Por Alejandro Armengol.
Todos los días se escuchan y se leen en Miami comentarios, opiniones y declaraciones dirigidas a formular, alentar y desear el fin del sistema que en la actualidad impera en Cuba. Pero, ¿realmente se beneficiaría esta ciudad en el supuesto caso que ello ocurriera?
Lanzo la interrogante desde una perspectiva económica. No es una pregunta que debe hacerse a los patriotas —verdaderos o falsos. Comprendo además que es imposible en esta ciudad encontrar una respuesta que no implique asumir una posición política. Pero no deja de ser una inquietud que habrá que enfrentar más tarde o más temprano.
Enunciar el hecho más allá de la situación política actual intenta ver consecuencias generales, no los resultados a partir de las posiciones respectivas que en estos momentos desarrollan los gobiernos de La Habana y Washington.
Si por la extraña conjunción de una serie de factores el “castrismo” desapareciera más o menos de forma abrupta, ¿qué ocurriría entonces en Miami?
No se trata de detenerse ante la imposibilidad de la hipótesis sino de asumirla. En última instancia, dar un paso más allá en el razonamiento, que asuma esa respuesta emocional o esperanza que se manifiesta a diario en una actitud anticastrista como un destino cierto.
La respuesta optimista a la pregunta que encabeza este artículo es que la reconstrucción de Cuba será de provecho mutuo para la Isla y el sur de la Florida. La creación de un puente estable de intercambio empresarial, de capital y tecnología permitirá a muchas empresas de esta ciudad establecer filiales en el territorio cubano y así aumentar sus operaciones, con el consecuente beneficio para quienes laboran en ellas y tienen a su cargo las labores de dirección.
La situación de deterioro económico en Cuba —a consecuencia del obsoleto modelo que por décadas ha impedido el desarrollo nacional—, que tendría que enfrentar cualquier gobierno encargado de una transición radical, implicaría la adopción de medidas de incentivo para atraer las inversiones extranjeras, que inevitablemente tienen que tomar en cuenta la existencia de los capitales idóneos para esta tarea que se encuentran en Miami.
Por años imperó la idea de la necesidad de una especie de Plan Marshall a la cubana, enunciado a medias como parte de un proyecto creado por la administración de George W. Bush, catalogado de principio fundamental —aunque igualmente concebido como un instrumento de propaganda que no logró penetrar el escepticismo de los habitantes de la Isla— y que contó con la aprobación de la mayoría de las organizaciones de la comunidad exiliada.
Por un período de tiempo más o menos largo, Miami y el sur de la Florida tendrían que darle mucho a Cuba, más de lo que recibirán de ella en cualquier intercambio económico entre dos naciones.
No hay que olvidar (aunque a veces resulta difícil) que Miami forma parte de Estados Unidos y que no estamos en una situación similar a la ocurrida durante la unión de las dos Alemania. Más allá de una supuesta y prometida ayuda norteamericana, la contribución fundamental tendría que venir de capitales privados.
Sin embargo, por muchas declaraciones patrióticas que escuchemos aquí, se sabe —y los empresarios del exilio han dado muestras sobradas de ello— que en este caso la realidad económica se impondría sobre cualquier ideal manifestado desde un micrófono, una tribuna o ante una cámara de televisión.
Esta realidad —repito que aceptada sin rechazo por los exiliados de esta cuidad, pero sin que hasta ahora haya podido manifestarse en la práctica— no tiene necesariamente que ser del beneplácito del resto de los grupos poblacionales que viven aquí. ¿Surgirán entonces nuevas tensiones raciales, étnicas y políticas?
Por otra parte, es indudable que el fin lógico de ciertas prerrogativas migratorias, que en la actualidad benefician a los cubanos, será la primera exigencia a enfrentar cuando ocurra el cambio.
Terminados los beneficios migratorios —y sin que se produzca un pronto desarrollo económico en la Isla que atenúe la ilusión de abandonar el país para buscar una vida mejor en Miami— esta ciudad se vería amenazada con una entrada sistemática y sin límites de inmigrantes ilegales procedentes de Cuba, que buscarían establecerse en ella gracias a las facilidades de los viajes turísticos y la existencia de una infraestructura familiar, de intereses comunes y similitud de origen.
Esto implicaría el surgimiento de una población flotante dedicada a la economía informal, que perjudicaría notablemente los servicios educacionales y de asistencia pública, al tiempo que no contribuiría tributariamente a las arcas locales y del estado.
En otras palabras, que en Miami se reproduciría la situación que existe en la actualidad en las grandes ciudades latinoamericanas.
