Por Iván García.
Vecino que vive frente al malecón habanero.
Los sistemas totalitarios, en su decadencia, sustituyen la narrativa seudopatriótica con una mayor represión. La ceguera política les impide discernir la tenue frontera del sentido común. Y por intolerancia o soberbia peligrosamente prenden el mechero de un futuro estallido social.
El fascista italiano Benito Mussolini y el dictador rumano Nicolae Ceausescu no olfatearon el peligro y acabaron masacrados por el pueblo que en apariencia los idolatraba. El tiempo político de una dictadura tiene fecha de caducidad. Incluso si es eficiente en el terreno económico, como China y Vietnam, llegado el momento, si no se reciclan, sus ciudadanos les van a reclamar libertades políticas.
Las tiranías no son eternas. Pero al encontrarse protegidos por la coraza que le proporciona sus eficientes servicios secretos y sus fuerzas armadas, tienden a perder el sentido de la realidad.
El régimen cubano ha llegado a un momento crucial. Lo ideal hubiese sido que el propio Fidel Castro hubiera trazado auténticas reformas económicas, sociales y políticas tras la caída del imperio soviético. El caudillo supo gobernar en contra de la lógica. Era un animal político. Su locuacidad y carisma, aunque disminuyó a mediados de los años 90, le permitió sortear el naufragio.
En un inicio, Raúl Castro intentó que el socialismo fuera eficiente. Tras diez años de experimento demostró que el sistema no se puede reformar sin utilizar recetas del capitalismo. Cansado de intentar reparar el disparate, traspasó el poder a un mascarón de proa y se dedicó a consolidar el poder económico de GAESA, un emporio militar.
Probablemente Raúl comprendió que el modelo socialista cubano no iba a ninguna parte. Pero no quiso ser su sepulturero. Y designó a Miguel Díaz-Canel, que es como el adolescente del cuento holandés que pretende contener con su dedo dentro de un agujero que el agua no sobrepase el dique.
La misión de Castro II es menos patriótica. Consolidar a las empresas militares como un holding líder en el sector de la hostelería y los servicios. Y que salga el sol por donde salga. Ese supuesto período de transición se ha complicado. Un tipo impredecible como Donald Trump, en contra de los pronósticos, ganó las elecciones en Estados Unidos. Y detuvo el cronograma de intercambios y flirteos políticos con Washington.
En el Palacio de la Revolución de La Habana, se extraña a Barack Obama. Después del restablecimiento de relaciones el 17 de diciembre de 2014, Cuba pudo hacer más. Abrir la talanquera a los emprendedores privados, autorizar micros, medianas y pequeñas empresas, desconectar el teléfono rojo con Miraflores y pactar con los ‘yanquis’ un aterrizaje suave sin menoscabar la soberanía.
El quid de la cuestión es que no hay talento político suficiente para trazar un buen plan. Y la autocracia castrista optó por la marcha atrás. La diplomacia de los cojones. Díaz-Canel intenta hilar fino. Gestionar un poco aquí, un poco allá. Pero la caja de caudales está vacía y él no controla la moneda dura: las divisas las controla GAESA. Y, para mayor desgracia, de China llegó un virus que en el plano sanitario no está provocando demasiados daños en la Isla, pero está dinamitando las bases del improductivo sistema económico, con consecuencias sociales y políticas.
Si el Covid-19 ha sido más dañino en Cuba no es por el cacareado ‘bloqueo’ de Estados Unidos, si no por el colosal bloqueo interno, una sutil estrategia de sabotaje económico inducido por la burocracia local para no perder sus privilegios y ha provocado la caída libre del PIB. A ello se suma que el país lleva más de seis de meses sin turismo internacional y las remesas se han reducido por la normativa de la Casa Blanca de autorizar giros a la Isla de solo 300 dólares mensuales. Las reformas en el sector agrario, empresarial estatal y la creación de nuevos negocios con capital extranjero no han funcionado. Debido a la improductividad y descapitalización de la industria, han disminuido casi todas las producciones de las industrias alimenticias, metalúrgicas y azucareras.
