O quizá no se desplomarán tan pronto, o no se dejarán vencer de una sola vez, y se convertirán en estos cascarones hueros que fotografía Alberto “El Chino” Arcos.
En muchas zonas de La Habana Vieja (aún no rescatadas por la Oficina del Historiador) y, sobre todo, en Centro Habana, el llamado patrimonio arquitectónico de la ciudad —que dicen puede ilustrar las eras históricas y los movimientos del arte constructivo como ninguna otra en el hemisferio— ha quedado por décadas al arbitrio azaroso de las circunstancias.
El escritor cubano Antonio José Ponte dice en La fiesta vigilada: «Ya no recuerdo en cuál artículo tropecé con el concepto de estática milagrosa. El artículo versaba sobre edificaciones habaneras en pie pese a que las leyes físicas más elementales suponían sus desmoronamientos. Varios especialistas se mostraban de acuerdo en tratar como pura chiripa la existencia de los viejos edificios (así vengaban ellos el desaire hecho a unas leyes), y Centro Habana era el sitio donde parecía concentrarse la mayor parte del milagro: más de la mitad de sus construcciones se encontraba aquejada de estática milagrosa.»
El fenómeno parece encontrar cierto asidero lógico en la apretada contigüidad de las edificaciones en dicha zona de la capital. Pero los elementos (la gravedad, el salitre, el tiempo) y el hombre mismo (abandono institucional, la miseria, el hacinamiento) no dejan de conspirar y, a la larga, siempre triunfan sobre el milagro.
Ponte resume el conflicto en estos términos: «Dispuestos a estudiar las marcas dejadas por el hombre, los urbanistas recurren al concepto de tugurización, valioso a la hora de historiar cómo un espacio digno llega a transformarse en un rincón de mala muerte, en un tugurio. Centro Habana aparece como campo de batalla entre tugurización y estática milagrosa. En esquema coincidente con el que Georg Simmel aventurara para las ruinas, el ímpetu hacia arriba resulta emboscado por un impulso de hundimiento».
Un impulso hacia la destrucción que muchos han visto como una metáfora en piedra —¿una ru(i)na premonitoria?— del destino insular. En su cuento «Un arte de hacer ruinas», Ponte cifra La Habana bajo, o sobre, el signo de «Tuguria». La otra cara de la utópica moneda de (dis)curso oficial.
En alguna parte, el propio escritor sostiene que las «ruinas habitadas» de La Habana -incluidos estos terminales «espacios vacíos» que muestra el Chino Arcos- serían algo así como la escenografía del ataque norteamericano tantas veces invocado pero, a fin de cuentas, nunca acontecido. «Para legitimar arquitectónicamente ese discurso político», dice, «la ciudad tiene el aspecto de haber sido ya bombardeada, de haber sido invadida. Entonces, en ese sentido, me parece que puede hablarse de un arte nuevo de hacer ruinas (…) nosotros somos las ruinas falsas de esa invasión, de esa guerra que no fue».
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