Al mismo tiempo, las características económicas del sur de la Florida —especialmente de esta ciudad— no permiten ser optimistas respecto a la posibilidad de un cambio en Cuba que implique a mediano plazo una mejora económica notable en la Isla, que repercuta favorablemente en estas tierras.
Incluso suponiendo que esta mejora se produzca —algo que de por sí requiere una fuerte dosis de optimismo—, la zona se vería afectada con el traslado hacia La Habana de algunas de las fuentes de empleo tradicionales del área.
Esta ciudad depende en gran medida de la esfera de servicios. Miami, Miami Beach y Fort Lauderdale como destinos turísticos nacionales, que tendrían que enfrentar la competencia cubana —una industria que ya cuenta con una estructura hotelera en crecimiento, notables atracciones y el incentivo adicional de precios más bajos— y que en poco tiempo podría incrementarse aún más y substancialmente.
Por ejemplo, las empresas de cruceros establecidas en Miami podrían ver con buenos ojos el contar con la alternativa del puerto de La Habana como centro de operaciones. No es difícil imaginar que cualquier gobierno cubano de transición sería más permisivo que el norteamericano, en cuanto a muchas de las regulaciones que tienen que cumplir estas compañías en la actualidad.
No sería un traslado total e inmediato, en dependencia de la construcción de las instalaciones necesarias y las limitaciones del puerto habanero para permitir la entrada de buques de crucero que requieren de un gran calado, pero sin duda implicaría un desvío paulatino de operaciones y un incremento notable de destinos.
Como es imposible que en general la población cubana incremente en un corto plazo su nivel adquisitivo de forma apreciable —y estén en capacidad de disfrutar de viajes turísticos al extranjero—, el flujo de visitantes será hacia la Isla y no en el sentido inverso.
Aunque todo el que vive en Cuba sueña con conocer Miami, en algún momento de su vida, el supuesto fin del actual sistema político cubano podría alejarle la posibilidad de cumplir ese anhelo. Es más —paradoja de las paradojas—, transformarlo en un imposible. Muchos familiares y amigos, que en la actualidad no visitan la Isla por motivos políticos, preferirán hacerlo antes que mandarle el dinero a sus parientes, como ocurre ahora, para que sean éstos los que viajen a Miami. Ir a Cuba a verlos resultará más barato que traerlos aquí.
Industria del entretenimiento
El traslado de la relativamente importante industria del entretenimiento de Miami hacia La Habana es también muy probable. Las firmas disqueras y la reducida industria fílmica y de vídeo contarían en la isla con una fuente casi inagotable de talento local y un personal capacitado. La estructura tecnológica no sería difícil de establecer en breve tiempo, luego que se eliminen las trabas que imposibilitan su creación en la actualidad.
A todo ello se une el hecho de que, a la vuelta de unos pocos años, Cuba podría contar con una industria bancaria mucho más permisiva también que la norteamericana, que favorecería la creación de paraísos fiscales y el establecimiento de sedes “virtuales” de corporaciones, con el objetivo de evadir los impuestos que tienen que pagar en este país.
Estoy hablando de negocios “lícitos”, aunque reprobables desde el punto de vista fiscal y ético. No me refiero al lavado de dinero producto del narcotráfico u otras prácticas fraudulentas, sino a una práctica que llevan a cabo muchas grandes corporaciones norteamericanas, de nombre prestigioso, que incluso cuentan con gran número de contratos con el gobierno norteamericano y de cuyos consejos de dirección han formado o forman parte figuras destacadas en el quehacer político nacional, con independencia de su pertenencia a uno u otro de los dos partidos que se alternan en el poder en esta nación.
La subsidiada industria azucarera floridana entra —hablando en igual sentido especulativo— entre las que podrían encontrar en la Isla un ambiente más propicio: con menos regulaciones ambientales y sin tener sus propietarios que invertir grandes sumas, como hacen en la actualidad, en las labores de cabildeo.
Es más, es posible que sea precisamente esta industria floridana una de las instituciones claves —la otra podría ser la dedicada a la destilación y fabricación de bebidas alcohólicas— a la hora de formar nuevas alianzas entre los gobernantes cubanos de turno y la empresa privada.
La paradoja es que a la larga los mayores beneficiarios con un cambio de sistema en Cuba serán los estados norteamericanos donde la presencia de cubanos es casi ínfima o nula. Aquellos donde se encuentran los grandes graneros del país o las granjas de producción de cerdos y aves. Hasta los puertos de otros estados, o de otras áreas de la Florida tendrán un mayor comercio con Cuba que el puerto de Miami.
