Por Luis Bernal Lumpuy.
El 19 de noviembre de 1965 el gobierno castrista concentró a miles de jóvenes en varias ciudades de Cuba. Los prisioneros eran católicos, protestantes, masones, Testigos de Jehová, opositores políticos o sospechosos de no simpatizar con la tiranía. La mayoría eran jóvenes menores de dieciocho años. Todos fuimos calificados como antisociales en los medios de comunicación. Para justificar la campaña de desprestigio, el régimen incluyó a algunos delincuentes.
Nos trasladaron en vagones de ferrocarril de carga de ganado hacia la provincia de Camagüey. El tren avanzó en medio de la noche y varias horas después se detuvo. Apagaron las luces de todo un pueblo y nos dieron la orden de bajar. Soldados armados con ametralladoras nos rodeaban exigiendo que subiéramos a unos camiones. En medio de la oscuridad nos llevaron a lugares desconocidos. Aquella noche dormimos en el piso de tierra de barracas miserables. Miramos a un cielo sin estrellas, parecía que se habían escondido de pena o de vergüenza.
Quienes de atrevieros a saltar las alambradas que rodeaban las barracas murieron ametrallados.
Eran las UMAP -Unidades Militares de Ayuda a la Producción-, campos de concentración al estilo castrista. Cuando amanecimos nos dimos cuenta que todo estaba rodeado de cercas de veintiún pelos de alambre de púas. Éramos custodiados por soldados armados con órdenes de disparar contra todo el que llegara hasta las cercas. No dividieron en compañías, cada uno de ciento veinte jóvenes, y cada barraca albergaba a cuarenta de ellos. Los baños eran un espacio cubierto por un techo, donde se metían de seis en seis para dejar que el agua les cayera desde un tubo. Detrás de esos baños estaban los excusados, seis huecos en un piso de cemento, donde se hacían las necesidades fisiológicas a la vista de los demás, como si fueran animales.
Un año después éramos 40.000
Aquel primer grupo estuvo formado por más de veinte mil jóvenes: Un año después eran más de cuarenta mil. Se nos obligaba a trabajar hasta catorce horas diarias en condiciones infrahumanas. No estábamos acostumbrados al duro trabajo del campo y la comida era como para alimentar cerdos. Bajo el ardiente sol del trópico, mal alimentados y mal vestidos, desde antes del amanecer hasta el anochecer, no obligaban a trabajos agotadores, y bebíamos el agua verdosa de los carriles de las guardarrayas.
La tiranía decidió sembrar en cualquier terreno, hasta en los pantanos. Allí los prisioneros enterraban las botas en el fango. Había que sacar primero el pie y luego arrancar la bota. Dedicaban más tiempo a eso que al trabajo. Por esa y otras razones, el rendimiento y la productividad eran mínimos. A nadie le importaba eso. Así fue siempre en las UMAP, y así ha sido siempre en Cuba durante más de medio siglo.
Algunos se lanzaron delante de los camiones en marcha, se cortaron las venas o se envenenaron.
Quienes se atrevieron a saltar las alambradas que rodeaban las barracas murieron ametrallados por los soldados. Algunos escapaban de los hospitales, en los que ingresaban después de herirse cortándose los tendones de la mano. Esa última técnica de fuga era macabra. Quienes se especializaron en ese tipo de cirugía empleaban una cuchilla para cortar los tendones de la mano de un amigo que se lo pedía, luego cubrían la herida con tierra y el machete con sangre, y gritaban avisando que había ocurrido un accidente. Muchos quedaron con la mano inutilizada para siempre. Algunos se lanzaron delante de los camiones en marcha, se cortaron las venas o se envenenaron. Hubo unos doscientos suicidios. Más de dos años y medio después, el 30 de junio de 1968 la dictadura cerró los campos de la UMAP. Los comisarios policiacos nos amenazaron que si no obedecíamos las reglas del régimen seríamos condenados a trabajar como esclavos.
0 comments:
Publicar un comentario