Por Miguel Sales.
El VII Congreso del Partido Comunista de Cuba ha sido un remanso palabresco, un locus amoenus donde los burócratas castristas aposentaron por unos días la inquietud y tremolaron conceptos arcaicos como abanicos de esperanzada seda china, que contrastaban con la severa estética nacionalrevolucionaria de la escenografía -de un Baliño grisáceo a un Fidel transfigurado-. No obstante, en este jardín de la redundancia se despejaron incógnitas, se diluyeron ilusiones y se definió nítidamente el rumbo futuro de la Isla, por lo menos hasta 2030.
En la coyuntura actual, marcada por la crisis terminal del chavismo en Venezuela, la reanudación de relaciones diplomáticas con Estados Unidos y la decrepitud de la cúpula gobernante, este cónclave aporta claridad suficiente sobre la estrategia que el régimen aplicará durante el paso al poscastrismo. La aclaración es pertinente porque el PCC tenía ante sí al menos tres cursos de acción posibles, a los que, en aras de la brevedad, llamaremos "la estrategia del búnker", "la transición democrática" y "la vía gatopardiana".
El primer rumbo, el del búnker, venía avalado por 57 años de éxito en la tarea esencial del régimen: la preservación a ultranza del monopolio del poder político. En ese periodo fracasaron la industrialización, la diversificación agropecuaria, los planes de desarrollo, la estrategia guerrillera en América Latina, las campañas pro soviéticas en África y las batallas contra los mosquitos transmisores de enfermedades tropicales. Pero el aparato de control resistió como una pirámide de acero, sólidamente asentado sobre los restos de la nación menguante.
Sin embargo, la prolongación de la estrategia del búnker planteaba un problema dual. Por un lado, los jefes habían envejecido y no conservaban la misma legitimidad ni el mismo grado de contacto con la realidad exterior; por el otro, las fuentes de financiación estaban desapareciendo. El castrismo había inventado el socialismo dependiente -primero de la Unión Soviética, luego de Venezuela- pero el previsible colapso del gobierno de Nicolás Maduro y los reveses sucesivos del populismo en América del Sur abocaban la economía cubana a un segundo Periodo Especial, cuando apenas iba saliendo del primero. En esas condiciones, era muy arriesgado proclamar abiertamente el atrincheramiento como método de supervivencia. Las consecuencias del control político absoluto, la economía supeditada al Estado en un 99% y la sociedad estabulada eran harto conocidas: atraso, empobrecimiento, éxodo masivo y mantenimiento del régimen de excepción, en el que los derechos y las libertades seguirían confiscados. En esas condiciones, era muy difícil hallar dinero fresco en el extranjero y alimentar algunas ilusiones de cambio en el interior del país.
La segunda vía parecía aún más arriesgada. Consistía en reconocer, con 27 años de retraso, el fracaso del comunismo, tomar la iniciativa y asumir la transición con todas sus previsibles consecuencias: amnistiar a los presos políticos, reformar la Constitución, desamordazar a la prensa, liberar las fuerzas sociales y propiciar la evolución hacia una economía de mercado, adelgazar el ineficaz aparato estatal y, al final del trayecto, lograr la reconciliación nacional mediante el reconocimiento de los derechos cívicos y la celebración de elecciones libres y plurales. Por este camino, los problemas de financiación y crecimiento económico podrían solucionarse más rápidamente, pero el PCC corría el riesgo cierto de perder el poder a medio plazo, aunque hubiera abanderado el proceso. A cambio de lo cual, hubiese podido asegurar la impunidad de los jerarcas y el patrimonio de sus hijos y nietos, mediante una negociación con las demás fuerzas políticas y la garantía de los gobiernos que la hubieran apadrinado. Y no solo eso: el partido podría renovarse, recuperar cierto grado de legitimidad y seguir participando en la vida pública, como ha ocurrido en algunos países europeos.
La tercera opción, la vía gatopardiana, era la de cambiarlo todo (o cambiar lo suficiente) para que todo siga igual, como recomendaba el príncipe de Salina en la obra de Lampedusa. Es, a todas luces, la que acaba de adoptar oficialmente la cúpula raulista. Esta hoja de ruta se basa en el cálculo de que el gobierno y el PCC pueden introducir dosis limitadas de economía de mercado y reformas políticas menores para aprovecharse de los beneficios que va a generar la nueva relación con Estados Unidos y, a la vez, gestionar los cambios con holgura suficiente como para neutralizar sus posibles repercusiones sociales e ideológicas.
En la agenda de esas transformaciones tuteladas figura sin duda una batería de medidas, que van desde eliminar la dualidad monetaria hasta autorizar que los emigrados inviertan en la isla, y desde permitir la libre actuación de atletas y músicos en el exterior hasta cambiar el régimen semiesclavista de contratación del personal que trabaja para empresas extranjeras en Cuba. Otras reformas posibles abarcarían la ampliación del acceso a internet, el aligeramiento de la política migratoria (supresión de algunas tasas e incluso eliminación de los visados de entrada para ciudadanos cubanos), la flexibilización de las prohibiciones relativas al cambio de domicilio, la autorización del trabajo particular en algunas profesiones liberales (médicos, maestros, etc.) y otras disposiciones de menor calado.
Todos estos cambios, aplicados con cuentagotas, serían compatibles con la supervivencia del sistema. En nada afectarían a los pilares fundamentales del régimen, que mediante la simbiosis partido único-Gobierno-Estado domina el 90% de la economía, cuenta con la obediencia inquebrantable de las fuerzas armadas y la policía política, y monopoliza la educación, la cultura y los medios de comunicación del país. El aparato resultante de esas reformas sería un sultanato neomarxista, que toleraría a un sector más amplio de economía de mercado, a cambio de legitimar la ayuda exterior y seguir alimentando la ilusión aperturista.
¿Qué perspectivas de éxito tiene esta estrategia gatopardiana?
"Los hombres mueren, el Partido es inmortal", repitieron estos días en Cuba los corifeos del castrismo. La primera parte de la vetusta consigna parece un redoble fúnebre dedicado a los octogenarios del Comité Central, la segunda es un embuste desmentido por la historia reciente. Diversas modalidades de comunismo han fallecido en los últimos decenios, algunas incluso antes de que murieran sus fundadores. A efectos prácticos, el PC desapareció en países democráticos como Francia e Italia, barrido por la onda expansiva que produjo la caída del Muro de Berlín. Se evaporó también en Europa del Este, en la Unión Soviética, en el Cuerno de África y, si se apura el concepto, hasta en China y Vietnam, donde en el cascarón vacío del partido se alojan hoy comerciantes multimillonarios, mandarines aburguesados, generales de opereta y apparatchiks de toda la vida.
En Cuba seguramente ocurrirá lo mismo. La cuestión es precisar los plazos del óbito. Porque si la sociedad cubana no reacciona ahora ante la hoja de ruta promulgada por Raúl Castro en este Congreso, si el miedo y la indiferencia siguen prevaleciendo en las calles y los hogares, los jerarcas del régimen conservarán todo el poder, podrán gestionar cómodamente el patrimonio acumulado en beneficio de sus hijos y nietos, y el cambio real quedará postergado para dentro de dos o tres generaciones. Quizá para 2030, nuevo horizonte del documento final del VII Congreso del PCC, aprobado -que nadie lo dude- por unánime unanimidad.
0 comments:
Publicar un comentario