Cuba se hunde. Pero el régimen quiere seguir jugando a ganar tiempo. Obtener un poco de oxígeno político dolarizando parcialmente el mercado minorista, autorizando las PYMES y ampliando el diapasón del trabajo privado. Pero la estrategia es chapucera. Sigue intentando colar como intermediarios a empresas importadoras estatales. No hay un marco jurídico transparente. No se promulga una directiva financiera que unifique la tasa cambiaria del peso: ahora mismo cohabitan cuatro tipo de cambios diferentes, tanto del peso como del cuc contra el dólar estadounidense.
Esa sensación de que las cosas se les escapan de las manos, ha generado en el régimen una huida hacia adelante. Y lo más fácil ha sido culpar a las instituciones y en particular a los habaneros por el rebrote de la pandemia en la capital.
Es un defecto congénito de la dictadura cubana. Hagamos un breve repaso. Fidel Castro planificó cientos de proyectos que jamás funcionaron. Desde la siembra de café caturra en los alrededores de La Habana y la zafra de los diez millones hasta la construcción de cien mil viviendas anuales y la producción de más carne de res que Argentina.
El catálogo de disparates de Castro I es extenso. Los errores y fracasos eran culpa de otros. Él nunca se equivocó. Ese estilo lo continúa practicando la actual dirigencia. El número de fallecidos por causa del coronavirus en Cuba no llega al centenar. La cifra de contagiados se aproxima a los cuatro mil. La campaña de salud pública para frenar la pandemia ha sido eficiente. Sin recursos, con una labor profiláctica y miles de médicos y estudiantes de medicina que pesquisan en los barrios, se ha podido controlar el Covid-19 a cifras permisibles y los servicios sanitarios no se han no desbordado.
Si el número de infectados no es menor, es debido a la incapacidad del régimen para abastecer de alimentos, medicinas y artículos de aseo el mercado minorista, provocando que las personas tengan que hacer extensas colas, todos los días. Una cola por la mañana para comprar medicamentos en la farmacia, otra para adquirir jabón o detergente y otra para comprar aceite o cinco libras de pollo. Y la próxima semana, de nuevo el carrusel de las colas.
La población se expone a contagiarse en las colas, donde muchas veces hay aglomeraciones y se producen broncas para intentar llegar a casa con un poco comida o aseo. No se puede culpar al pueblo por salir a la calle a buscar alimentos.¿Qué hay indisciplinados? Por supuesto. Personas que beben ron en la vía pública sin el nasobuco (mascarilla) y no cumplen el distanciamiento social. Igual que ocurre en España, Brasil y Estados Unidos, entre otras naciones.
La mayoría de los habaneros se protegen. Los irresponsables han sido multados o sancionados con prisión. La mayoría de los cubanos está de acuerdo que se multen a los indisciplinados con cantidades acordes al salario que devengan, pero no que vayan a la cárcel. Imponer un terror estilo Corea del Norte no es una buena estrategia.
El número de casos positivos de coronavirus creció en La Habana cuando en la primera fase se autorizó la apertura de bares, centros nocturnos, piscinas y playas. Fue un error abrirlos. Una ciudad como La Habana, con casi dos millones y medio de habitantes y sus municipios interconectados, 40 o 60 casos pueden ser preocupantes, pero no al extremo de decretar un toque de queda, del 1 al 15 de septiembre, violando los preceptos jurídicos de la propia Constitución vigente. ¿Que a partir de las 7 de la noche y hasta las 5 de la mañana se prohibe la circulación de vehículos y personas? Perfecto. Pero no viene a cuento imponer multas de 500 a 3 mil pesos, a pagar en diez días (de lo contrario se duplica) a quienes incumplan el toque de queda, no lleven mascarillas o no las tengan correctamente puestas.
Esas multas representan hasta cuatro veces el salario de un profesional. El castigo es el último recurso de un gobierno sensato. Pero el régimen cubano, inmerso en una crisis que no acaba de tocar fondo, lo que mejor se le da es reprimir. Como en cualquier dictadura.
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