Félix Luis Viera.
Si un escritor ha logrado reflejar fielmente cómo fue la vida en la Cuba de los años 60, ese es Félix Luis Viera, en sus novelas “Un ciervo herido”, “El corazón del rey” y “Un loco sí puede”.
No es la épica miliciana de Eduardo Heras León, Norberto Fuentes o Jesús Díaz en sus primeros relatos, ni lo que escribió Manuel Cofiño dentro de los cánones del realismo socialista. No es el tiempo idílico del entusiasmo revolucionario que se empeñan todavía en pintar los adoradores del castrismo, ni el edén perdido que añoran los nostálgicos que pretenden olvidar lo malo y recordar solo las novias, las fiestas de los sábados y las canciones ingenuas y empalagosamente romanticonas de Nocturno que sustituyeron a las de los Beatles que les impedían escuchar.
La época que muestra Viera es la que sufrimos todos los cubanos que la vivimos. De un bando o del otro, porque a la postre, de una u otra forma, también los victimarios resultaron víctimas del monstruo que ayudaron a crear.
Un tiempo que se inició con las turbas que gritaban “paredón” y “Fidel, seguro, al yanqui dale duro” y arrollaban en las congas, coreando, sin puñetera idea de qué era el marxismo, “somos comunistas, palante y palante…”
Mientras nos convertían en rebaño domeñado, se repletaban las cárceles y se vaciaban, como por arte de magia, lo mismo las iglesias que las vidrieras de las tiendas y los estantes de las bodegas que las filas de nuestros parientes, vecinos y amigos, que se iban al exilio. Y había que olvidarlos, multiplicarlos por cero, peor que si estuviesen muertos. Ni pensar en escribirles cartas, porque “eran gusanos que habían traicionado a la revolución”, y relacionarse con ellos significaba hacerse “cómplices de su traición” y eso podía costarte que te excomulgaran y nunca más pudieras levantar cabeza en “la sociedad socialista que se estaba construyendo”.
Y se iba a saber si te carteabas con los que se fueron, porque aquel tiempo fue la apoteosis de la chivatería. Se iba a saber eso, y también con quienes te relacionabas y qué hacías, a qué te dedicabas, porque los Comités de Defensa de la Revolución, como si no bastaran el DTI, la PNR y la Seguridad del Estado, te vigilaban a toda hora. Velaban quienes visitaban tu casa y qué aspecto tenían, si entrabas o sacabas paquetes, cómo te vestías, si llevabas un tren de vida que tu salario no te permitía costear, si en una fiesta ponías música yanqui, si un pitido denunciaba que escuchabas La Voz de América…
Un tiempo de zozobras, en que te veías obligado a fingir y disimular, porque te podían acusar de aburguesado, desafecto, vago, de ser “poco combativo”, de tener problemas ideológicos, de “maricón”, de cualquier cosa que se les antojara.
Por ser homosexuales, religiosos, melenudos, alrededor de 25 000 cubanos fueron encerrados entre 1965 y 1968 en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), En “Un ciervo herido”, Viera relata las horripilantes experiencias de Armandito Valdivieso en uno de aquellos campamentos de trabajo forzado en Camaguey que fueron la versión castrista de los gulags de Stalin.
Pero Viera no fuerza la pluma ni abusa de lo espeluznante para narrar cómo era la vida en aquellos años en que se iba imponiendo la dictadura comunista. Con su muy incisivo humor, también refiere lo grotesco de aquel tiempo en que nos querían convencer de que estábamos a un paso del paraíso proletario. Y uno, por su bien, porque no quedaba otro remedio, debía resignarse y fingir que se lo creía. Engancharse las botas rusas o la camisa de antes de 1959 del padre, varias tallas más grande, y acudir a los tugurios esperpénticos que sustituyeron a los lugares de recreación, bailar el mozambique en vez del twist, engullir las croquetas de harina que se pegaban como lapas al cielo de la boca, comer, siempre con cuchara de aluminio, la bazofia que hubiese; apurar del pomo o la perga de cartón que sustituía al vaso, la guachipupa de fresa, la cerveza de pipa, el ron matarratas, la warfarina.
De todo eso y más hay en la novela “El corazón del rey”. Lo que nos cuenta Viera que pasaba en Santa Clara, a través de personajes muy creíbles de tan bien delineados, como Robertón Pérez o la Samaritana, no difería de lo que ocurría en La Habana o las demás ciudades de Cuba. Los trueques, los cambalaches, los robos y marrullerías a las que obligaban el hambre y las necesidades. Las colas tumultuosas para comprar, si te tocaba, si tenías el cupón de la Libreta de Productos Industriales, si no se agotaba antes de que llegaras al mostrador, lo mismo un pantalón que un cacharro ruso. Las mismas colas, para también comprar por la Libreta de Abastecimiento, en la bodega, la panadería y la carnicería. Y también en las farmacias, para abordar las guaguas, en los restaurantes, las cafeterías.
Otro de sus personajes más logrados es el protagonista de “Un loco sí puede”: un joven demente de un barrio marginal que es adoptado como amante por una siquiatra, a quien le fusilan el padre, un coronel de la policía del anterior régimen. La siquiatra aspira a escribir un libro con los apuntes del paciente pero es encarcelada por contrarrevolucionaria, y el joven, luego de ser dado de alta, convenientemente adoctrinado para que esté eternamente agradecido de Fidel y la revolución, va a parar al albergue para desamparados “Ho Chi Minh”.
Félix Luis Viera, nacido en 1945 en el santaclareño barrio del Condado, es autor de seis poemarios, cinco novelas y tres libros de relatos. Varios de ellos fueron premiados en Cuba, pero la publicación en Ediciones Unión de “Las llamas en el cielo”, demoró de 1977 a 1983, porque la censura detectó “problemas ideológicos”. En 1995 Viera se exilió en México. Actualmente radica en Miami.
Su escritura es recta, clara, sin sortilegios, cruda, como la vida. Viera, cual si siguiera lo que aconsejaba Robertón en una de sus borracheras filosóficas al protagonista de El corazón del rey, no escribe para “los críticos perfectos ni los falsos feligreses”, porque “mejor es que se horripilen con la verdad a que se estremezcan plácidamente con la bobería”.
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