Por Juan Orlando Pérez.
Alejandro Gil, ministro de Economía y Planificación de Cuba.
El Ministro de Economía y Planificación de Cuba, Alejandro Gil, es hermano de Vicky, la de «De La Gran Escena». Este importante dato biográfico no explica, sin embargo, por qué Miguel Díaz-Canel lo escogió para dirigir la economía cubana en los meses finales antes de la clausura definitiva del país y el traslado de los últimos remanentes de su población a otros territorios. Vicky, o María Victoria Gil, es cómplice de la transmisión televisiva de «Memory», el himno de Grizabella en Cats, interpretado por Elaine Paige en la producción original del New London Theatre, 1376 veces y media (hubo un apagón en el ICRT durante la emisión de «De La Gran Escena» el miércoles 25 de agosto de 1993, justo cuando Paige ascendía a las notas más altas, «Touch me, it’s so easy to leave me!…»). Durante las décadas en que Vicky presentó ese programa, los cubanos fueron expuestos también a 874 retransmisiones de «Barcelona», con Freddy Mercury y Monserrat Caballé, a 549 de Barbra Streissand en Yentl («Papa, can you hear me?»), y lo que es mucho peor, algo casi imperdonable, a la obra pictórica de Cosme Proenza. Nada de eso justifica lo que le han hecho a su hermano.
La contribución de Vicky, del director de «De La Gran Escena», José Ramón Artigas, y de su perenne escritor, Orlando Quiroga, a la educación sentimental de varias generaciones de jóvenes homosexuales cubanos, es incalculable, podría decirse que «De La Gran Escena», junto con el seminario de San Carlos y San Ambrosio, los videos de Madonna que ponían en «Contacto», y la mera existencia de César Évora, fue uno de los factores más importantes que explican la supervivencia de la comunidad gay de Cuba en los oscuros años que median entre la llegada del SIDA a la isla y el estreno de Fresa y Chocolate. Algún día se pondrá una placa de homenaje al equipo de «De La Gran Escena» en el corazón del barrio gay de La Habana, la franja de ruinas y escombros entre Prado y Galiano que incluye sitios sagrados como la casa de Lezama, los restos del Teatro Musical, antiguo Alhambra, el lugar donde fue velado Alberto Yarini en Galiano entre Ánimas y Lagunas, y el parque Fe del Valle. Pero Díaz-Canel no designó ministro al hermano de Vicky Gil como homenaje a su programa. Si el presidente de Cuba quería tener un gesto hacia los admiradores de Barbra y Freddy en la isla, lo único que tenía que hacer era impedir que sus genízaros cargaran contra la pequeña, inofensiva marcha gay en La Habana en mayo del año pasado. Pero no hay quien entienda a Díaz-Canel, un día va a un concierto de Laura Pausini, divino él, y otros días, la mayoría, se comporta como un sargento de las UMAP.
En realidad, no se sabe por qué Díaz-Canel nombró a Gil ministro. Quizás porque Gil fue el único de los candidatos sometidos a consideración que no tuvo tiempo de buscarse un certificado médico para evitar ser escogido. Se sabe muy poco de él, de su pedigrí académico, de su experiencia administrativa, de su filosofía. Cuando Díaz-Canel anunció su promoción a ministro en la sesión de la Asamblea Nacional del 21 de julio de 2018, no dedicó ni un segundo a explicar la razón. Aquel día, los ministros de Cuba fueron presentados a la Asamblea como si fueran los peloteros del equipo nacional escogido para participar en el torneo de Haarlem. «Solicito que se pongan de pie en la medida en que los mencione», dijo Díaz-Canel, y uno por uno los ministros se levantaron de sus escaños al oír su nombre, aupados por los aplausos brezhnevianos de la Asamblea. Ramiro Valdés, el primero en ser llamado, escrutó a los diputados desde su escaño en la presidencia, haciendo una lista mental de los que estaban aplaudiendo con menos entusiasmo. Ricardo Cabrisas, nombrado viceprimer ministro, parecía sumamente contrariado, como si lo hubieran obligado a posponer nuevamente su jubilación, que solicitó por primera vez cuando todavía existía el CAME. Ulises Rosales del Toro no parecía saber dónde estaba, se cuadró como si esperara que Fidel apareciera por un lateral del escenario a pasar revista. Cuando Díaz-Canel terminó de leer su lista, y todos los ministros quedaron de pie, la Asamblea pudo ver algo insólito, una colección de mediocridades comparable sólo al equipo de béisbol cubano que una semana antes de aquella sesión en el Palacio de las Convenciones se las había ingeniado para perder 5 a 4 en el torneo de Haarlem con Alemania, los teutones del diamante.
