Por Iván García.
Mujer con un cartón de huevos camina por la calle Teniente Rey, en el corazón de La Habana.
Para José, 76 años, jubilado, Cuba no es país para viejos. Lo dice mientras hace cola en una panadería al sur de La Habana. La fila es larga y decide sentarse en la escalera de un edificio ruinoso, desde donde puede observar si hay inspectores o policías por los alrededores. Se baja la mascarilla, coge un poco de aire y comienza a fumar.
Después de la cola en la panadería, irá a la carnicería, donde tendrá que hacer otra cola para comprar los huevos que le tocan por la libreta. Y si todavía está abierta la farmacia, hará la tercera cola del día, esta vez para ver si ha entrado algún medicamento que le ayude a controlar la presión arterial.
José está al límite emocionalmente. “Quienes peor estamos pasando la pandemia, la crisis económica y el desabastecimiento somos los viejos, sobre todo si vivimos solos. Mi esposa falleció hace dos años y mi hijo está preso. Tengo que lidiar con mi alimentación y una vez al mes visitar a mi hijo al correccional donde cumple sanción. Mi única entrada es la pensión de jubilado y lo que puedo inventar por la izquierda, que no es mucho», confiesa.
Cuenta que para ganar unos pesos extras, recoge dinero de la bolita (lotería ilegal) y en sus ratos libres repara sombrillas y le quita el tizne a las cazuelas. «También he sido jardinero y he sido custodio en un negocio privado. El problema es que te caiga algún trabajo que te permita ganar unos pesos para sobrevivir. La situación en Cuba está caliente. Es como sacarle el bate a una recta de más de cien millas a Aroldis Chapman», comenta, usando un paralelismo beisbolero.
Los grandes perdedores de las tímidas reformas económicas emprendidas por el autócrata Raúl Castro entre 2008 y 2013 fueron los ancianos y los jubilados. Con pensiones que fluctuaban entre diez y veinte dólares mensuales, debían hacer la proeza de preparar dos comidas al día, pagar la factura de la electricidad y comprar medicamentos.
Un segmento amplio de jubilados se vio obligado a conseguir dos o tres empleos para poder llegar a fin de mes. Salieron a las calles a vender periódicos, cigarros sueltos, jabitas de nailon y cucuruchos de maní o se dedicaban a hacer mandados (compras) y ancianas con buena salud, lavaban, planchaban y limpiaban a particulares.
El régimen verde olivo ignoró la mano tendida por el presidente Barack Obama para, no solo restablecer relaciones diplomáticas, sino también encaminar al país por un rumbo democrático y construir una economía próspera y sostenible. Pero de verdad. Creando PYMES (pequeñas y medianas empresas), un marco jurídico coherente para los inversionistas extranjeros y abrir definitivamente la talanquera a las inversiones de los cubanos en el exilio.
Eso conllevaba un nuevo trato. Negociar con la emigración. Legitimar a la oposición y respetar la libertad de expresión. Pero el régimen de Raúl Castro apostó por el numantismo y una narrativa anacrónica y pseudonacionalista.
Los emprendedores privados seguían siendo sospechosos habituales. Se apostó por el pasado. Vivir pasando la gorra en Venezuela, su colonia ideológica. Por el discurso antiimperialista, aliarse con los enemigos de tu enemigo, manejar la economía de cuartel con una absurda planificación central y afilarle la cuchilla impositiva a los trabajadores privados.
La dictadura militar ha cumplido al pie de la letra con todo lo que no se debía hacer en medio de un panorama que avizoraba una tormenta perfecta. En medio de la crisis económica intentó topar los precios de venta de productos agrícolas y subir los impuestos a los criadores privados de cerdo. Comenzó un operativo policial y propagandístico contra los carretilleros que comercializaban frutas, viandas y vegetales por los barrios. Y aceleró las inspecciones y limitaciones a varios negocios particulares.
Todo eso, desde luego, generó escasez. Si a finales de 2018 la carne de cerdo se podía comprar a 25 o 30 pesos la libra, en 2019 subió a 45 pesos y ahora mismo, si se consigue, cuesta entre 75 y 90 pesos la libra. En Cuba la carne de puerco es un rubro tan importante como el índice Down Jones en la bolsa de Nueva York. Simplemente porque junto al pollo es de las pocas proteínas cárnicas que pueden consumir los cubanos de a pie en la Isla.
En septiembre de 2019 comenzó lo que Miguel Díaz-Canel, el mediocre y grisáceo presidente elegido a dedo por su tutor Raúl Castro, denominó ‘situación coyuntural’. Era un eufemismo para suavizar la situación real: una profunda crisis económica agravada por el déficit de combustible que llegaba desde Venezuela y las importaciones de alimentos se redujeron de dos mil millones de dólares a la mitad. Las malas políticas agrarias, a golpe de voluntarismo y consignas, provocó que la mayoría de los renglones productivos decrecieran o estuvieran en número rojos.