Los sectores económicos anteriores se han citado a manera de ejemplo. Pueden agregarse otros.
Cabe entonces otra pregunta más realista: ¿Cómo debe enfrentar esta ciudad la situación de que se produzca en la Isla un cambio no traumático y paulatino, que implique una transformación básica de los requerimientos, actitudes y actuaciones que hasta el momento determinan los nexos de las dos comunidades separadas por el estrecho de la Florida?
De producirse los cambios anunciados. llevaría a un reacondicionamiento de los objetivos y aspiraciones de una comunidad que no ha dejado de cambiar desde la llegada del primer exiliado.
Al tiempo que la poderosa clase empresarial de origen cubano pueda lograr, de forma directa e indirecta, cierta influencia en la Isla, el cubanoamericano común y corriente mantendrá sus vínculos afectivos, pero la política pasará a ser un aspecto menos importante en su vida (una transformación que ya viene ocurriendo).
Pero aunque Cuba lleve a cabo una transformación larga y compleja de forma pacífica —garantizando un clima de seguridad al establecimiento de capitales procedentes del exterior—, el sur de la Florida no dejará de ser un factor clave a la hora de tomar las decisiones que determinen la política exterior norteamericana con respecto a la Isla.
Al igual que ocurre en el caso de Israel, estas decisiones tendrán que tomar en cuenta dos aspectos fundamentales: las consecuencias para Estados Unidos y las consecuencias dentro de esta nación. Miami no perderá su carácter cubano, pero los que llegaron y los que lleguen atravesando el estrecho de la Florida no podrán ejercer esa disyuntiva borrosa, entre ser exiliados e inmigrantes, que se practica a diario en esta ciudad. El exilio ha resultado un gran negocio para unos pocos. Para la mayoría una vida de frustraciones y esperanzas.
Durante muchos años Miami ha sido un refugio, con las ventajas de una isla desierta y sin los inconvenientes de una isla desierta. Una ciudad que se convirtió de resort en la “capital del exilio cubano”, pero que para la mayoría de los turistas que la visitan y alimentan una de las industrias principales de la zona no deja de ser un sitio de veraneo: la dualidad que define la ciudad. Un lugar escindido, que refleja la bipolaridad afectiva, la conducta dividida, la personalidad por momentos esquizoide de gran parte de sus habitantes de origen cubano.
De ahí que muchos miembros de esta comunidad, sobre todo los que llegaron en las primeras décadas, se nieguen con razón o sin ella a ser catalogados de inmigrantes, y reclamen siempre el título de exiliado, acosados por las disyuntivas entre ambos modelos. Aunque a veces, por su actuación y vida diaria, esta disyuntiva parezca no preocuparles mucho. Por eso actúan como si tuvieran múltiples personalidades.
La publicidad y la propaganda se mezclan indisolubles en su vida. La arenga y la discusión política con la tarjeta de negocios y el comercial. Acuden a los actos políticos y están pendiente de las noticias de la radio, pero no despega el ojo de la caja contadora y sus hijos y nietos son norteamericanos por nacimiento y cultura.
La vida en un país libre, aunque uno sea un desterrado, implica una flexibilidad en las decisiones que va más allá de la posibilidad de elegir entre las diversas marcas de pasta de diente y jabón de baño.
En una ciudad donde cada cual (negro, anglo, latinoamericano, caribeño) tira para sí, el exiliado cubano pasa los días ocupado en un tira y encoge que al mismo tiempo jala con fuerza hacia el pasado, el presente y el futuro de una Cuba que existe solo para él. Lo ideal sería que pudiera acomodar mejor la realidad y el deseo. Pero para lograrlo sería necesario un esfuerzo mayor al que en este momento realizan tanto Washington como La Habana.
Nada de lo anterior significa un olvido suave o una renuncia paulatina. En muchos casos, el país de origen llega a estar más cercano a una carga emocional y económica que una esperanza perdida, pero no se abandonará el empeño de influir en su destino pese a la distancia.
Una condición irracional, que no depende de cifras demográficas. Los cubanos y los hebreos estamos destinados a ser una minoría que hace sentir su presencia, nunca silenciosa. Ningún cubano estará nunca dispuesto a dejar a un lado la algarabía y la Isla renunció a un destino plácido cuando surgió de entre las aguas. Pero es posible, vale la esperanza, de que en un futuro no muy lejano se pueda lograr un mayor acercamiento y entendimiento, que no será un destino común, sino más bien dos esferas con muchos puntos de contactos.
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