No es que los gobiernos de Fidel o Raúl Castro se hayan distinguido por su altura intelectual o política, basta recordar que Guillermo García fue ministro de Transporte, el Gallego Fernández de Educación, Ulises Rosales del Azúcar y Felipe Pérez Roque de Exteriores, pero el de Díaz-Canel es el peor gabinete, el menos calificado, el menos competente, en la historia de Cuba. El propio Díaz-Canel debe haber advertido qué pobrecitos eran los currículos de la mayoría de aquellos ministros, y prefirió no leerlos. «Ustedes recibieron la síntesis de las compañeras y compañeros mencionados», le dijo a la Asamblea, «lo que les ha permitido apreciar que todos poseen una amplia trayectoria y experiencia como cuadros». La Asamblea asintió, y hubiera asentido con igual sinceridad si en vez de Alejandro Gil hubiera sido su hermana la escogida para Ministra de Economía y Planificación. La economía nacional no se habría afectado con el cambio de hermanos, pero al menos el Consejo de Ministros hubiera tenido una mujer más. Sólo ocho, el 23% de los 34 ministros anunciados por Díaz-Canel, eran mujeres, una proporción ligeramente inferior a la del consejo de ministros del mariscal El-Sisi en Egipto, que también tiene ocho mujeres, pero menos carteras. Solo nueve de los ministros presentados por Díaz-Canel eran «negros y mestizos», el 26%, aunque no está claro por qué el resto de los ministros, los que no marcaron «negro» o «mestizo» en la planilla, se creen que son teutones. A primera vista, lo más notable del gobierno cubano presentado por Díaz-Canel en el verano del 2018, además de estar formado por una amplia mayoría de hombres supuestamente blancos, era que nadie tenía la menor idea de dónde habían salido la mayoría de ellos.
Las biografías oficiales de los ministros, que la Asamblea pudo leer, no fueron publicadas en Granma, y los periodistas que trataron de averiguar algo sobre Gil sólo pudieron encontrar algunos pocos datos. Su hermana salió a defenderlo en Facebook, dijo que era un hombre «brillante, sencillo, dedicado, estudioso, inteligente y sacrificado», y reveló que había «cambiado su vida de privilegios en Inglaterra como gerente de la compañía mixta Seguros Caudal para regresar a Cuba a trabajar de sol a sol sin prebendas ni comodidades». Con eso de los «privilegios», Vicky probablemente no quiso decir que su hermano tenía una mansión en Belgravia y una mesa reservada todas las noches en Le Gavroche, un palco en Covent Garden y una amante rusa, ex modelo y letal agente del FSB, con la que se encontraba todos los martes en una suite del Mandarin Oriental en Hyde Park, sino solo, probablemente, que podía acceder a los lujos de los que disfruta la clase obrera británica pero que a los cubanos les pueden parecer tan fantásticos como los tesoros de Alí Babá, picadillo de Tesco, pulovitos de H&M, internet, paracetamol, agua corriente, el metro. Al parecer, Gil, ingeniero en Explotación del Transporte, fue Gerente de Cargas de Intermar S.A., una «agencia internacional de inspección y ajuste de averías y otros servicios conexos», que forma parte, en efecto, del grupo Caudal, una entelequia que, en la oscura terminología económica cubana, funciona como una «organización superior de dirección empresarial», una OSDE, un invento de Raúl Castro para tratar de darle más autonomía a las empresas de la isla y hacer que la toma de decisiones sea menos lenta y torpe. La introducción de las OSDE ha tenido resultados asombrosos, como cualquiera puede observar en Cuba, y Caudal S.A., en particular, recibió en 2019 el título de Colectivo Distinguido Nacional en una emocionante ceremonia celebrada en el Museo de la Clandestinidad, después de la cual hubo un motivito.
