Por Carlos Alberto Montaner.
La tercera ronda de negociaciones entre Estados Unidos y Cuba no ha ido bien. No me extraña. Por las mismas fechas el canciller norcoreano advertía, regocijado, que Cuba y su país estaban en la misma trinchera antinorteamericana. Asimismo, Vladimir Putin daba vueltas por el vecindario con sus barquitos de guerra y le hacía carantoñas a Nicolás Maduro, ese virrey nombrado en Venezuela por Raúl Castro.
Barack Obama quería ponerle fin a 56 años de hostilidad entre su nación y la Isla como parte de su "legado", pero está descubriendo que no es fácil. ¿Por qué? Los dos países marchan en direcciones opuestas, cada uno movido por sus percepciones y por su particular sentido de la propia misión en la historia.
La política exterior de Estados Unidos fue diseñada para proyectar y defender los valores y el modus operandi del país. La de Cuba exactamente igual, pero en sentido opuesto. Están condenados a chocar.
La inercia política y diplomática de Estados Unidos lleva a Washington a tratar de cambiar los regímenes adversarios manifiestamente hostiles. De ahí surgen las listas de naciones terroristas, las denuncias de violaciones de los derechos humanos, el respaldo a los disidentes y las transmisiones por onda corta de informaciones escamoteadas por las dictaduras enemigas.
Por la otra punta, las creencias y convicciones de Cuba, aunadas a las urgencias imperiales de Fidel, precipitan a sus gobernantes a tratar de destruir al adversario. Esa es la visión del Foro de Sao Paulo. A eso se dedica el circuito de los cinco países del Socialismo del Siglo XXI, la constitución de ALBA, el abrazo al Irán que apadrina Hezbolá y fabrica clandestinamente armas nucleares, y el apoyo a todos los sectores antioccidentales, incluidas las narcoguerrillas.
Fidel, que padece de ideas fijas, se lo expresó con toda claridad a su confidente y amante Celia Sánchez en una carta fechada en la Sierra Maestra en junio de 1958, mientras luchaba contra Batista: "Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero".
Cuba percibe al gobierno de Estados Unidos como el administrador de un sistema genocida que se alimenta del trabajo del Tercer Mundo, y que no vacila en matar a poblaciones enteras en su propio beneficio. Por eso propone que hay que exterminarlo a cualquier costo.
Sus dirigentes continúan creyendo en la desacreditada "Teoría de la Dependencia" e insisten en suscribir los errores conceptuales de Las venas abiertas de América Latina, pese a que el autor del libro, Eduardo Galeano, se ha distanciado de sus propias hipótesis, como mucho antes ya lo había hecho el propio Fernando Henrique Cardoso, padre de la criatura, junto al chileno Enzo Faletto.
En consecuencia, los Castro se ven a sí mismos como los heroicos cruzados de la lucha a muerte contra ese imperio asesino, y en el ardor de la batalla se abrazan con Mugabe, con Gadafi, con la siniestra familia desovada por Kim Il-Sung, con cualquiera que odie a los gringos, aunque sea un monstruo, porque a ellos mismos no les importa, a veces, ser monstruosos, como cuando fusilan a sus propios generales o matan inocentes a sabiendas. Son gajes de la guerra por la justicia universal, como diría Lenin.
Ese es el único requisito: ser antiyanquis. Los Castro no son unos teóricos pasivos dedicados a juzgar las iniquidades de Estados Unidos en las aulas universitarias. Son enemigos activos y militantes que se juegan la vida en cualquier trinchera.
Todo lo que se haga en contra de EEUU es legítimo. Les encanta la metáfora de David contra Goliat, mientras sostienen que su dictadura militar "es el sistema más democrático y justo del mundo". Para evitar dolorosas disonancias, me temo que han acabado por creérselo.
La clase dirigente norteamericana, en cambio, ve a Estados Unidos como la primera potencia del planeta, escogida por el Creador para ejercer una benéfica influencia entre todos los hombres esparciendo sus virtudes ciudadanas, dotada de un sistema económico exitoso que ha creado enormes clases medias y el mayor desarrollo tecnológico y científico de la historia, para gloria y ventaja de toda la especie.
Una nación que, por su peso y sentido de la responsabilidad, debe darles sostén a las libertades mediante su enorme y eficiente aparato militar. Maquinaria y principios –sostienen— que en el pasado les ha permitido salvar al mundo de los nazis y fascistas, y luego derrotar a los comunistas en la batalla larga y persistente de la Guerra Fría.
Dentro de ese esquema narrativo, el Gobierno estadounidense, además, como "cabeza del mundo libre", desde hace muchas décadas se ha impuesto la obligación de propagar y defender internacionalmente la democracia, la economía de mercado y la propiedad.
¿Por qué lo hace? Supone que de ello depende el mejor futuro de la humanidad, incluida la propia supervivencia del país, incapaz de prevalecer en un planeta dominado por un sistema diferente y hostil al creado por los Padres Fundadores de la patria en 1776. Y lo cierto es que, hasta ahora, le ha ido muy bien, no solo a Estados Unidos, sino a las veinte naciones que han seguido de cerca ese modelo de gobierno.
A fin de cuentas, el siglo XX fue el de Washington y, para que siga siendo la nación hegemónica, cuenta, además de con el casi absoluto liderazgo tecnológico, con el Pentágono, la CIA, la DEA, la VOA, la NED, la AID, la OTAN, el estrecho vínculo con la Unión Europea, los recursos económicos que proporciona una sociedad inmensamente productiva, el Departamento de Estado, las 100 mejores universidades del planeta, y toda una estrategia legal, militar y propagandística que refleja esa vocación de primera potencia planetaria.
¿Y Cuba? Obama la ve —y se equivoca parcialmente— como una pequeña, pobre e improductiva isla caribeña, gobernada por unos ancianos pintorescos, tozudos sobrevivientes del hundimiento del comunismo, arrastrados a un enfrentamiento con Washington como resultado de la Guerra Fría, que muy poco daño puede hacerle a Estados Unidos porque se trata, fatalmente, de una entidad necesariamente inofensiva.
Por eso Obama —a contrapelo de los diez presidentes anteriores—, que no entiende a los Castro, y que ignora que entre los poderes de la Casa Blanca no está el de elegir a sus enemigos, porque el odio no lo controla el odiado sino el odiador, decretó unilateralmente el fin de las hostilidades y comenzó —creía— un proceso de reconciliación. No advirtió que el choque entre los dos países no es el producto de una comedia de errores históricos, sino el encontronazo inevitable entre dos visiones y misiones adversarias.
Para reconciliarse realmente, uno de los dos debe salir de la cancha y renunciar a la batalla por imponer su modelo político. Ninguno está dispuesto a hacerlo. La lucha, por lo tanto, sigue.
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