Fidel Castro durante una reunión en La Habana.
De todos los escritores que en algún momento dejaron un texto sobre el día en el que conocieron a Fidel, no hay uno que no recuerde los animales. Todos acudían a Castro con la esperanza de encontrar un igual, un intelectual, un teórico de la libertad y quizá, un lector de sus libros, y todos se encontraron con un apasionado de la ganadería que no tenía más interés que enseñarles no sé qué granja de alto rendimiento que la Revolución había construido en las afueras de La Habana. Ellos le preguntaban por el futuro de la humanidad y él les hacía las cuentas quinquenales: tantos pollos, tantos huevos, tantas vacas, tantos litros de leche...La historia de Castro y los intelectuales consiste en eso: en un equívoco, en un desengaño y, al final, en una humillación. Desengaño, porque Fidel era un muchacho de clase media que había ido a los jesuitas, había estudiado Derecho y se había defendido a sí mismo con inspiradas palabras cuando el juicio del asalto al cuartel de Moncada, de modo que muchos intelectuales, soñadores de un mundo mejor, creyeron ver en él uno de los suyos. Todo, para acabar escuchándole que la música favorita eran las marchas militares. ¡Como si en Cuba no hubiera música!
Pero esa confusión no es sólo culpa de Fidel. ¿Qué buscaban los viejos intelectuales europeos en Cuba? Una buena explicación está en 'Senior service', la biografía del editor milanés Giangiacomo Felrinelli que escribió su hijo Carlo. Allí está descrita la decepción de su generación hacia la Unión Soviética y hacia los maquiavélicos y envejecidos partidos comunistas de Europa Occidental. La alternativa estaba en el Tercer Mundo, en los movimientos de Liberación Nacional en Asia y África y, aún mejor, en Cuba,donde los protagonistas eran hombres blancos, con una cultura reconocible para ellos.
Feltrinelli fue varias veces a Cuba a final de los años 60 para trabajar en un libro de memorias que nunca llegó a terminarse: fue a ver la granja, jugó al baloncesto con Fidel y terminó un poco desesperado por la informalidad del comandante, que lo citaba una mañana y no aparecía o aparecía y sólo quería hablar de naderías. En resumen, Castro le pareció un "idealista de clase media", gordo, aniñado, simpático, caótico, no muy fiable, poca cosa como intelectual... Y también homófobo. Cuando el editor le preguntó que por qué su obsesión contra los intelectuales homosexuales, el cubano se puso hablar de que la pederastia esto y la pederastia lo otro...
Un dato: los escritores que redactaban para Feltrinelli aquellas memorias del líder eran Carlos Franqui y Heberto Padilla, por entonces dos intelectuales orgánicos del régimen. Los dos acabaron cayendo del caballo, cayendo con estrépito y crueldad. Especialmente significativo fue el caso de Padilla, que en 1966 recibió una invitación para viajar a la URSS (que ya se había convertido en aliada y sustento de una revolución que, en principio no era prosoviética) y volvió horrorizado. Poco a poco, empezó a tomar distancia respecto a Fidel y a la Cuba nueva y a escribir sus dudas. Sus poemas del libro 'Fuera del juego' son la expresión de ese escepticismo, que todavía no era crítico. Tuvieron la mala suerte de ganar un premio y, de paso, ganarle un arresto a él, a su mujer, la también poeta Belkis Cuza Malé y a su colega, el dramaturgo Antón Arrufat. Dedicadas a Arrufat hay, por cierto, unas preciosas páginas de Andrés Trapiello, que lo encontró, 30 años después, empleado de barrendero en una biblioteca de algún barrio de la periferia.
García Márquez fue uno de los pocos escritores con los que Castro mantuvo una amistad.