Antes de que llegara el Covid-19, ya el panorama económico en Cuba era negro con pespuntes grises. La producción de arroz, frijoles y azúcar se encontraban deprimidas. El turismo también decrecía. Y el dinero que generaba era coto exclusivo de GAESA, un gobierno en la sombra que no declara al fisco beneficios, impuestos ni estrategia de negocios.
El coronavirus es el catalizador para que en 2020 la economía decrezca entre un diez o quince por ciento del PIB. Por falta de estadísticas transparentes, tal vez la caída sea más salvaje. El régimen se ha visto abocado a diseñar planes de emergencia.
Cuando el barco se hunde, lo correcto es subirse a los botes auxiliares y dejar que la nave naufrague. Y comenzar de cero. Pero la táctica del régimen es seguir montado en un viejo velero que no lleva a ninguna parte. Y solucionar la disfuncionalidad de la economía con parches anacrónicos o revitalizar el dólar de su enemigo acérrimo.
En medio del desabastecimiento, se ha potenciado una escalada inflacionaria del dólar que crece por día. En el mes de septiembre, si se encuentra, un dólar se cotiza entre 1.50 y 1.90 cuc, el devaluado peso convertible. Probablemente en diciembre se cotizará a más de 2 cuc por dólar. Cuando se abra la frontera y comiencen los vuelos desde Estados Unidos, el dólar promete seguir creciendo y será la moneda ancla en Cuba para los ahorristas.
Damián, chofer, y jubilados como José, que suelen ver los dólares en las películas norteamericanas de los sábados por la noche, opinan que aunque se pongan en marcha nuevas aperturas económicas, no serán beneficiados. Damián maneja durante ocho horas un viejo Lada de la era soviética en una empresa estatal. Gana 900 pesos mensuales (38 dólares), pero desde hace dos meses está desempleado debido a la pandemia. Casado y con tres hijos, Damián mantiene también a sus padres. “Con este confinamiento y sin el carro la estoy pasando cruda para buscar dinero. Este mes solo me pagaron el 60 por ciento de mi salario. Por eso estoy haciendo mandados en una moto eléctrica que me alquila a un amigo o le marco en la cola a otras personas que luego me pagan”.
Veintidós habaneros consultados por teléfono o Whatsapp por Diario Las Américas consideran que ha sido abusivo por parte de las autoridades haber reforzado el confinamiento y mantenido el toque de queda hasta el 30 de septiembre.
«Si a los viejos no nos lleva el coronavirus, al cementerio nos va a llevar el agotamiento, tener que salir todos los días a la calle a hacer cola, a veces por gusto, pues se acabó lo que necesitábamos comprar. Y alimentándonos muy mal. Llevo varios días comiendo arroz, quimbombó y yuca», expresa Diego, jubilado de 70 años.
Sara, ama de casa de 65 años, se levanta a la cinco de la mañana y a las seis ya está en la calle, a ver si consigue muslos de pollo, picadillo condimentado o perritos (salchichas). «Pero hace cinco días que no he podido comprar nada. Después de caminar cuatro kilómetros hasta un mercado en La Palma -municipio Arroyo Naranjo, al sur de La Habana- cuando llego ya hay más de 200 personas en la cola. Lo único que he podido conseguir han sido unos boniatos raquíticos, un trozo de melón, dos libras de pepinos, a 30 pesos cada una, y una fruta bomba. En estos seis meses de confinamiento he perdido más de veinte libras. Todos los días camino varios kilómetros. Ni que yo fuera deportista”.
Orelvis, residente en Centro Habana es más radical. “Creo que hay mucho resentimiento del gobierno contra los habaneros porque los planes de contingencia para enfrentar el Covid-19 no les ha salido como ellos hubieran querido. Su reacción fue culpar al pueblo de la capital acusándonos de irresponsables y de propagar la epidemia. Como si el resto del país fuera un dechado de virtudes. No informan que la mitad de esos casos son por negligencias de las instituciones del Estado. Como los 23 constructores indios que se contagiaron. En sistemas como el cubano, las culpas nunca caen al suelo. Lo más fácil es acusar a los habaneros de desobedientes y prometer más mano dura”.
Los veintidós habaneros consultados rechazan el toque de queda de un mes y la suspensión del transporte público. “Está demostrado que el toque de queda no es la mejor opción para reducir los contagios. Y quitar el transporte es injusto, porque obliga a las personas a desplazarse muchos kilómetros diarios para comprar alimentos o ir a un turno médico en el hospital. La culpa de que la gente esté en la calle haciendo colas todo el tiempo es por la tremenda escasez de alimentos. ¿O también el abastecimiento es responsabilidad de los habaneros?”, se pregunta uno los encuestados.
A seis meses de iniciado el confinamiento en La Habana, los capitalinos aguantan el embate en modo de supervivencia. Sin dinero, con las neveras vacías y el futuro entre signos de interrogación.
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