Un colega de Gil en Intermar recuerda «la profundidad de su razonamiento y la claridad de su discurso, carente de retórica y altamente profesional». De acuerdo con ese colega, Gil «todos los días hacía honor a su reputación de jefe inteligente y afable… todos lo queríamos».
Pero, también observó ese testigo, la «subordinación» de Gil «al mando superior» era «total y completa, sin disidencias». Esa doble combinación, cierta competencia técnica y obstinada docilidad política, parecen haber impulsado la carrera de Gil en el Ministerio de Finanzas, donde escaló posiciones hasta llegar a viceministro primero. Cambió de ministerios, de Finanzas y Precios a Economía y Planificación en el 2017. Un año después era ministro y responsable de completar la liquidación del país y la venta de sus últimos bienes en el mercado mundial antes de la llegada de los nuevos habitantes de la isla. Gil no es siquiera miembro del Comité Central, una señal de lo rápido que ha sido su ascenso. En el último congreso del Partido, en 2016, Marino Murillo era todavía Ministro de Economía y vicepresidente del Consejo de Ministros, y a él sí lo incluyeron en el Comité Central. Ahora Murillo, a quien se le ve en público cada vez menos, es todavía jefe de algo llamado «Comisión Permanente de Implementación y Desarrollo» de los célebres «Lineamientos» de la Política Económica y Social del Partido, una posición desde la que inevitablemente ascenderá, quizás después del retiro o la muerte de Raúl, al puesto de profesor auxiliar de Economía Política del Socialismo en la Universidad de Granma, en Bayamo. Si es listo, y logra que nadie lo culpe personalmente de la hambruna que diezmará la población cubana a inicios del 2021, dejando algunas provincias completamente deshabitadas, Gil será arrastrado al Comité Central en el próximo congreso, a menos que consiga por fin ese dichoso certificado.
Algunos observadores han descrito a Gil como un tecnócrata, pero el Ministro de Economía de Cuba no es tal cosa, sus decisiones, las pocas que puede tomar él solo, no están primariamente basadas en la ciencia, sino en la necesidad política, su tarea más importante no es reconstruir la economía cubana, sino impedir un estallido social, que una tromba de gente entre al Palacio de la Revolución, arrastre a Díaz-Canel y se lo ponga de sombrero a Martí en la plaza. El gobierno de Cuba no tiene tecnócratas, esa figura no existe en un sistema político diseñado para impedir, no controlar, el disenso, incluso aquel que esté basado en el conocimiento y la experiencia. La técnica es la técnica, Teófilo Stevenson dijo sabiamente una vez, y sin técnica no hay técnica, pero los líderes cubanos sólo aceptan aquellos dictámenes técnicos que no contraríen acciones políticas vistas como necesarias o convenientes para su supervivencia, o incluso, en el pasado, meros caprichos y ocurrencias de Fidel. Ningún ministro de Cuba tiene autoridad para proponer acciones que puedan mejorar significativamente la vida de la gente a costa quizás de abrir grietas en el monopolio de poder del diminuto grupo que decide todo lo importante. Ninguno se atrevería siquiera a sugerir tímidas medidas de liberalización de la propiedad, la producción, los precios y los mercados si no reciben primero una indicación clara, inequívoca, de que pueden hacerlo. Y quizás incluso si Raúl Castro en persona los invitara a construir el capitalismo, los ministros de Díaz-Canel creerían que les han tendido una trampa y balbucearían una consigna contra el imperialismo, o arrancarían a cantar la «Marcha del Pueblo Combatiente», o cualquier otra verracada.
