Por Roberto Jesús Quiñones Haces.
Este 25 de abril se cumplen 55 años de la imposición del embargo total a las mercancías norteamericanas hacia Cuba y viceversa. El mismo ha sido el tema más importante del difícil camino para normalizar las relaciones diplomáticas entre ambos países, según el gobierno cubano.
El embargo es la legalización de una guerra económica que comenzó con la eliminación de la cuota azucarera cubana del mercado norteamericano y se afianzó con la Orden Ejecutiva 3447 del 6 de febrero de 1963, firmada por el presidente John F. Kennedy, totalitarismo y nacionalizaciones castristas de por medio.
Aunque soy escéptico en cuanto a los resultados que pueda aportar la nueva política norteamericana hacia Cuba debido al control que el Partido Comunista cubano ejerce sobre nuestro país, estoy convencido de que ha sido el pueblo el más perjudicado por la vieja concepción política norteamericana, la cual sirvió para fortalecer al castrismo.
Cuando Anastas Mikoyán visitó La Habana y se firmaron los primeros acuerdos económicos con el gigante euroasiático, Fidel Castro proclamó eufóricamente que Cuba iba a ser una tacita de oro.
El 16 de abril de 1961 el comandante proclamó el carácter socialista de la revolución. La URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) no pasó por alto que Cuba se convertía en una plataforma afín con sus intereses en las mismas narices del Tío Sam y de inmediato tendió su “mano desinteresada” al castrismo. A partir de entonces el comercio cubano dependió casi exclusivamente del socialismo europeo y comenzaron los subsidios soviéticos, que sustentaron numerosos proyectos sociales, económicos y militares. La presunta bonanza resultó un eufemismo; la tacita de oro, otra frase más del comandante.
Por años Fidel Castro se mofó del embargo, exaltó la “ayuda desinteresada” de la URSS y el campo socialista y desconoció la importancia que EE.UU tuvo, desde su independencia, para nuestra economía. Para corroborar lo que afirmo reproduzco sus declaraciones a los norteamericanos Jeffrey Elliot y Mervin Dymally en marzo de 1985, publicadas en Cuba por la Editora Política con el título “Nada podrá detener la marcha de la historia”. Entonces el comandante declaró:
“En esencia dependemos muy poco del mundo occidental y no dependemos para nada de las relaciones económicas con Estados Unidos. Me pregunto cuántos países en el mundo pueden decir eso.”
Y ante la pregunta de Mervin Dymally sobre qué ocurriría si se abriera el comercio con EE.UU. y qué efecto tendría sobre la economía cubana, respondió: “Mire, yo pienso que EE.UU. tiene cada vez menos cosas que ofrecer a Cuba”. Luego dijo: “Pero bien, hablando con franqueza —me gusta la franqueza—: las relaciones con EE.UU., las relaciones económicas, no implicarían para Cuba ningún beneficio fundamental, ningún beneficio esencial. Si mañana se reanudan las relaciones comerciales con EE.UU. y nosotros pudiéramos exportar a EE.UU. nuestros productos, habría que ponerse a elaborar planes para nuevas producciones que tuvieran el objetivo de exportarse en el futuro, porque todo lo que nosotros producimos hoy y todo lo que vamos a producir en los próximos cinco años está vendido ya a otros mercados. Habría que quitárselo a los países socialistas para vendérselo a los EE.UU., y los países socialistas nos pagan mucho mejores precios, y tienen mucho mejores relaciones con nosotros que EE.UU.”. Y terminó diciendo: “En realidad, ¿qué vamos a hacer nosotros? Hay un dicho campesino que dice que no se puede cambiar la vaca por la chiva”.
Apenas seis años después la vaca socialista se esfumó y su invisibilidad puso en evidencia los pregonados éxitos del castrismo. Entonces los ojos del comandante se dirigieron hacia la chiva capitalista.
La crisis cubana de los años noventa perjudicó notoriamente al pueblo y amenazó la perdurabilidad del régimen. El castrismo hizo del embargo el centro de su ofensiva diplomática, logró introducir el tema en la Asamblea General de la ONU (Organización de Naciones Unidas) y que la abrumadora mayoría de los países miembros lo condenara.
A finales del siglo pasado se produjo la victoria electoral de Hugo Rafael Chávez Frías. Venezuela pasó a ser uno de los socios comerciales más importantes de Cuba y el nuevo suministrador de subsidios. Pero la caída de los precios del petróleo y la creciente impopularidad del chavismo convirtieron a Venezuela en un socio inseguro. Por eso el régimen reclama al gobierno norteamericano el levantamiento del embargo para que puedan normalizarse las relaciones.
A pesar de que tal decisión no corresponde al ejecutivo sino al Congreso,el castrismo exige a Obama que haga más, minimizando sus múltiples gestos y pronunciamientos y sin ofrecer nada a cambio, algo que seguramente no es bien mirado por muchos políticos norteamericanos. Eso en un contexto donde Obama ha recibido reiterados ataques con el objetivo de aplacar la estela de simpatía que su viaje ha dejado en el pueblo cubano.
Según el periódico Granma del pasado 22 de marzo, el señor Ben Rhodes, Vice Asesor de Seguridad Nacional y asistente personal del presidente Obama, aseguró en una entrevista ofrecida en La Habana durante la visita del presidente a Cuba, que para garantizar la irreversibilidad de lo logrado “ambos países tienen que dar pasos.”
La parte cubana pide al presidente que haga más, pero, ¿cuáles son los pasos que el castrismo está dispuesto a dar? Esa pregunta parece ser la que se hacen muchos congresistas.
Bruno Rodríguez Parrilla, Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba declaró recientemente a medios públicos de Ecuador que el fin del “bloqueo” debe ser un acto unilateral de EE.UU. porque Cuba no es quien bloquea a ese país. Tiene razón, el gobierno cubano no bloquea a EE.UU. pero desde hace 57 años bloquea la soberanía del pueblo y el ejercicio de elementales derechos civiles y políticos. Resulta incongruente que el castrismo defienda la discusión civilizada de todos los problemas con su más enconado enemigo y, sin embargo, se niegue a hacerlo con la oposición pacífica cubana y a cumplir con el programa democrático en el que se basó la revolución.
Tales incongruencias demuestran falta de voluntad política para modificar su anquilosada posición e, indudablemente, impiden que las acciones de Obama y del Congreso norteamericano sean más amplias y expeditas.
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