Una brisa refrescante que llegaba desde la bahía atenuaba el calor en las atestadas callejuelas que circundan la parte antigua de La Habana.
Por una calle empedrada, contigua a un hotel que una empresa suiza edifica en la Manzana de Gómez, el tráfico de transeúntes es alucinante. Cientos de habaneros caminan apresurados con sus habituales bolsos de mano para cargar lo que aparezca. Mientras, la fauna marginal está al acecho.
Desde un banco en el Parque Central, un tipo desgarbado con un bermuda por la cintura y zapatos de puntera afilada, en un inglés macarrónico propone una tumbadora y un par de claves a una pareja de risueños gringos. Después de comprársela por 40 pesos convertibles, le piden hacerse un selfie con ellos.
En la calle Obispo, con un asfalto que hierve, un negro de mediana estatura sigue con la mirada a un grupo de turistas estadounidenses. Vende cualquier cosa. Desde boinas verde olivo con una estrella roja estampada al frente hasta una réplica en papel maché y hojalata de un Chevrolet 1957. Esconde las cosas en la escalera de un edificio.
Un norteamericano gordo de barba rojiza y pachanga (sombrero) a cuadros, se detiene a mirar. Ante la indecisión del comprador, el vendedor callejero, chapurreando inglés, le ofrece otras opciones. “Amigo, puedo conseguirle tabacos de primera, libros de Hemingway, autos viejos en buen estado y ron Santiago”. Sin esperar la respuesta, le hace más proposiciones: “Y si quiere chicas, tengo negras, blancas y mulatas para chuparse los dedos. También chicos”.
Luego recurre a la vieja treta de los buscavidas habaneros. “Por favor, ayúdeme, soy padre de cuatro hijos y no tengo trabajo”, el turista, que no sabe como librarse del acoso, le regala 5 cuc. Como muestra de agradecimiento, el hombre se santigua con el billete y sigue a la caza de americanos despistados.
“Son espléndidos y dejan buena propina. Con los que he hablado, andan buscando jineteras. Vienen bien informados y te atiborran de preguntas. Quieren saber cómo vives y de qué manera uno se las arregla para llegar a fin de mes con solo 20 dólares. Nos ven como bichos raros. Para ellos, Cuba es una especie de Corea del Norte en el Caribe”, señala un gastronómico de un restaurante estatal.
Danaysis, una jinetera discreta con el pelo teñido de caoba, tiene otra opinión. “Los yumas con los cuales he tratado son apáticos. Vienen en otra onda. No andan en plan de putas. Puede que la morralla y los sedientos de sexo vengan después”, dice con un sonrisa amplia.
Una oleada de pícaros, proxenetas y prostitutas se preparan para el nuevo panorama que les viene encima. “Tú te imaginas, tres millones de yumas en Cuba, dispuestos a gastar billetes. Mejor que una zafra”, señala el custodio de una empresa.
Pero la falta de información de los cubanos permite que celebrities caminen por La Habana sin el acoso de fans. “Cuando en la antena (TV ilegal por cable) vi que la rubia que estuvo por la zona portuaria era Paris Hilton lo lamenté. Ella estuvo sentada en el café al aire libre donde trabajo. Si hubiera sabido quien era, le hubiera jineteado una propina. A la señora que cuida el baño un americano le dio 10 chavitos”, cuenta un mesero.
Después del 17 de diciembre, una ola de estadounidenses ha desembarcado en La Habana. Los políticos y famosos no tienen los mismos itinerarios turísticos. Aunque a algunos les gusta darse un ‘baño de pueblo’. Es el caso de Conan O’Brien.
El popular comediante y presentador de televisión en Estados Unidos, anduvo por la ciudad sin llamar la atención. En el malecón, unos chicos le pidieron su tableta y al grupo Moncada, más comisarios políticos que músicos, los confundió con una orquesta de salsa.
David A. Duckenfield, subsecretario del Departamento de Estado, en un encuentro con varios periodistas independientes, contaba que le llamó la atención la agresividad comercial en una feria a orillas de la bahía. “El vendedor me proponía con insistencia que le comprara su mercancía. Pero tuve que pagar en efectivo”. Es que los comerciantes, legales o no, aún no aceptan tarjetas Visa y Master Card.
Los selfies frente a edificios ruinosos y coches antiguos, ya se han vuelto cotidianos. Igual que la compra de habanos, guayaberas y música tradicional. Después de 55 años sin visitar Cuba, los turistas estadounidenses que están llegando, lo hacen con una mezcla de curiosidad y seducción. Como si estuvieran de luna de miel.
Caminar por plazas y calles donde no hay señal inalámbrica de internet y casi ninguna de las aplicaciones de los teléfonos inteligentes funciona, le da un toque de anacronismo a la sociedad cubana actual.
Reguetón a todo volumen y una pasarela de marginales ofreciendo tabaco y sexo bajo un sol de plomo, es una estampa similar en Tijuana o Río de Janeiro. La diferencia radica en que el régimen verde olivo quiere vender la miseria socializada y la picaresca dentro de un envoltorio rojo con una etiqueta marxista.
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