El caso de Heberto Padilla fue la gran grieta para los admiradores intelectuales de Castro. Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar firmaron una carta por su liberación. García Márquez no lo hizo y ahí estalló la amistad del Boom. Por esa época, su 'hermano pequeño', Guillermo Cabrera Infante, ya se había exiliado en Inglaterra, maltratado por no haber sido suficientemente ortodoxo, Roque Dalton había salido de un portazo de Cuba hacia El Salvador camino de la muerte (lo ajusticiaron los suyos), y la isla estaba llena de escritores homosexuales represaliados. La línea que va desde José Lezama Lima hasta Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, la lista "escritores, maricones" es larga.
Otro testimonio de esa época: 'Persona non grata', de Jorge Edwards. El escritor chileno (antiguo alumno de los jesuitas, como Castro) había llegado a La Habana como el primer embajador de su país en la época revolucionaria. Edwards llegaba con el aval inmejorable de llegar enviado por el presidente Allende, aliado natural de Cuba. Castro en persona lo recibió y lo mimó. La mala noticia era que el diplomático también traía en el equipaje una agenda llena de nombres de antiguos amigos, escritores a los que había conocido en anteriores visitas a La Habana y que por entonces ya habían caído en desgracia. Cuando Edwards se empeñó en visitarlos, una bombilla roja se encendió en la Seguridad del Estado. Su despacho en el Hotel Habana Riviera se llenó de micrófonos y un puñado de guapísimas mujeres espías trataron de seducirlo. Hay un momento inolvidable en 'Persona non grata'. Edwards visita a José Lezama Lima. Su anfitrión, obeso, asmático y melancólico, le dijo:
- Y usted, Eguar -preguntó-, ¿se ha dado cuenta de lo que pasa aquí?
- Sí, Lezama, me he dado cuenta.
- Pero, ¿se ha dado cuenta de que nos morimos de hambre?
- ¡Sí, Lezama! -repetí.
- Espero que ustedes, allá en Chile -resumió el poeta-, sean más prudentes."
A Edwards lo acabaron expulsando de la isla.
Hasta aquí el equívoco y el desengaño. Nos falta hablar de la humillación, que tuvo presagios incluso en los años del idilio, cuando los intelectuales iban a La Habana a admirara a Castro. Por ahí están las fotos de Sartre y Beauvoir con el dictador y sobre todo con el Che Guevara. En esas imágenes, los dos escritores franceses miran con un arrobo bastante embarazoso a sus héroes (y a sus pollos). Después, Sartre y Beauvoir protagonizaron una escena confusa y desagradable en el hall del Hotel Nacional de La Habana, en el que coincidieron con Tennessee Williams y se pelearon con él por ver quién era más 'fan'. Cosas de quinceañeros.
Pero la historia definitiva no es ésa, sino la que cuenta José Manuel Martín Medem en 'El secreto mejor guardado de Fidel'. Estamos en 1989, cuando la Revolución ya se ha deslizado hacia el cinismo. Castro ha cometido un error: ha prestado sus bases aéreas al narcotráfico colombiano a cambio de divisas. Cuando esa colaboración es descubierta, el Gobierno cubano emprende una comedia que lo libere de culpa: elige un chivo expiatorio. El general Arnaldo Ochoa es el acusado. 'Maravillosa' elección. Ochoa, un héroe en Angola, era una autoridad moral para todos los revolucionarios sinceros que se habían vuelto anticastristas. Fidel lo temía y por eso mandó que lo juzgaran y lo fusilaran. La noche antes de la ejecución, la hija de Ochoa, desesperada, buscó una vía para la clemencia. ¿Con quién contactó? Con Gabriel García Márquez, que estaba en La Habana y al que Fidel nunca negó nada. Gabo la tranquilizó: al día siguiente hablaría con su amigo y le convencería para que Ochoa siguiera vivo. El desenlace es terrible: al día siguiente, la hija del reo llamó al escritor a su casa de La Habana, pero alguien le dijo que García Márquez había volado a primera hora hacia París. Ochoa murió fusilado y el Gabo no dejó nunca de ser amigo de Fidel.
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