Gil ya no tiene que guiarse por los dogmas marxistas, estalinistas o maoístas que inspiraron las políticas económicas cubanas en otras épocas, esos dogmas han sido despedazados por la realidad, cien mil copias de los Fundamentos de la Filosofía Marxista de F. V. Konstantinov (Gozpolitizdat, Moscú, 1958, 688 pp) valen ahora menos que un kilo de pollo en el mercado mundial. Pero por más equivocados o absurdos que fueran esos dogmas, al menos proveían una guía, dotaban a los directores de la economía cubana de una hoja de ruta, un destino, un punto al que llegar, la ilusión de que estaban ejecutando un plan de desarrollo económico y social que terminaría cuando Cuba fuera más rica que Holanda. De esos dogmas sólo queda la áspera retórica de la superioridad del socialismo sobre la economía de mercado, y los clichés de la gloria de la Revolución, la resistencia antimperialista y la justicia social, que los ministros de Cuba son obligados a repetir en Twitter, una vez al día por lo menos, tarea que Gil cumple con notable disciplina. A pesar de lo que dicen los ministros en sus tuits, y de los cacareados «lineamientos» de Murillo, ya no hay plan, se vive al día, los ministros de Cuba están completamente dedicados a la intrincada contabilidad de la miseria, cuántos jabones se pueden repartir en Pinar del Río este mes, cuántos kilómetros de tuberías hay que reparar urgentemente en La Habana para que media ciudad no se quede sin agua, cuántos pacientes de asma en Camagüey no han recibido todavía sus inhaladores, cuántos kilómetros de tripas de res y cerdo se pueden «recuperar» para alimentar a la gente. Ya era así antes de la pandemia, ahora sólo es infinitamente peor. Al gobierno de Cuba no le hacen falta tecnócratas, lo que le hacen falta son magos.
En un gobierno que incluye al Ministro de la Industria Alimentaria, Manuel Santiago Sobrino, al de Educación Superior, José Luis Saborido, al de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez, y a unos cuantos más que dan pena, que no serían escogidos ni para dirigir un almacén en un país normal, el pobre Alejandro Gil parece una lumbrera, un corredor de bolsa de la City de Londres que Díaz-Canel encontró un día en Searcys at the Gherkin, almorzando con la rusa, Tatiana, filete de res Hereford cocido a la brasa con setas y nabos, acompañado de trufas fritas y una botella de Château Latour 1999, y trajo a Cuba con la misión de encontrar un comprador para la isla. Pero en comparación con otros ministros de Economía y Finanzas, ya no de Europa, sino de Centroamérica y el Caribe, la experiencia y las calificaciones de Gil, las que se conocen, son muy modestas. El Ministro de Finanzas de Jamaica, por ejemplo, Nigel Clarke, tiene una maestría y un doctorado de Oxford, y ha dirigido o presidido veinte empresas públicas y privadas, incluyendo el banco central y la autoridad portuaria de su país. El profesor Miguel Ceara Hatton, Ministro de Economía de la República Dominicana, estudió en la Universidad Nacional Autónoma de México, trabajó para la UNICEF y el PNUD, ha impartido clases de macroeconomía y teoría del desarrollo durante décadas en varias universidades de su país, ha sido columnista de los principales diarios de Santo Domingo y ha publicado once libros. Victoria Hernández Mora, Ministra de Economía, Industria y Comercio de Costa Rica, que no estudió en Londres ni en Massachusetts, sino en San José, es una experta en cooperativas y pequeñas empresas, ha sido durante muchos años profesora universitaria e investigadora y fue directora del Banco Popular y de Desarrollo Comunal de su país. El Ministro de Desarrollo Económico de Honduras, Arnaldo Castillo, hizo una ingeniería en Taiwán y un MBA en Hong Kong, habla mandarín e inglés y fue gerente de distribución de Fruit of the Loom en China. El Ministro de Economía y Finanzas de Panamá, Héctor Alexander, que tiene una maestría y un doctorado de la Universidad de Chicago, y ha sido ministro y viceministro varias veces, fue al inicio de su carrera subgerente de la Zona Libre de Comercio de Colón, el más importante centro de distribución de mercancías del hemisferio.
