hacer algo por lo cual pudieran hasta ir a la cárcel, se enfrentarían a un peligro mayor, el de morir de hambre al no haber otra alternativa laboral donde ganar un salario que los ayude a enfrentar el alto costo de la vida.

Cada día abundan más los chatarreros o “candongueros”, que son quienes venden lo que encuentran en la basura: piezas de electrónica, zapatos viejos, ropas usadas. Hace apenas unos cuatro o cinco años solo se les veía en algunos portales de las calles Carlos III y Reina; ahora están por todos los rincones de la ciudad. Y pareciera que no venden nada pero la miseria es tan grande por estos días que no les faltan compradores ni gente que les trueque la mercancía por cigarros, azúcar, arroz.   

También hay muchos jóvenes, incluso niños y niñas que, a pesar de la corta edad, ya saben cómo escurrírseles a los policías y hasta sobornarlos porque son muy pocos los intransigentes, los incorruptibles, los que no se conmueven al recordar que alguna vez debieron hacer algo parecido para ayudar a los padres o comprar lo que jamás llegó como regalo de cumpleaños. 


En Cuba, desde 1959, siempre hemos estado de crisis en crisis, con hambre a perpetuidad. Aun así, de vez en cuando el régimen ordena una redada policial contra eso que considera una “mala imagen” y que no es otra cosa que el más genuino rostro de un país arruinado por la terquedad de sus gobernantes.

Casi siempre esas ofensivas ocurren cuando alguna personalidad extranjera visita Cuba invitada por el régimen, cuando a algún mandamás se le antoja simular que es parte del pueblo -cámaras de la televisión mediantes-, o cuando se sabe de antemano que un grupo de turistas recorrerá determinado circuito que no es el usual, como sucedió durante la visita de Beyoncé a La Habana en 2013. 

Según nos cuentan algunos testigos directos de lo acontecido, los calabozos de la ciudad durante días estuvieron repletos de vendedores callejeros, “jineteros”, “jineteras”, ilegales de todo tipo que son la verdadera y triste estampa de esta ciudad pero que, aun pasados los años, continúan sin “encajar” como decorado de fondo, a pesar de que el llamado “circuito de lujo” del turismo habanero desemboca precisamente en la calle Monte, ese otro “circuito” pero de pobreza y marginalidad. 

“Ya uno ni se podía sentar en el parque; si te detenías un minuto en la acera del hotel (Saratoga) enseguida venía un policía a pedirte el carnet. Ese pedazo dejó de ser parte del barrio. ¿Y qué decir de ponerte a vender algo en el portal? Te cargaban al instante”, recuerda un vecino del lugar.

Al final, la miseria tan próxima al Hotel Saratoga, donde se hospedaron Beyoncé y Jay-Z, terminó imponiéndose en forma de tragedia mortal sobre la contrastante ampulosidad de un edificio que tal parecía que alguien había levantado allí o para reírse en las caras de las miles de familias pobres que habitan en la cercanía o para advertirles que muy pronto tendrían que mudarse o cambiar sus rutinas de supervivencia cuando la “invasión hotelera” decidiera avanzar sobre “territorio hostil”. Cruel paradoja.

Vivir en un país como Cuba, donde el desabastecimiento se ha vuelto endémico pero donde, para empeorar la situación, el régimen realiza “experimentos económicos” -no para intentar mejorar la situación sino para beneficio de una élite que busca perpetuarse en el poder a costa del sufrimiento de las personas- nos convierte a todos en “ilegales”, ya como vendedores o compradores en un mercado de calle que, precisamente por su carácter furtivo, al margen de lo permitido, sirve al propio régimen que lo propicia y castiga al mismo tiempo, como mecanismo de control social y político.  


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