Por Jorge Olivera Castillo.
Raúl Castro junto al primer ministro Manuel Marrero y generales del las FAR.
Invertir una abultada suma de dinero en la adquisición de cuatro fincas, varias decenas de reses y aperos de labranza fue para un cubanoamericano repatriado, que fijó su residencia en la ciudad de Cienfuegos, la razón de que llegara la policía con una orden de registro y otra para el decomiso de todo cuanto había dentro de los límites de lo que creyó eran sus legítimas posesiones.
Con tal acción, que no es la primera y mucho menos la última, se reafirma la naturaleza colectivista del modelo escogido por Fidel Castro para supuestamente convertir a Cuba en un ejemplo a seguir en cuanto a desarrollo económico y libertades.
La realidad es que el sistema continúa sobre los estrambóticos fundamentos de dinamizar la producción de ideología y sus derivados, y alcanzar mayores niveles de eficiencia e igualdad en la repartición de la pobreza, con el acompañamiento de la entrega a granel de esperanzas en un futuro mejor.
Bajo esas premisas es que las ruinas están presentes por doquier, tanto como la escasez y el racionamiento.
El odio al éxito de las gestiones productivas no estatales no es un cliché, se trata de un punto de vista con carácter de ley (a veces de jure y otras de facto) que explica en buena medida el estancamiento que padece la economía nacional.
Lamentablemente sigue sin haber margen para la coexistencia de los diferentes tipos de propiedad, aunque en la Carta Magna aprobada el pasado año, hay una mención directa del asunto, pero hasta el momento sin indicios de ninguna concesión real, incluido el imprescindible otorgamiento de personalidad jurídica a las personas que deseen crear empresas pequeñas y medianas.
Tal contradicción en lo que se planteó y lo que sucede en la práctica invita a pensar en la probable y muy lógica existencia de serias discrepancias en la cúpula de poder en torno a la necesidad de terminar con los lastres del centralismo y quienes favorecen la continuidad de esos controles que solo sirven para fomentar la corrupción, mantener intactos los ciclos de improductividad, así como la insostenible política de subsidios que ha evitado el colapso de la economía interna, pero con una nula incidencia en la solución de las tragedias asociadas a la supervivencia.
Se intuye claramente que la vieja guardia, con Raúl Castro al frente, es la que dicta las pautas de todo cuanto sucede fronteras adentro.
Anclados en el más rancio conservadurismo, los llamados líderes históricos, evitan a toda costa la instauración de la economía de mercado. Se oponen a cualquier gesto de apertura que vaya más allá de lo que supondría una traición al legado de Fidel, siempre enfocado en sus diatribas contra la democracia representativa y la libre empresa.
El despojo al cubanoamericano, que podría estar ahora en un calabozo a la espera de ser llevado a los tribunales por enriquecimiento ilícito o cualquiera de esas figuras delictivas que usan, con regularidad, para criminalizar a los emprendedores, envía un mensaje en letra de molde y tinta a prueba de borrones, a quienes pretenden invertir, sean cubanos o extranjeros, en algún espacio del territorio insular.
Las inversiones en la Isla tienen a menudo un final amargo. Son las reglas de un juego que los ingenuos no acaban de entender. Se creen el cuento de algún funcionario que le vende la idea de un acuerdo justo y con los debidos márgenes de protección.
Es increíble que todavía haya personas que caigan en la trampa con tantos ejemplos de por medio. Como bien dice el aforismo, “nadie escarmienta en cabeza ajena”.
O sea que otros, enfrentarán la misma experiencia, como paso previo al arrepentimiento. Invertir en Cuba no es un acto inocente, es una soberana estupidez.
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