Esos ministros tienen distintas ideologías políticas y principios de administración económica, y algunos críticos podrían describirlos, groseramente, con lenguaje y estupidez konstantinovescos, como meros administradores del subdesarrollo y la dependencia de sus países, pero nadie podría alegar que no están ampliamente calificados para sus puestos, mucho más que cualquier ministro de Díaz-Canel. No hay ninguna razón para pensar que Gil era, al principio de su carrera, menos inteligente o capaz que sus colegas del arco del Caribe y el Golfo de México, pero su formación y su experiencia, como la de los otros ministros diazcanelistas, ha estado fatalmente limitada por la galopante mediocridad de la enseñanza de las ciencias sociales y económicas en las escuelas y las universidades cubanas, el aislamiento internacional de la sociedad y la economía del país, el contagioso oscurantismo ideológico del Partido, y la falta de libertad política e intelectual que exprime el cerebro de los funcionarios de Cuba hasta sacarles las últimas gotas de imaginación, creatividad y coraje. Por supuesto, en Cuba quedan, en cada campo o especialidad, decenas de miles de brillantes profesionales que podrían, si los elevaran al Consejo de Ministros, a la dirección de las empresas, a las columnas de los periódicos y a los decanatos universitarios, revertir la ruina del país, quizás al final los cubanos no tendrían que abandonar la isla, podrían quedarse. Pero a esos talentos los han obligado a callarse, y a hablar sólo cuando los llaman, a sólo dar consejo cuando se lo piden, que es casi nunca. La degradación intelectual de los círculos de mando y administración del gobierno cubano, su desprofesionalización, la inhabilidad o desinterés de los líderes del país para identificar, formar y promover a las estructuras de mando individuos con la capacidad de pensar y crear libremente, y a la vez, la renuencia de los profesionales más calificados del país a ser elevados a puestos de dirección, en el Consejo de Ministros, las provincias y las empresas, es uno de los síntomas más claros de la descomposición del sistema político que ha regido Cuba durante seis décadas. El otro síntoma de que ya esto no da más es el equipo nacional de béisbol. En comparación con estos alcornoques de ahora, Carlos Lage, el pediatra que administró la isla durante el período especial, parece Angela Merkel. Roberto Robaina, Obama.
Al menos Gil estuvo algún tiempo en Londres, que es como estar en todo el mundo a la vez, uno se imagina que el Ministro de Economía de Cuba ha visto los frisos del Partenón en el Museo Británico y ha comido hamburguesas en el McDonald’s de Leicester Square. Ha comprado en Boots, en Primark y, nos hacemos la ilusión, también en Waterstones. Ha caminado entre las torres de los bancos de Canary Wharf, entre los turistas del South Bank, y entre los bears, los twinks y las drag queens del Soho. Ha visto a los batallones de la policía desfilar en la Marcha del Orgullo Gay, no asaltarla. Ha visto a un ciudadano llamar mentiroso al Primer Ministro del Reino Unido en Question Time en la BBC, y a los demás miembros de la audiencia estallar en aplausos. Quizás, siguiendo la recomendación de su hermana, de Vicky, vio en el West End El Fantasma de la Ópera y Les Misérables, otros dos favoritos de «De la Gran Escena» (el programa ya ha puesto 248 veces a Sarah Brightman cantando el aria del Fantasma, y 156 veces a los estudiantes revolucionarios de París rugiendo «Do you hear the people sing, singing a song of angry men?»). A diferencia de otros ministros de Cuba, que sólo han visto brevemente el mundo exterior cuando han ido de «visita oficial» o «de trabajo», o «como parte de una delegación», Gil ha vivido y trabajado allí, y quizás, sólo él en ese esperpéntico gabinete de Díaz-Canel, tiene una idea de cómo podría ser Cuba, no como Inglaterra, y mucho menos como Holanda, pero, quizás, echando a volar la imaginación, un país donde no haya colas de días para comprar comida y el paracetamol esté regalado en las farmacias.
A lo mejor Díaz-Canel lo escogió para Ministro de Economía porque era el único de los candidatos considerados que tenía una remota idea de cómo funciona el capitalismo, había leído alguna vez The Financial Times, había comprado pacotilla en Amazon y podía hablar inglés con ministros extranjeros. Cuando a Cabrisas le llegue finalmente el retiro, habrá que sustituirlo con alguien que pueda ir al Club de París a suplicar, y al menos Gil es relativamente presentable. Pero si hay alguien en ese Consejo de Ministros que sabe que la Cuba de Raúl Castro y Díaz-Canel no tiene arreglo, es él. Por eso su función, que no puede declarar abiertamente, y que disimula tuiteando tonterías, no es planificar el futuro, como indica su título, el futuro ya no existe. Su tarea es cerrar Cuba, para siempre, desalojarla, y dejar que los sobrevivientes puedan comenzar una nueva vida en cualquier otra parte. Él tiene pensado volver con Tatiana.